Girlhood. La palabra que definió al 2023 y fue el centro de miles de análisis y videos en TikTok.
La marea rosa de Barbie (2023), la conquista de Taylor Swift por sobre todas las cosas, los brazaletes de la amistad intercambiados en cada esquina y la famosa moda “coquette” que rendía homenaje a la feminidad. El 2023 fue el año de las chicas y eso nadie lo puede negar. Pero, ¿y el boyhood? ¿Qué hacemos con los chicos? ¿Dónde está la experiencia de crecer siendo varón?
Cuando pienso en la experiencia masculina, me resulta imposible no evocar la película de Richard Linklater, casualmente titulada Boyhood (2014), que sigue la historia de un niño hasta el comienzo de su adultez, pasando por mil y una emociones que un varón puede llegar a experimentar. Pero, aunque Boyhood me guste mucho y no haya nada que Linklater haga que no me tenga como fanática, siento que cuando pienso en los hombres de mi vida, no puedo evitar recordar películas como American Pie (1999), Scott Pilgrim vs. The World (2010), o mi favorita, Superbad (2007). Tal vez sea porque me recuerda a esos domingos en casa viendo esas películas con mi hermano, o quizá porque en cierto punto creo que los hombres siempre serán unos simples niños.
Ojo, no lo digo en un sentido negativo ni mucho menos. Es más, creo que encuentro cierta ternura en esto. Si analizamos la crianza que recibimos las mujeres en comparación con la de los hombres, podemos ver cómo a nosotras nos preparan para ser adultas: nos entregan bebés de juguete a los 3 años y nos hacen elegir carreras a través de unas muñecas a los 5. Mientras tanto, ellos juegan con autos y se ensucian con una pelota en el barro. A eso de los 8 años, se nos exige que dejemos de jugar tanto y comencemos a madurar, olvidándonos de las muñecas y adoptando ese rol de responsabilidad que se nos impone, mientras que los hombres siguen jugando a la PlayStation hasta el último día de su vida. Al hombre siempre se le ha permitido ser un niño eterno, y eso es un arma de doble filo con la que tienen que cargar.
Snack Shack es una película que encontré a través de un video de recomendaciones aleatorias. Prometía ser una comedia coming of age al estilo Dazed and Confused (1993), así que no tuve otra opción que buscarla y, sin darme cuenta, me encontré con una de las mejores películas de este último tiempo. Una temática similar a la de Adventureland (2009), con esa idílica que se genera alrededor de los trabajos de verano. Es una historia que te envuelve con una temática tan cercana y humana que es imposible no disfrutarla desde la primera escena. Cada plano se siente como estar tirado al sol una tarde de verano, esas que parecen eternas o, al menos, deseas que lo sean.

Qué tema el verano. Algunos lo odian, otros lo aman; yo, medio que me pasé de un bando a otro. Cuando era más chica, los veranos eran juego, aventura, meriendas eternas con mis amigas al lado de la pileta y partidos de fútbol que nunca tenían ganador. A medida que fui creciendo, mi tolerancia al calor fue decayendo; me volví más defensora del aire acondicionado y la ropa de invierno se ganó mi corazón. Hace ya algunos años, volví a entender la magia del verano, la diversión que promete y las noches que no duran demasiado poco, sino lo justo y necesario. Los veranos son cápsulas en el tiempo: amores fugaces, primeros trabajos, la playa en familia, las piletas, los amigos, la eterna promesa de que todo es posible en esos meses donde el calor fomenta la locura y no queda lugar para la cordura. Al final, solo tenemos este verano.
Todo esto es la nueva película de Adam Rehmeier, Snack Shack, la historia de AJ (Connor Sherry) y Moose (Gabriel LaBelle), dos mejores amigos que siempre están ideando maneras de ganar dinero. Desde pintar los números de las casas en la calle hasta vender cerveza casera, AJ y Moose siempre terminan saliendo bien parados, porque además de ser extremadamente ingeniosos, tienen la certeza absoluta de que mientras estén juntos, nada puede salir mal. No hay nada como la inocencia juvenil que te convence de que podes comerte el mundo y pasar un verano alucinante, o al menos uno que te cambie un poco la vida.

Esto es exactamente lo que les pasa a AJ y a Moose cuando deciden alquilar el puesto de snacks de la piscina comunal para ahorrar un par de dólares. El negocio es todo un éxito y el verano de estos dos muchachos apunta a ser el mejor de sus vidas, pero como la adolescencia es una montaña rusa hormonal que da vueltas de un momento a otro, era imposible que a esta historia no se le cruzara una chica en el camino. Brooke (Mika Abdalla) es la fantasía de cualquier adolescente: es cool, parece un personaje de un videojuego, es desapegada, te da la atención suficiente como para pensar que podría gustar de vos, pero no la suficiente como para estar seguro de ello. Un arma letal para dos chicos de 14 años.
Entre besos, peleas y carreras interminables, Snack Shack escribe una carta de amor al verano, a la ciudad de Nebraska, a los 90, a la inocencia de la juventud y a la experiencia de crecer siendo varón. Este último punto se refleja a la perfección en el personaje de Shane (Nick Robinson), un amigo más grande de nuestros protagonistas que actúa como una especie de ídolo para ellos: un eterno niño. Shane está en la universidad y maneja borracho; no tiene ningún interés en adentrarse en la adultez y su único objetivo es viajar por el mundo. Les da cerveza a los chicos de 14 años y los incentiva a seguir viviendo la vida como si fuera un juego, algo que Shane no puede dejar ir. Y aunque sus padres piensan que su realidad es otra, él logra seguir siendo un eterno niño. Como buen varón, el juego nunca termina. Esta película nos muestra lo idílico de esta experiencia varonil y las consecuencias que vienen con ella.

Con planos que recuerdan a una de Paul Thomas Anderson y un guión que podría haber sido escrito por Linklater, Snack Shack viene a ofrecernos toda la nostalgia noventera que esta generación pide a gritos. La interacción humana, los timbres entre vecinos, enamorarse de alguien en las calles y no a través de pantallas, que el juego sea empujarse para después reírse, los panchos de verano, la coca fría, las piletas comunales, los puestos de comida, los castigos de nuestros padres, lo efímero que es todo. La experiencia de vivir es grandiosa, tan diferente para cada uno y, aun así, todo termina siendo universal. A los varones se les permite seguir jugando de por vida y, en medio de todo eso, las emociones no se procesan de la manera correcta; las conversaciones que deberían ir en una dirección van en la otra y las heridas quedan abiertas de por vida, sin que nadie los ayude a curarlas. Pero si los chicos tienen un poco de suerte, un amigo puede correr hasta encontrarte y, con un abrazo, olvidarse de todo para que juntos puedan seguir jugando.
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