Si algo quedó claro en 2024 es que las dictaduras pueden encarcelar personas, pero no ideas. Mohammad Rasoulof, el hombre que el régimen iraní quiso borrar del mapa, se encargó de aparecer en todos lados con The Seed of the Sacred Fig. Ocho años de cárcel, latigazos, exilio, y ahí está: parado en Cannes, con una sonrisa que parece decir “seguí participando”. Porque no solo presentó la película, sino que se llevó el Premio Especial del Jurado.
El estreno fue solo el comienzo de una maratón de festivales. Locarno, Toronto, San Sebastián, BFI, Rotterdam, Mar del Plata... donde la proyecten, ahí está el tipo, ya sea de manera presencial o a distancia, incomodando a dictadores con un largometraje. Ah, y como para agregarle picante: la película está nominada a los Globos de Oro, los Critics’ Choice y, de yapa, va por el Óscar como representante de Alemania. Sí, Alemania. Porque a Rasoulof lo exiliaron tan fuerte que terminó dándole prestigio a otro país.
Lo más fascinante es que la película parece una piedra en el zapato global. Una obra que no solo incomoda a un régimen, sino que expone sus miserias en cada proyección. Y mientras tanto, Rasoulof se mueve predicando acerca de todo lo que el cine puede hacer cuando las palabras no alcanzan.

The Seed of the Sacred Fig arranca con un ascenso: Iman, un funcionario del Tribunal Revolucionario iraní, es promovido a investigador, un paso que lo acerca a su ansiado puesto de juez. Junto con el ascenso, le entregan un arma. No es un detalle menor: en un sistema que reparte justicia a balazos, el arma es más un símbolo que una herramienta. Pero cuando ese símbolo desaparece, la estabilidad de Iman empieza a tambalear, tanto en el trabajo como en su casa. Y acá es donde la película pega fuerte.
Lo que podría ser una trama policial sobre un objeto perdido se convierte, de a poco, en un retrato devastador de la represión y el control. Iman, que al principio se siente cómodo en el rol de engranaje del sistema, empieza a ver cómo ese mismo sistema lo va devorando, a él y a todo lo que lo rodea. Su esposa Najmeh y sus hijas, Rezvan y Sana, viven en un mundo completamente distinto al suyo. Ellas cuestionan, desafían, y, sobre todo, resisten. La brecha generacional y moral es tan profunda que parece imposible de cerrar.
Mientras tanto, afuera de las paredes del hogar, las calles de Teherán están ardiendo. Rasoulof mezcla con de manera admirable la ficción e imágenes reales y material de archivo de las protestas de 2022 tras la muerte de Mahsa Amini. El contraste es brutal: por un lado, la lucha por la libertad; por otro, la opresión que Iman representa, incluso dentro de su propia familia. El cine iraní tiene una larga tradición de usar lo íntimo para hablar de lo político, y Rasoulof lleva esa idea al extremo.
Lo más notable es cómo la película aborda el patriarcado sin medias tintas. Desde el arma como símbolo fálico hasta el control del cuerpo y las decisiones de las mujeres, cada elemento se diseña para cuestionar las bases del poder masculino. Es una propuesta incómoda, dura y, lo que sorprende más, completamente acertada viniendo de un hombre. Rasoulof no solo denuncia un sistema, sino que parece entenderlo desde adentro.
El iraní no solo hace cine; lo vive. Su filmografía es una serie de actos de resistencia que lo han llevado, una y otra vez, al borde del abismo. En Irán, el cineasta acumuló tres sentencias de prisión y múltiples prohibiciones para trabajar o salir del país. Pero, como buen obstinado, siguió filmando. En 2020, su película There Is No Evil ganó el Oso de Oro en Berlín, aunque él no pudo estar presente para recibirlo: estaba confinado en su hogar, monitoreado como si el solo hecho de existir fuera un peligro para el régimen. Spoiler: lo es.
La represión llegó a su pico más alto en 2022, cuando Rasoulof criticó públicamente la brutalidad estatal tras el derrumbe de un edificio en Abadán. Fue arrestado y sentenciado a un año de cárcel, acompañado de una prohibición de dos años para abandonar Irán. Pero cuando parecía que no podía caer más bajo, el régimen redobló la apuesta: ocho años de prisión, latigazos y confiscación de bienes, todo por el “delito” de crear arte que incomoda.
Lo que vino después fue digno de un thriller político. Rasoulof escapó de Irán en un viaje clandestino que duró 28 días. Cruzó fronteras a pie, caminó entre aldeas remotas y llegó a un consulado alemán, donde, tras identificarse con sus huellas digitales, obtuvo un documento temporal que le permitió viajar a Alemania. Allí, finalmente, terminó la postproducción de The Seed of the Sacred Fig.

Esta odisea, más que un contexto, parece un espejo de la película misma. El arma que falta en el film podría ser la metáfora perfecta de su propia resistencia: una herramienta que el régimen cree controlar, pero que Rasoulof utiliza para subvertir y denunciar.
Rasoulof lleva casi dos décadas usando el cine como arma, desafiando la censura iraní con cada proyecto. En 2002 debutó con The Twilight, un relato que ya mostraba su habilidad para diseccionar las grietas del poder. Pero fue Iron Island (2005) la que lo puso en el radar internacional, con su metáfora de una sociedad ahogada en corrupción. Después llegaron The White Meadows (2009) y Manuscripts Don’t Burn (2013), ambas filmadas en secreto, ambas brutales en su crítica al autoritarismo.
Con There Is No Evil (2020), ganó el Oso de Oro en Berlín. La película, un mosaico de historias sobre la pena de muerte en Irán, dejó claro que su cine no busca sutilezas, sino incomodar y exigir respuestas. Ahora, con The Seed of the Sacred Fig, Rasoulof alcanza su obra más ambiciosa: una síntesis perfecta de todo lo que ha construido, un testimonio de resistencia cultural y política.
The Seed of the Sacred Fig es la clase de película que te deja sin saber si aplaudir o tomarte un trago algo para tragar mejor lo que acabas de ver. Mohammad Rasoulof no hace cine para pasar el rato; lo suyo es meterte el dedo en la llaga y retorcerlo un poco. Acá se mete con todo: el patriarcado, la opresión, la hipocresía de un sistema que se desmorona mientras insiste en que todo está bajo control. Y lo hace con un descaro que, sinceramente, se agradece.

La trama, en teoría, gira alrededor de una pistola que desaparece. Pero, ¿es eso lo que importa? No, claro que no. Esa pistola es un pretexto, un símbolo de poder que Iman, el pobre desgraciado que protagoniza esta historia, pierde junto con su autoridad, su familia y probablemente su alma. Porque, spoiler: no hay redención en esta película.
Lo más jodido es cómo la película te mete en la piel de este tipo. Iman no es un villano clásico, pero tampoco es un héroe. Es el engranaje perfecto de un sistema corrupto, y cuando el sistema empieza a fallar, lo deja tirado como basura. La relación con su mujer y sus hijas, que debería ser un refugio, es un campo de batalla. Ellas, claro, son mucho más interesantes que él. Especialmente Najmeh, la esposa, que de a poco pasa de ser mediadora a convertirse en una cómplice silenciosa de la resistencia.
Rasoulof no se contenta con hacer un drama familiar. Mete imágenes reales de las protestas iraníes y te las tira en la cara, sin filtros, como diciendo: “Esto es lo que está pasando, te guste o no”. Y funciona. Las escenas de violencia en las calles son brutales, pero lo que más duele es lo que pasa en la intimidad de esa casa, donde la represión no lleva uniforme pero es igual de devastadora.

¿Es perfecta? No. Hay momentos en los que parece que Rasoulof se deja llevar por la furia y olvida un poco la sutileza. Pero, ¿a quién le importa la sutileza cuando lo que está en juego es tanto? The Seed of the Sacred Fig no busca gustarte; busca patearte el estómago. Y, sinceramente, lo hace muy bien.
El cine iraní lleva décadas siendo una anomalía maravillosa: un arte nacido en las grietas de un régimen que lo detesta, lo censura y, al mismo tiempo, lo coloca en el centro del debate cultural global. Directores como Mohammad Rasoulof y Jafar Panahi han construido sus carreras caminando sobre un hilo que pende sobre el abismo de la represión. Y, sin embargo, su cine sigue adelante, como una forma de resistencia que no se cansa de gritar.

Pero las cosas no están mejorando. El régimen, acorralado por las protestas, responde con más violencia, más prohibiciones, más encarcelamientos. Rasoulof lo sabe: su huida de Irán y su llegada a Europa no son un final feliz, sino un recordatorio de que el cine iraní, tal como lo conocemos, depende cada vez más de las sombras, del exilio, de la clandestinidad. The Seed of the Sacred Fig podría ser la última película que Rasoulof haga con ecos directos desde su tierra, y eso es desgarrador.
El cine, como la vida misma, no puede florecer bajo el yugo del miedo. Pero si algo han demostrado estos cineastas es que, por más que lo intenten, la represión no puede borrar el arte. Quizás, algún día, este cine deje de ser una forma de resistencia para convertirse, simplemente, en un acto de creación libre.



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