LA COTIDIANIDAD ES TODO UN ACONTECIMIENTO  

“Creo que el cine es un modo narrativo que está absolutamente colonizado por lo que podemos llamar el pensamiento blanco de la clase media-alta. En el mundo, no solamente en Argentina. Y no representa suficientemente la enorme diversidad que es este planeta a nivel humano. Y esa falta de representatividad lo vuelve un lugar muy pobre.”

—Lucrecia Martel

Fotograma de Pahokee (2019), de Patrick Bresnan e Ivette Lucas


Florida, ese estado al que llegaba Jon Voight con un moribundo Dustin Hoffman. Miami, esa ciudad a la que llegó Tony Montana a hacer de las suyas. Playa, sol, un verano sempiterno y albergue de millones de inmigrantes, Florida ha sido hasta ahora vedado del retrato juicioso de algún cine. Lo que ha llevado a la construcción de un tejido de imaginarios intersubjetivos maniqueístas que asocian este territorio inmediatamente a: (a) la marginalidad o (b) el vacacionadero por excelencia de la burguesía latinoamericana. Opuesto a la imposibilidad de imaginarse Rodrigo D: No futuro (1990) en otro lugar que no sea Medellín o Chungking Express (Chung Hing sam lam, 1994) en otra ciudad que no sea Hong Kong, Florida ha tendido a servir únicamente como un terreno fértil para la representación conveniente del sexo, las drogas y el rock & roll.

En Pahokee (2019), de entrada, es importante señalar la importancia en la descentralización espacial del relato al ubicarnos no en la ciudad principal del estado, sino en el pueblo que da nombre al filme, un pueblo de un poco más de seis mil habitantes. Partiendo de allí, Patrick Bresnan e Ivete Lucas nos proponen una salida a estos prejuicios: por un lado, nos sitúan en un pueblo agricultor, donde la juventud va al colegio en las mañanas y trabaja en cafeterías y restaurantes locales por las tardes. Mientras, la trama principal abraza un hecho multicultural policéntrico a través de un retrato intercomunitario.

Y esto es algo que hay que coger con pinzas, pues estaría cometiendo una atroz equivocación quien piense que el racismo y la xenofobia son algo propio exclusivamente de la época griffithiana de principios del siglo pasado o de los westerns de John Ford. En Estados Unidos sigue enalteciéndose cada vez más el rol del White Anglo Saxon Protestant (Blanco anglo parlante y protestante) como imagen del bien y lo correcto. Y es aún más preocupante cuando el discurso imperante que protege una “raza pura” (i.e., gente blanca, rubia, ojiazul y, sobre todo, estadounidense) se ha visto respaldado, por un lado, por amplios sectores de la población estadounidense y, por el otro, por el mismo cine: el veterano republicano Clint Eastwood recién hace cuatro años estrenaba Cry Macho, un filme (no sobra decirlo: desabrido, facilista y, paradójicamente dados los años de trayectoria del director, imberbe) que coincide directamente con estos discursos, con diálogos como el de Milo (el mismo Eastwood) a Rafo (un niño mejicano): “Tu madre dice que robas cosas, como autos. Si en los Estados Unidos tocas el vehículo de alguien, vas preso”, como si el hurto y la delincuencia común fuese algo intrínseco a los latinos. Como sea, el estereotipo de mejicano evoluciona siempre en vía opuesta a la del prototipo gringo. Y el público, sin darse cuenta, queda vulnerable ante la irresponsabilidad de los realizadores. Por eso es importante hablar de Pahokee, el segundo largometraje de Lucas y Bresnan.

Siguiendo lo mejor de la herencia del cinéma vérité, empleando un ascetismo estético sublime, la cámara prudente, discreta y permisiva de Lucas y Bresnan, recorre momentos específicos en el diario vivir de una población rural en el marco de la graduación del colegio local. Este relato abre la brecha que permite goce en la apreciación de lo cotidiano. Nada que ver con la manipuladora estrategia sobre la que se cimenta la narrativa tradicional. Y es eso lo que profesa Pahokee, lo que lo hace tan encantador. Es un relato despojado de cualquier charlatanería intelectualoide (tanto de cine comercial, como de aquel maldenominado "cine culto"), que pretenda complejizar lo simple. Pahokee halla la belleza en una graduación, en una tienda, en un simple atardecer o en los campos arados por el campesinado. Es como si Lucas y Bresnan dejaran la belleza a disposición de la gente que la habita.

Primero Pahokee, después Pahokee

Fotograma de The rabbit hunt (2017), de Patrick Bresnan

Desde The send-off (2016) es rastreable una evolución en los intereses estilísticos y temáticos de la dupla Bresnan-Lucas. En este corto, se marca el fin de una etapa representada en la graduación. La adultez mira con nostalgia a sus niñas convertidas en mujeres. La juventud se pone bella para el evento: los chicos van a las barberías y las chicas lucen sus vestidos de lentejuelas y sus cabellos trenzados. Hay una exposición desprevenida de la esperanza que yace lejos de su terruño, pero también es una exposición de lo jovial, de la fiesta, del coloquio, de la cultura hip hop. Todos estos campos semánticos los veremos nuevamente en Skip Day (2018), sobre un día en la playa después de la graduación. Entre estos dos trabajos (Send-off y Skip day), está The rabbit hunt (2017), dirigido únicamente por Bresnan, una exposición cultural sobre una práctica tradicional en Pahokee: la caza de conejos.

Pahokee es, pues, una extensión de tres cortos anteriores que ya iban encaminados a hacer la radiografía cultural de un pueblo. Es este antecedente prueba de que la observación prudente que es el segundo filme de largo metraje de Bresnan y Lucas, es producto de una convivencia con su gente en su territorio. Lo que vemos en Pahokee, como en los anteriores trabajos, es solo el resultado de un acercamiento empático, libre de prejuicios, hacia la cultura que retrata. Sin un ápice de ofensa, digo que, en esencia, los tres cortos y el largo son lo mismo: es como revisitar la filmografía de Ozu: hay una reinvención sutil entre un trabajo y otro.

Ahora, encuentro menester hacer tres anotaciones precisas respecto a los componentes narrativos de Pahokee.

Lo primero es que, como en sus trabajos cortos, Pahokee se limita a la exposición de un universo que existe en la distancia. Los únicos momentos en los que nos acercamos a la intimidad de algunos personajes, son unos que parecen haber sido sacados de historias de redes sociales; o sea, son grabados (evidentemente) por las mismas personas. Pero no solo eso. También rechaza el costumbrismo (fomentado en gran parte por el clasismo citadino) de la representación pueblerina como aldeas decimonónicas. Este colegio cuenta con lo mismo que los colegios puppies de Disney: equipo de fútbol americano (cuyos partidos cuentan con locutores) y su respectiva barra de porristas, baile de graduación, coronación de reinado y paseo en carroza por el pueblo de Ms. y Mr. Pahokee High School, acompañado por su respectiva banda marcial; al triunfo del campeonato intercolegial de fútbol americano, le sucede un cubrimiento televisivo; al baile de graduación llegan los carros extravagantes, las chicas en vestidos despampanantes y los hombres en sus trajes de gala.

Lo segundo es que si bien hay, como lo mencioné más arriba, un hecho multicultural, también es cierto que parece haber una segregación entre estas personas: el campesinado parece ser una alternativa desesperanzadora para la juventud, negra y latina, que no vaya a la universidad; y estas, al mismo tiempo, parecen no cruzarse en algún momento. Sin embargo, comparten un rasgo común: una incertidumbre respecto al porvenir.

Bresnan y Lucas hacen un retrato sobrio de Pahokee siguiendo a sus protagonistas: Na’kerria, una porrista salida del estándar patriarcal de belleza que nos ha brindado el cine históricamente que pierde el reinado de belleza del colegio; la esperanza de un horizonte al sur de Florida, fuera de su natal pueblo, por parte de BJ; la angustia por pasar a la universidad de Jocabed; y la cándida paternidad precoz de Junior: un joven que parece ser el único que se encarga de su hija. Estos y estas jóvenes coinciden en la transición entre el colegio y la desesperación silente del rumbo por seguir.

El tercer aspecto a reiterar es lo escueto que es el relato respecto a sus recursos narrativos: estructura episódica, montaje lineal, fotografía correcta, carencia de música extradiegética. Lo bello de Pahokee es que no pretende la belleza, y si encuentra un momento visualmente bello (en composición o iluminación) será por coincidencia, pues la belleza yace en el retrato per sé y el filme es solo su elocuente medio expresivo. Quizá lo único en lo que el artificio cinematográfico interviene es en el montaje, cuando alarga la duración de los planos hasta una inscripción paciente que invita a la contemplación de un amanecer o del simple goce de escuchar música.

Este es un relato que aprecia la rutina.


Y ahora, ¿qué hacemos?

Fotograma de Happiness is a journey (2021), de Patrick Bresnan e Ivette Lucas

Quizá, igual que sus acompañantes en el pueblo, es el fin de una etapa para Lucas y Bresnan. Happiness is a journey (2021), un corto posterior a Pahokee, nos deja entrever unas nuevas búsquedas por parte del director y la directora. Sea lo que sea lo que él y ella nos deparen después de Pahokee, nos queda la certeza de una capacidad de acercamiento pocas veces vista. Por ahora, después de ver estos trabajos en Pahokee, uno queda con una sensación muy similar a la que se queda después de ver uno de los trabajos menos conocidos de Billy Wilder (como guionista), dirigido por Robert Siodmak, Edgar G. Ulmer y Rochus Gliese: Gente en domingo (Menschen am Sonntag, 1930). El saborcillo de haber pasado una temporada allí y, claro, el agotamiento melancólico de volver a casa después. De haber sido absorbido por ese calor, golpeado por ese solazo, de haber visitado los campos, las casas, las peluquerías, los comederos locales, las escuelas, de haber sido testigo de la tradicional caza de conejos, de haber visitado las familias y haber sido invitado a cenar, de haber convivido con la presencia lejana y constante de los agricultores y agricultoras, de haber transitado esas calles veraniegas, de haber ido de paseo por la playa con un grupo de amigos. Hay algo familiar en estos filmes, un no-sé-qué que emana de las fachadas y las personas, que uno siente como si estuviese recorriendo un lugar que ya recorrió. Estos filmes son como volver a abrir un álbum familiar o revisar los videos de hace años del celular. Queda un sabor a melancolía a pesar de que no conocemos a los personajes. O quizá sí que los conocemos. Quizá los hemos visto de pasada y recién ahora podemos charlar un rato con ellos. Uno se conmueve porque los relatos apelan a lo más profundo de nuestras fibras emocionales: al recuerdo, a la visita, al chisme, al tránsito, a la camaradería, a la época de colegio. Hay una carencia deliciosa de la sensiblería manipuladora a la que a veces uno puede acostumbrarse.



Artículo publicado en el catálogo del festival Cinemancia para su edición del 2022.

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