El director de Los lunes al sol (2002), Loving Pablo (2017) o El buen patrón (2021), Fernando León de Aranoa, ha hecho cine de hombres. Lo llamaremos así pues las cuestiones tratadas en las tres películas mencionadas, y que son probablemente las más conocidas de su filmografía, tratan cuestiones masculinas y sus protagonistas también lo son. La presencia de la mujer en ellas es casi acompañante, secundaria. Empezando por la profunda crisis económica que afectó a los trabajadores de la industria en Vigo —Los lunes al sol (2002)—, pasando al relato de la vida de triunfos y caídas de Pablo Escobar —eso sí, contadas desde el punto de vista de su ex amante—, y acabando con el retrato de un poderoso y a ratos adorable dueño de una empresa de balanzas —en la que la mujer, en este caso joven y bella, se presenta como el juguete del protagonista—.

Con la presencia de Javier Bardem como el actor principal en todas ellas, León de Aranoa se da a conocer en el panorama del cine español como un hombre que habla de toda clase de negocios, pero sobre todo como un hombre que habla de hombres. Sin embargo, entre todas estas producciones, en el año 2005 el director español presenta Princesas (2005), un relato sobre la prostitución que arroja algo de luz sobre una de las problemáticas más controvertidas de la sociedad y que, en su mayoría, afecta a las mujeres.

Princesas (2005) es una historia de mujeres y sobre mujeres. Un relato que habla a través de los ojos cuando las palabras no llegan a expresar lo que uno siente. Cuando la venta del cuerpo es la única vía para salir adelante, la libertad deja de ser igualitaria y el dinero se convierte en la moneda de cambio para el disfrute de unos frente a la humillación de otras. En este estado, no hay nada que defina más a estos personajes que su oficio —¿o sí?—, tal y como presenta León de Aranoa. En un círculo dentro de la peluquería, representando el espacio seguro que va a simbolizar este lugar para las proptagonsitas, el director nos presenta a Caye, una joven madrileña que espera a los clientes en la plaza del barrio.

Sin otra vida más allá que la de ejercer, estas jóvenes son presentadas desde su oficio. Fuera de él, en las escenas que Caye comparte junto a su familia, el tiempo parece detenerse. La vergüenza y el miedo la paraliza y parece que el oficio la define no solo como mujer sino también como persona. Jugando o no a las casualidades, sucede que la protagonista se llama Caye, y precisamente es eso a lo que se dedica gran parte de la película, a hacer la calle. Todo en ella es oficio, pero, ¿qué sucede cuando busca salir de ahí? ¿Quién es más allá de lo que la ha definido?
El conflicto de la película comienza a tejerse con la llegada de Zulema, una joven dominicana que acaba de llegar a España para conseguir dinero para su hijo, que reside en su país natal junto a su madre. En mitad de la terrible situación laboral de precariedad que ambas viven, el drama del oficio les une, volviendo a definirlas como mujeres en un panorama algo más claro cuando están juntas.

Frente al caos y a la precariedad, Caye y Zulema se acompañan en el fango. La sororidad las une y el miedo va construyendo una amistad que desafía lo establecido al inicio. Cuando esto sucede —el miedo a la amenaza exterior, a ese otro que viene de fuera— el espacio seguro del inicio parece desdibujarse, sin ser conscientes de que la amenaza está en el otro lado.
«No es un problema de racismo, corazón. Esto es un problema de mercado, de las leyes y de las cosas de mercado. Pero no del de la esquina de ahí que tú conoces, eh, del otro, del de la demanda y la competencia»
A pesar de la cruda realidad, Princesas (2005) destaca por el carácter poético de su guión. «Existimos porque alguien piensa en nosotros y no al revés», repetirán sus protagonistas en más de una ocasión. La violencia a la que sus cuerpos se ven sometidos provoca una imposibilidad para generar relaciones sentimentales seguras. De ahí, esa creencia de que solo con el pensamiento de un otro, su presencia puede ser. La madre de Caye pronuncia la frase, y piensa en las flores que llegan a su casa cada día sin querer pensar en quién las podría estar enviando. —Casi como sucede con los gnomos que envían postales al padre de Amélie (2001)—. Las mujeres de Princesas (2005), independientemente de su edad o condición, luchan por no caer en el recuerdo, en un espacio vacío y profundo donde nadie las recuerde y así estén condenadas a desaparecer.

Esta necesidad de validación se refleja, en su mayoría, en la mirada masculina. Caye no sabe si operarse el pecho, pensando en cómo trabajará mejor, cómo cobrará más y, una vez que comienza a tener una relación sentimental, cómo le gustará a su novio. En este sentido, la desconfianza y el miedo se dibujan en la atmósfera desde el primer minuto. Es ahí donde las miradas de las protagonistas nos cuentan más que sus palabras y nos adentran en espacios llenos de peligros que ponen en riesgo su integridad. La tensión se construye con la mirada, la ajena y sobre todo la propia, que surge de una autoconsiencia clara del terreno en el que ejercen el oficio.

La película se construye con un punto de retorno al que el espectador se agarra tanto como sus protagonistas. El espacio de la peluquería marca la evolución de los personajes y de su situación vital, volviendo al mismo espacio en el que al principio se presenta.
Si el amor es «que te vayan a buscar a la salida», tal y como dice Caye, la marcha de quienes la rodean la deja sola en este universo. Y cuando no queda nada más a lo que agarrarse, cuando ya no tienes nadie que te piense para existir, ya no hay nada de lo que esconderse, no hay vergüenza, no hay miedo, no hay nada.
«Manuel, ¿tú irías a buscarme?
-¿A dónde?-
A la salida del trabajo»

Nahia Sillero.
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