Fragmentos de una Infancia Rota: Primera Parte

El álbum de mis primeros recuerdos se abre con el filo de un dolor agudo. Tendría yo unos tres, quizás cuatro años, una edad en la que el mundo aún debería ser un regazo cálido. Mis padres todavía estaban juntos, una ilusión fugaz. Una lámina de metal, percheda sobre la máquina de hacer hielo, se desprendió con la indiferencia de los objetos, y su fría trayectoria terminó en mi frente. La cicatriz que me dejó es un mapa mudo que aún hoy recorre mi piel, el primer tatuaje de una vida por venir. Era un niño inquieto, un torbellino de curiosidad, siempre buscando, explorando. Mi tesoro era un monster truck a control remoto; lo adoraba. Las calles eran su reino, hasta que la malicia ajena, vestida de envidia o de simple crueldad infantil, se cruzó en nuestro camino. Un niño mayor lo destrozó. Y yo, como cualquier niño ante la pérdida de un mundo, solo pude llorar, un llanto que se ahogaba en la impotencia.


Busqué el consuelo que se supone aguarda en casa, pero al acercarme, el aire ya estaba cargado de una tormenta distinta. Gritos. Golpes. Mis padres. La escena que se desplegó ante mis ojos infantiles fue una batalla campal que desgarró el velo de mi inocencia. Vi a mi madre, transfigurada por la furia, empuñar un palo, un eco macabro de un bate de béisbol. El golpe seco contra mi padre. Su brazo, quebrando. Y el rebote grotesco contra la pecera de pared, nuestro pequeño universo acuático. Los peces, pobres criaturas inocentes, se derramaron por el suelo como lágrimas de cristal, sus cuerpos plateados contorsionándose en una agonía silenciosa hasta la misma puerta de entrada. El terror me paralizó. Era una visión de pesadilla, tangible, brutal. Junto a mi hermana, apenas tres años mayor que yo, en un acto reflejo de desesperada compasión, nos agachamos a recoger los peces, sus vidas escapándose entre nuestros dedos infantiles, para llevarlos a un río cercano, un entierro improvisado en medio del caos.

La fractura de aquel día se extendió. Poco tiempo después, la palabra "separación" se materializó, pero de una forma que desafiaba toda lógica infantil. No fue que uno se fuera; ambos lo hicieron. Nos dejaron, a mi hermana y a mí, con una niñera, una extraña a la que se le confió nuestro mundo. Los días pasaron, y la paga (asumo yo) nunca llegó. La niñera, como un fantasma más, también se desvaneció. El abandono se hizo más profundo. No mucho después, mi abuela paterna vino y se llevó a mi hermana. Y yo... yo me quedé solo. El eco de esa palabra aún resuena en los pasillos de mi memoria. Solo.

Los meses se deslizaron sobre mi soledad con la lentitud de una herida que no cierra. Rondaba yo los cinco años. La casa, ahora vacía de risas y llena de espectros, estaba enclavada en una de las parcelas más vastas de mi abuelo, casi dos hectáreas de monte, siembras, árboles y un taller de mecánica que observaba todo como un gigante dormido. Mi refugio eran las paredes perimetrales de la parcela, sobre las que caminaba como un pequeño funambulista al borde del abismo. A menudo, el sueño me vencía en un ensamblaje tubular hecho con rines viejos de camión; allí, curiosamente, entre el metal frío y oxidado, me sentía más seguro que bajo el techo que alguna vez llamé hogar. Pero la soledad y la vulnerabilidad tienen un precio terrible. El tiempo que siguió está manchado por la oscuridad del abuso, perpetrado por depravados de la zona que vieron en mi desamparo una presa fácil. El recuerdo es una brasa ardiente, una marca invisible más dolorosa que la de mi frente. Sin embargo, incluso en esa negrura, hubo destellos de humanidad: algunas personas me alimentaban. Un plato de comida se convertía en una bendición, un ancla precaria a la supervivencia que, milagrosamente, nunca me faltó del todo.

Pasaron más meses, una eternidad para un niño. Un día, un hombre, mi abuelo, visitaba sus tierras. Me encontró. Dice que me reconoció, aunque yo debía ser un espectro de mí mismo, sucio, asustado, casi irreconocible. Quizás algún vecino le susurró mi identidad. Al principio, el pánico me hizo huir, correr como un animalito salvaje, hasta que sus manos me alcanzaron. "Soy tu abuelo", dijo su voz, y con esas palabras me arrancó de aquella existencia precaria. Me llevó a su casa. Al llegar, me ofreció unos trapos viejos que apenas me cubrían y una sentencia que se grabaría a fuego: si necesitaba algo, tendría que ganármelo. Desde ese primer día, me convirtió en su sombra en el taller de mecánica y tornería. Aprendía observando, y en los ratos muertos, los tornillos se transformaban en mis muñecos, las tuercas en sus compañeros de aventuras. Las herramientas frías y los repuestos grasientos se convirtieron en el único parque de juegos de mi infancia.

Allí conocí a mi primo, unos cinco años mayor, y a mi tío, que también residía en la casa. Pronto noté que la atmósfera no era del todo segura. Mi tío tenía una extrañeza inquietante, y mi primo, una vena traviesa que a menudo encontraba su blanco en las preciadas colecciones de juguetes antiguos y revistas de mi tío. Y yo, el recién llegado, el más pequeño, me convertí en el chivo expiatorio. Las primeras golpizas de mi tío llegaron porque mi primo me señalaba como el culpable de sus destrozos. Yo, con mis escasos cinco años frente a sus diez, no entendía. El miedo se instaló como un inquilino permanente. Había una habitación, la de mi tío, a la que ni siquiera osaba acercarme. El terror a lo desconocido tras esa puerta, mezclado con el terror a lo ya conocido –sus manos, su furia–, era paralizante.

Con el tiempo, los golpes de mi tío se volvieron una costumbre macabra. Cualquier molestia, cualquier pretexto, era suficiente para descargar sobre mí su ira con cables, palos, mangueras, con lo primero que encontrara. Un silencio aterrado sellaba mis labios; jamás le dije nada a mi abuelo. Las amenazas de mi tío eran explícitas: si hablaba, los golpes serían peores, tal vez hasta matarme. Y yo le creía. Mi abuelo, por su parte, cuando mi primo cometía alguna fechoría, nos castigaba a ambos. Una taza rota, la mesa sucia... un cable fino era su instrumento, supuestamente para darnos en las manos. Pero había una extraña contabilidad en su justicia: si decía veinte "cablazos", a mí me daba menos de diez, y con una suavidad que contrastaba con la orden, mientras que mi primo recibía la cuenta completa. Él sabía, o intuía, quién era el verdadero culpable, pero carecía de la certeza, o quizás de la voluntad, para un castigo diferenciado. (Una sombra del pasado familiar se proyectaba aquí: mi abuelo, viudo temprano, había criado a mi madre y a mi tía con una dureza implacable, los golpes eran parte de su pedagogía. Mi tío, en cambio, hijo de la nueva esposa de mi abuelo, creció intocable, exento de esa disciplina férrea. Sin embargo, fue testigo de la violencia con la que crecieron sus hermanas, y ese aprendizaje retorcido parecía manifestarse ahora. A su vez, mi abuelo cargaba con su propia historia: proveniente de una familia con lazos militares de la Segunda Guerra Mundial, me contaba con escalofriante naturalidad cómo de niño veía muertos amontonados, postales de una violencia que se normaliza y se hereda).

Así transcurrieron un par de años. A los siete, comencé el colegio. Me sentía un extraterrestre. Veía a los otros niños, tan… niños. Su inocencia me resultaba ajena, y la adaptación fue una lucha silenciosa. A los ocho, ya era un visitante asiduo de la oficina de la psicopedagoga, un espacio donde pasé gran parte de mi tiempo escolar. Cursaba primer grado cuando un par de zapatos nuevos de mi tío desaparecieron. La furia se desató. Nos golpeó, a mi primo y a mí, con una manguera, una y otra vez, para que buscáramos. Fue una paliza brutal, prolongada, hasta que él mismo recordó dónde los había olvidado. Se los puso y se fue, como si nada. Al día siguiente, en el colegio, las marcas no pasaron desapercibidas. Yo estaba bajo observación de la psicopedagoga, y las heridas en mis brazos, los coágulos oscuros bajo la piel producto de la saña de la manguera, gritaron la verdad. Denunciaron a mi abuelo, mi representante legal. Estuvo preso un tiempo. Un respiro helado.

Por un breve lapso, mi tío cesó los golpes. Una ilusión de seguridad me invadió. Pero fue efímera. Mi abuelo regresó. Y la rutina de mi tío de robarle dinero continuó. Tenía un método casi detectivesco: en la biblioteca, escudriñaba las marcas de los dedos en los estantes para adivinar en qué libros mi abuelo escondía su efectivo. Un día, me obligó a ser su vigía mientras él hurtaba. Yo tendría unos ocho años. Una urgencia física, incontenible, me asaltó. "Quiero ir al baño", le supliqué una y otra vez. "¡Te quedas ahí o ya verás!", replicaba su voz, cargada de amenaza. El cuerpo tiene sus límites. Me defequé encima, ahí parado, la humillación quemándome por dentro. No tuve más opción que correr al baño, una carrera desesperada hacia el alivio. El retrete fue la gloria, un instante de tregua. Pero la gloria duró un suspiro. Mi tío irrumpió, manguera en mano. Sentado aún, recibí azote tras azote, el dolor restallando sobre mi piel, profanando mi único momento de alivio. Me hizo parar, sucio, adolorido, y volver a mi puesto de guardia. El hedor de mi propia miseria era mi compañero.

Los actos de violencia eran el pan de cada día. Los años pasaron, arrastrando consigo mi infancia. Ya tenía diez años. Un día, mi primo, harto, ejecutó su propio plan de escape. Me lo confesó: no aguantaba más. Se iría en la madrugada. Y así fue. La noche siguiente, su ausencia fue un vacío que magnificó mi propio tormento. Ahora estaba verdaderamente solo. Los golpes, antes repartidos, se concentraban en mí con una intensidad redoblada. El sufrimiento se hizo más denso, más personal. Así que yo también comencé a tejer mi huida. Había una tía, una figura casi mítica que apenas recordaba de una visita lejana, pero cuya amabilidad había quedado grabada en mi mente infantil. Su casa se convirtió en mi Ítaca. Una noche, mi abuelo me dio dinero para comprar pan. En ese instante, lo supe: era mi oportunidad. Usaría ese dinero para el pasaje del autobús, para escapar. Salí de la casa de mi abuelo y, en lugar de ir a la panadería, me dirigí a la parada. Era tarde, muy tarde. No había autobuses. Pero la persistencia del desesperado es tenaz. Decidí esperar, dormir allí si era necesario. La noche descendió, fría y amenazante. Mi primera noche en la calle desde que mi abuelo me recogiera. Pasada la medianoche, el frío calaba hasta los huesos. No llevaba nada conmigo, solo la ropa del día. El arrepentimiento, como un fantasma helado, pugnaba por entrar en mi mente, pero un torrente de recuerdos brutales lo repelía, recordándome con cada latido que regresar no era una opción. En el transcurso de esa noche incierta y aterradora...

Continuará en la parte II.

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