Estamos en un tiempo donde las fábulas parecen haber sido cooptadas por algoritmos de contenido y agendas institucionales, pero de repente llega Death Does Not Exist (La mort n'existe pas) y funciona como una anomalía preciosa y furiosa. Una película animada que no pretende contentar a nadie, ni a la infancia, ni al capitalismo tardío, ni siquiera al espectador progresista con culpa hereditaria. Dirigida por el québécois Félix Dufour-Laperrière, y estrenada en la Quincena de Realizadores de Cannes 2025, esta obra radicalmente artesanal y políticamente ardida construye una experiencia sensorial, política y moral que duele y alucina a la vez.
La historia es simple, pero su espesor simbólico la vuelve casi inabarcable. En un pueblo devorado por la codicia, donde el oro brilla como una enfermedad antigua, un grupo de jóvenes idealistas organiza una insurrección. Liderados por Manon, una joven de mirada encendida y verbo articulado, planean tomar por asalto una de las mansión de los "viejos ricos", figuras totémicas del extractivismo, la desigualdad y el conservadurismo. Pero cuando llega el momento, Hélène, la protagonista silenciosa, vacila. El plomo canta, la sangre carameliza la pantalla, y ella corre.
Esa cobardía, ese acto de traición o supervivencia (según se mire), es el motor del resto de la película: una deriva alucinada, casi mística, por un bosque que parece memoria, purgatorio y venganza a la vez. Ahí aparece el fantasma de Manon, amiga muerta y acusadora, que la conduce en una peregrinación entre espectros, fábulas y el eco amargo de la segunda oportunidad.

La película es una coproducción entre Canadá y Francia, llevada adelante por Embuscade Films y Miyu Productions, con la distribución internacional a cargo de Best Friend Forever. Antes de su estreno oficial, una muestra parcial de la película se presentó en formato work in progress durante el Festival Internacional de Animación de Annecy en 2024, donde ya empezó a generar expectativas por su propuesta visual y narrativa. Tras su pasaje por Cannes, el film regresará a Annecy para su exhibición en la edición 2025 del festival, consolidando su recorrido dentro del circuito internacional de animación y cine de autor.
Desde los primeros cuadros, Dufour-Laperrière establece un lenguaje visual singular: la animación 2D fluye como acuarela viva, mezcla contornos inestables, colores que se funden con los cuerpos y una cadencia de planos que a veces se permiten el estatismo de la contemplación, otras veces estallan en coreografías de movimiento tenso, casi orgánico.
La decisión de usar animación no responde a una estética "para niños", como suele tacharse a la animación, ni a un fetichismo indie, sino a una necesidad expresiva. Esta historia no podría contarse con actores: necesita que los personajes se tornen translúcidos bajo el sol, que el bosque palpite como una herida abierta, que los lobos dorados se muevan como alegoría sangrante de la caza humana.

En la figura de Hélène se concentra el dilema central de la película: ¿qué hacer cuando el cuerpo no alcanza para la idea? Su huida no es un acto de traición, sino un gesto profundamente humano, que interrumpe la narrativa heroica del martirio y abre paso al vacío de la culpa.
Su viaje posterior, un lento retorno a la escena del crimen, está cargado de visiones: un niño que se convierte en cordero, lobos que bajan de los frescos de las paredes, voces que se repiten como letanías militantes. Hay algo de Orfeo en esta travesía, pero también de Apocalypse Now. No hay redención posible, solo la posibilidad de mirar al abismo con los ojos abiertos.
No es menor el trabajo sonoro de la película. Los disparos no suenan como en el cine de acción, sino como interrupciones del tiempo. Los silencios son largos, a veces insoportables, y están poblados por los susurros del bosque, el crujir de la memoria, el llanto que no se llora. El diseño sonoro arma un espacio sensorial en el que se filtra lo político. La naturaleza no es un decorado bucólico, sino un archivo de fantasmas.
Death Does Not Exist podría haber optado por la resolución épica. Hélène vuelve. Dice "te amo" al camarada que murió por ella. Se funde con su yo niña. Se enfrenta a la vieja del poder. Pero nada se resuelve. El pueblo se hunde. La revolución es una ola. Los cuerpos reviven al revés. La historia es cíclica, «reversible» y cruel.
Allí reside una de las grandes apuestas del film: en no buscar moralejas, sino abrir heridas. La película no nos dice qué pensar. Nos pregunta: ¿Qué harías con tu segunda oportunidad?

La experiencia de ver Death Does Not Exist se vuelve aún más poderosa cuando uno se abandona a sus resonancias internas. No es solo una película, es un archivo afectivo de la historia reciente, una elegía por los cuerpos que no llegaron a ser mártires y una interpelación a quienes sobreviven con la herida del "y si hubiera…".
Y como ya he mencionado, la animación, lejos de funcionar como mero recurso visual, opera como modulador afectivo. Hay algo expresionista en cómo los colores sangran fuera de los bordes, en cómo los contornos se desdibujan cuando los personajes dudan, se arrepienten o recuerdan. El trazo vacila como vacila la fe. Es un cine de la fragilidad.
A su vez, la carga simbólica del relato—tan densa que por momentos amenaza con quebrar el equilibrio narrativo—funciona como un palimpsesto de utopías fallidas. El relato no ilustra una revolución, sino sus ruinas, sus culpas, sus fantasmas. Y lo hace sin nostalgia: hay en el film una lucidez brutal, una conciencia de que incluso los actos heroicos pueden estar teñidos de soberbia, o de deseo mal entendido.
El film es también una coreografía del remordimiento. Cada silencio es un eco del disparo que no se evitó, del abrazo que no se dio. La necesidad de decir "te amo" a los muertos es una de las pulsiones más crudas del relato, y una de las más reconocibles para quien haya perdido algo que no se puede reparar.
Incluso cuando los personajes rozan la esquematización—Manon como emblema revolucionario, los adultos como caricaturas del poder—, la puesta en escena y el trabajo visual compensan con holgura. Hay una vastedad en la imagen que trasciende lo anecdótico y que habilita una lectura emocional, casi litúrgica, de la historia.

El cine político, cuando se vuelve dogma, corre el riesgo de ser panfleto. Death Does Not Exist escapa de esa trampa al proponer una política del temblor. No dicta, no acusa, no sentencia. Solo pregunta. ¿Qué hacer con la segunda oportunidad? ¿A quién le pertenece el recuerdo? ¿Hasta dónde llega el amor cuando ya no hay cuerpo que lo reciba?
Y en tiempos donde el cine político parece encerrado entre la denuncia evidente y la estética de la tesis, Death Does Not Exist propone otra cosa: una política del deseo, del temblor, del error. No enseña. No aplaude. No moraliza. Se arriesga a fallar, como Hélène. Y eso la hace profundamente humana.
Death Does Not Exist no es una película fácil ni complaciente. Tiene pasajes densos, simbolismos que rozan la sobrecarga y una narrativa que no teme perderse para reencontrarse. Pero es, también, una obra urgente, hermosa, brutal y necesaria.
En un contexto donde la animación adulta parece dividirse entre la ironía nihilista y la fábula autoconsciente, la película de Dufour-Laperrière ofrece un sendero nuevo: el del compromiso estético con el temblor ético. Una obra para quienes creen que el cine todavía puede sangrar, dudar, cantar y morir con sus personajes. Y también volver, como los espectros que se niegan a callar.
Porque, como dice su título, la muerte no existe. Lo que existe es la posibilidad de hacer algo con la vida que queda.



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