Cuando se habla de grandes debuts cinematográficos, se suele pensar en directores que irrumpen con su primera película. Pero en el caso de Brian De Palma, Carrie no fue su inicio, sino el momento en que su cine encontró el tono justo, el ritmo emocional y la conexión con una audiencia masiva que hasta entonces lo había esquivado. No era un recién llegado: antes había dirigido películas independientes, sátiras, thrillers de bajo presupuesto y hasta coqueteos con la comedia política. Pero Carrie fue otra cosa. Fue la obra que unió de manera explosiva su barroquismo visual con una historia cargada de tensión, violencia contenida y angustia adolescente. Fue, también, la película que marcó el nacimiento del cine basado en la literatura de Stephen King y la que, de paso, ayudó a redefinir el cine de terror de los años ‘70.
La historia ya es conocida: una chica marginada y oprimida, víctima de bullying escolar y del fanatismo religioso de su madre, descubre que posee poderes telequinéticos. El detonante será una broma cruel durante el baile de graduación, y el resultado, una catástrofe de furia, fuego y sangre. En el papel puede sonar como una clásica historia de venganza, pero lo que hace de Carrie una película perdurable no es la premisa, sino la forma en que De Palma la filma: con una mezcla de estilización operística, mirada compasiva y sentido del espectáculo. Porque Carrie es cine de género, sí, pero también es melodrama, sátira social, tragedia casi gótica y suerte de poema adolescente. Y es, sobre todo, una muestra de cómo De Palma podía tomar un material ajeno y transformarlo en algo profundamente personal.
En 1976, Stephen King era un escritor prácticamente desconocido. Su novela Carrie, la primera publicada, ya insinuaba muchos de los temas que desarrollaría después: la violencia en el ámbito familiar, el terror de lo cotidiano, la sensibilidad herida de los parias, el miedo como forma de poder. Pero lo que De Palma hace con ese texto es afilarlo, concentrarlo, convertirlo en un dispositivo visual. Desde la secuencia inicial, en la que la cámara se desliza por un vestuario femenino entre vapor y cuerpos desnudos hasta que Carrie, en plena ducha, descubre su primera menstruación sin saber qué le está ocurriendo, queda claro que el director no está interesado en el realismo. Esa escena, con su tono casi onírico, mezcla erotismo, humillación y pánico, y establece un código visual que el resto de la película seguirá desarrollando: el cuerpo como campo de batalla, la cámara como testigo voyeurista, la tensión entre lo sagrado y lo profano.

De Palma ha sido muchas veces acusado de estilista, de dejarse llevar por el virtuosismo formal, de anteponer el artificio a la emoción. Pero Carrie demuestra que en su cine forma y fondo no son cosas separadas, sino un mismo gesto. La cámara lenta, los travellings coreografiados, el uso del split screen, los ángulos extremos, la música grandilocuente de Pino Donaggio: todo eso no es adorno, sino una forma de narrar el mundo interior de una chica asustada y furiosa que no tiene un lenguaje adquirido para expresar lo que le ocurre. Cuando Carrie baila por primera vez con Tommy Ross, el chico que la invita al baile como parte de una estrategia que, sin embargo, termina transformándose en algo genuino, la cámara gira a su alrededor como si el tiempo se hubiera detenido. Ese momento de felicidad, fugaz e irreal, es el corazón de la película, y hace que la masacre posterior no sea sólo una explosión catártica, sino una tragedia.
Hay algo de operístico en la construcción dramática de Carrie. El guión, escrito por Lawrence D. Cohen, toma el esquema de la novela pero lo destila, lo convierte en una estructura casi clásica de ascenso y caída. Carrie pasa de ser una víctima pasiva a una figura de poder devastador, pero ese tránsito no es algo para celebrar: es más bien una condena. Su despertar no es liberador sino destructivo, como si el poder que adquiere fuera inseparable del daño recibido. En ese sentido, la película no es tanto una fantasía de venganza como una meditación sobre los efectos corrosivos del dolor. A diferencia de otras películas de horror adolescentes posteriores —incluyendo varias inspiradas por ella—, Carrie no disfruta del castigo, no lo presenta como algo satisfactorio. Hay horror, sí, pero también tristeza.
Lo notable es que De Palma logra todo esto sin perder de vista la fisicalidad de su cine, nunca olvida que está haciendo una película de terror. La secuencia del baile es una clase magistral de puesta en escena, ritmo y tensión: desde que los personajes entran al salón, todo parece avanzar hacia un clímax inevitable. La música se detiene, el sonido se disuelve, el tiempo se ralentiza. Y cuando cae el balde con sangre de cerdo, la película se quiebra. De ahí en más, lo que sigue es un estallido de violencia coreografiada, con la pantalla dividida para mostrar simultáneamente distintos puntos de vista, como si el mundo se estuviera fragmentando junto con la mente de la protagonista.

Lo que Carrie instala en el cine de terror de los ‘70 es la idea de que el monstruo no viene de afuera, sino que viene desde adentro. Carrie no es una criatura sobrenatural en el sentido clásico, sino una chica normal a la que las circunstancias —familiares, sociales, religiosas— terminan convirtiendo en una especie de agente de destrucción masiva. La madre, interpretada por una descomunal Piper Laurie, no es una bruja ni una asesina, pero sí una fanática que considera el deseo como pecado y el cuerpo como maldición. En esa dinámica madre-hija se juega buena parte del terror de la película, y también su dimensión simbólica: la adolescencia como experiencia de transformación violenta, como umbral entre el miedo, la culpa y el poder.
Carrie también cristaliza algo esencial del cine de De Palma: su fascinación por las mujeres perseguidas, observadas, manipuladas. En su filmografía hay muchas figuras femeninas atrapadas en situaciones límite (Sisters, Obsession, Dressed to Kill, Blow Out, Body Double), pero ninguna tan cargada emocionalmente como Carrie. Ella no es una femme fatale ni una víctima ingenua, sino una figura ambigua, impredecible. En su mirada hay algo que De Palma no romantiza ni castiga, sino que simplemente muestra: una mezcla de fragilidad y poder que desestabiliza cualquier categoría.
La actuación de Sissy Spacek fue clave en el éxito de la película. Con su rostro pálido, su cuerpo delgado y una expresión entre ingenua y desencajada, logró encarnar a la vez la ternura y el terror de su personaje. La escena final, cuando vuelve a casa cubierta de sangre y se enfrenta a su madre, tiene la intensidad de una tragedia griega. Pero incluso ahí, De Palma no se entrega al subrayado: lo que hay es una tensión entre el exceso visual y la contención emocional, una especie de duelo entre forma y fondo que define gran parte de su cine.
El impacto que tuvo Carrie en su época fue inmediato. No sólo fue un éxito comercial y de crítica —raro equilibrio en el género—, sino que inauguró una corriente de horror adolescente que después seguirían películas como Prom Night, The Fury, Firestarter, Heathers o The Craft, cada una con sus propias variaciones del arquetipo de la chica marginada con poder. También consolidó a Stephen King como fuente inagotable de adaptaciones cinematográficas, aunque pocas han logrado el equilibrio entre respeto al texto y vuelo creativo que alcanzó De Palma.
A casi 50 años de su estreno y disponible en Netflix, Carrie sigue siendo una película perturbadora, intensa, emocionalmente compleja. No envejeció como una pieza de época ni como un producto del auge del horror setentista, sino como una obra personal que, desde el género, plantea preguntas incómodas sobre el poder, la fe, la violencia y la diferencia. Y que demuestra que el verdadero horror no siempre está en lo sobrenatural, sino en lo cotidiano: en una madre que reza mientras clava cuchillos, en una risa burlona desde el fondo de un gimnasio o en la mirada de una chica que ya no tiene nada que perder.
D.L.




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