Me impresiona el cine Yasujirō Ozu. Sus películas, en apariencias simples, revelan lo cotidiano de las relaciones familiares con una profundidad psicológica compleja y admirable. Su cine se caracteriza por captar el “el paso del tiempo”. Planos fijos sobre objetos, paredes, teteras que hierven, ropa que se seca al viento y habitaciones vacías forman parte de la construcción del relato que nos cuenta.
“El hijo único” es una muestra más de su enorme talento. La historia nos habla de la relación madre/hijo a través del tiempo. En particular, sobre el sacrificio que ella hizo para que su hijo, ya de adulto, tuviera una “posición” de relevancia en la sociedad. Sin embargo, la desilusión y la frustración aparecen cuando lo planeado no es lo esperado.
Ozu nos emociona y conmueve a través de largos planos, miradas, reacciones y diálogos certeros. Su visión de la vida puede parecer pesimista, pero en realidad su enseñanza está llena de positivismo. Ser una persona de “importancia” para la sociedad está relacionado con nuestra capacidad de empatizar con el resto. No tiene que ver con los títulos universitarios o la “posición” en un determinado trabajo. Esa educación siempre será traspasada de padres a hijos.
Una gran película de uno de los mayores genios que ha parido el séptimo arte. Una obra conmovedora, realista y emocionante que transmite con pocos recursos una infinidad de sentimientos y reflexiones sobre la vida, el destino, las aspiraciones y también las frustraciones. Recomendada. (Nota 8/10)
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