Eres como mis maestros. Crees que solo porque no estoy perdiendo la cabeza por el poema, es porque no lo leí. Lo leí. Está sobrescrito, tonto y repetitivo. Y aunque él piensa que su metáfora del "yo" es profunda, en realidad es solo un montón de mierda. Y, en realidad, es solo un maricón sin valor del siglo XIX.
Ellie.
Darren Aronofsky no hace cine para entretener o comer palomitas. Lo aprendí con Pi: el orden del caos y lo confirmé con Requiem por un sueño (EEUU, 2000): película sobre personas comunes que son capaces de las peores miserias arrastradas por la adicción. Tampoco tiene una mirada moralista sobre la vida, más bien busca una visión estética sobre los elementos incómodos que viven sus personajes y por extensión en nosotros, los espectadores de su cine.

La primera película que vi de Aronosfky fue Pi: el orden del caos (EEUU, 1998), un thriller en blanco y negro saturado lleno de simbolismos de la cábala y el nombre secreto de Dios mezclado con una supercomputadora que se vuelve consciente de su propia existencia. El final de Pi: el orden del caos es desgarrador, pero deja una extraña sensación de liberación. Y si algo puede definir la estética que ha construido este director creo que precisamente sería eso: una desgarradora extrañeza.

Después de The Whale (EEUU, 2022) no podemos ser los mismos, y es que Aronosky nos rompe la metáfora del “yo” para desgarrar la realidad y mostrarnos partes de nuestro interior que no alcanzamos por que nos estorba precisamente nuestro “yo”.
Ese “yo” que es el cuerpo de Charlie, con obesidad mórbida y adicto a la comida chatarra, que necesita de una andadera para caminar y se niega a mostrarse a los otros apagando la cámara de su laptop o negándose a salir para recibir al repartidor de pizzas, ese enorme cuerpo encerrado en sí mismo, perseguido por como una ballena blanca por la sociedad y arrinconado en un camarote asfixiante creado por los constantes encuadres de la cámara dentro de los dinteles de las puertas, la luz de la cocina, la pantalla negra en la reunión online o el doloroso intento recoger una llave del suelo.

Y ahora, mientras escribo, me parece escuchar la melodiosa y educada voz de Brendan Fraser diciéndome que lea muchas veces mi ensayo, que solo así encontraré mi propia voz. Y es que Charlie, el protagonista de The Whale, es un ser humano encantador y entregado a su trabajo, que tomó decisiones en su vida y se escondió dentro de sí mismo, sin posibilidad de ver una salida, y encerrado en su cuerpo aún tiene su voz y su pasión por las palabras, dichas y escritas, y se entrega a sus alumnos con amor y dedicación.
Me canto y me celebro a sí mismo, dice Walt Whitman (Hojas de hierba, 1955), poema que sirve de pretexto para que Charlie establezca una relación con su hija Ellie, y no es menor la crítica que hace ella a “la metáfora del yo” del poeta y del padre, para ella no existe metáfora en el canto y la celebración, para ella todo fue el abandono y la negación del padre, ese referente con el que ella ingresaría al mundo adulto y ante su ausencia tuvo que navegar en mar abierto sin ese barco que debió ser el padre. Y es que Charlie cantaba su dolor en las profundidades de sí mismo, alejándose cada vez más de todos hasta que su corazón comienza a resentir el peso de océano que lleva encima.

Sé que es difícil reconciliar las imágenes de la película con la poesía de Walt Whitman, pero Charlie no es, sólo, su cuerpo y sus circunstancias que lo llevaron a donde está, también es su obstinado optimismo y deseo de trascender en sus alumnos, los únicos hijos que le quedan, aunque ellos no puedan verlo. Y será Ellie, hija adolescente, la que le exigirá que se levante y caminé, que salga de sí mismo y se celebre más allá de su cuerpo y su dolor.

Entiendo la expectativa de mucha gente al ver como un actor olvidado por Hollywood en viejas es rescatado por un gran director; sus películas llenaron los domingos la casa de mis padres cuando queríamos ver algo acción y comer palomitas de microondas, y, sin duda, su actuación es genial, llena de expresiones sutiles que nos dejan ver que sus emociones surgen de la profundidad de su ser y la identificación con Charlie, su personaje, creando ese “doble vinculo contradictorio”, que tanto explota Darren Aronofsky en El cisne negro (EEUU, 2010), obligándonos a seguir viendo la película y experimentar distintas emociones y sensaciones. Por cierto esta película le hizo ganar a Natalie Portman el Premio Oscar, el Oscar de Oro y el Premio BAFTA a Mejor Actriz.

Entre la fascinación y el desagrado surgen momentos de intimidad que nos obligan a mirar de una manera distinta a Charlie y no solo como un “montón de mierda” y “un maricón sin valor” y esa reconciliación será también una revelación para cada una de las personas que han acompañado a Charlie en este proceso, incluidos nosotros. No somos los mismos, ni queremos serlo, después de The Whale. Sin duda alguna este es el mejor motivo para verla y disfrutarla.
Rafael Galeana Acevedo


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