El santo oficio de la adaptación
Por Gastón Siriczman

Me recuerdo de niño en una siesta oprobiosa de verano sin pileta, río ni mar, sentado junto a un amigo en aquel purgatorio con forma de vereda desprovista de sombras. Solidarios en la desgracia agotábamos un tema de conversación tras otro, ya que el Gran Tema, las mujeres, perpetuo e inagotable, aún no nos había sido revelado. Así llegamos, haciendo las escalas lógicas en las figuritas y la última de James Bond, a ese otro gran tema: Dios, igualmente vedado para mí, ya que la falta de educación bíblica me ubicaba entre los pocos analfabetos religiosos de la piadosa ciudad de Córdoba. Así, en medio de la holgazanería y la deshidratación tomé conocimiento de que el universo había sido creado por el buen Dios en siete días. También supe ahí que al principio había sido el verbo y que ante los decires divinos se habían creado desde las estrellas hasta las mandarinas, desde los volcanes hasta el papel glacé. Pregunté y repregunté, hasta convertir a mi amigo en un teólogo improvisado capaz de llegar a las interpretaciones más originales de las escrituras que jamás se escucharan. Satisfecho quedé con la explicación de que los ejecutores de los mandatos del Supremo habían sido unas deidades menores, como los Querubines y los Adoquines (sic).
Esa noche, sobre la humedad de las sábanas y bajo los síntomas de la insolación, imaginé a estos semidioses tratando de satisfacer las instrucciones de Dios, sin entender del todo qué eran todas aquellas abstracciones que se les pedían y que nunca antes habían existido ni se habían nominado. ¿Qué son las estrellas? Preguntaría alguno ¿Alguien sabe cómo es un conejo? ¿La luz tiene pelos o plumas? ¿Dónde pongo los peces? Y, por ahora pongámoslos en el agua, después veremos. ¡Pero está todavía llena de tierra! Entonces vas a tener que separarlas. Es bíblico.
Entre una orden y su concreción intermedian las traducciones, las interpretaciones, traslaciones, pequeñas y grandes traiciones y, por supuesto, ya que de esto estamos hablando, las adaptaciones. El proceso de creación de una película, de un universo en definitiva, implica una larga sucesión de estas y otras formas de conversiones. Todo comenzará, por ejemplo, con un autor que leerá e interpretará una novela y la trasladará a ese gigantesco instructivo que es el guión cinematográfico. El director analizará estas pautas propuestas por el guionista y las descifrará en una puesta en escena, que, necesariamente, implicará otra seguidilla de indicaciones al grupo de producción: escenógrafo, iluminador, director de fotografía, vestuarista, actores, editores. Serán éstos los que finalmente hagan la interpretación última y plasmen algo concreto: un decorado, una puesta de luces, un encuadre, un vestido, un gesto, una estructura. Vemos que no es a causa del divismo que muchos de estos intermediarios acusen disconformidad o decepción ante el film terminado, que no terminen de encontrarse en esas imágenes ajenas, de pulso extraño, casi anónimas.
Es innegable, sin embargo, la legitimidad de cada uno de estos pasos, desde el guión hasta la edición final. En ellos está la esencia del cine: una aparentemente caótica superposición de artes y oficios diversos que terminan articulándose en una obra homogénea, capaz de proyectarse por la dinámica de su propio lenguaje.
También es innegable que esta legitimidad parece acabarse cuando se trata de una adaptación desde una obra literaria. Es ahí cuando el rasgar de vestiduras ensordecerá más de un pensamiento razonable.
El primer cine, y de ahí en más le sería muy difícil desprenderse de ello, resolvió heredar, adaptar, el modelo narrativo de las novelas del siglo XIX. Esa primera decisión implicó forzar al nuevo arte para que encajara en un canon que no le era propio, pero que le permitiría acceder a los beneficios de pertenecer. De aquella época, y por aquella herencia, vienen los hábitos de catalogar por géneros (de gran utilidad para los empleados de Netflix), de disimular los cortes entre planos creando la ilusión de continuidad en el espectador (el raccord), de apuntar a un público masivo, de ser eficientes en la producción.
Ese inicial parentesco cine-novela nunca garantizó una convivencia feliz. Es hasta el día de hoy que, ante el estreno de una película adaptada, los críticos se van de cabeza a la novela, regla en mano, poniendo una a trasluz de la otra, buscando y, por supuesto, encontrando las siete diferencias. Saltarán entonces, a partir de esa labor cuasi-policial, uno de los dos veredictos posibles: la película es fiel o es infiel a la novela.
Cierto es que en el terreno de las adaptaciones no hay fórmulas infalibles. La singularidad de los lenguajes que intervienen en el proceso de adaptación, el escrito y el audiovisual, decretaría, a golpe de vista, la imposibilidad de llevar a cabo esa empresa. Pero se puede. La historia del cine es, en gran parte, la historia de excelentes traslaciones de la literatura a la pantalla. Pero, ¿Cómo lo hicieron? ¿Qué herramientas usaron los autores para lograr la intersección precisa entre esas dos coordenadas aparentemente irreconciliables? Retrospectivamente, con la película ya terminada en una mano y el libro en la otra, puede rehacerse el camino, encontrar las claves. Peligroso será, no obstante, concluir que allí hay una fórmula posible para otros proyectos. Pero hay una constante. Una buena adaptación podrá no respetar las estructuras, las geografías, los personajes, los climas dramáticos, los puntos de vista o el final. Lo que nunca podrá hacer es ignorar la esencia de la obra original.
¿Y, cuál esa esencia? En “Buscando a Ricardo III” (1996), Al Pacino no hace otra cosa más que repetirse esa pregunta. Y busca, claro que busca, cuando ensaya con sus actores, cuando interroga a la gente en la calle, cuando consulta con los eruditos. Magnífico ejemplo que ilustra el periplo endemoniadamente complejo de un adaptador extraviado. Pero los autores no siempre son tan esquivos. Suelen dejar señales que será necesario saber ver, cifras no tan ocultas que marcarán la ruta correcta. A veces será un diálogo, otras una descripción o una metáfora. El mismo Shakespeare fue generoso con sus futuros adaptadores cuando en “Hamlet” hace decir a su protagonista: Ser o no ser, esa es la cuestión... No hay manera de expresarlo con mayor claridad. Esa duda suprema es la esencia de “Hamlet”, y es lo que debe guiar cualquier adaptación que se intente. Luego, podrá transcurrir en la selva y sus protagonistas ser leones, pero si se respetó la esencia, la adaptación seguramente funcionará.
No menos evidente fue el signo que estampó Joseph Conrad en “El corazón de las tinieblas” y que parece resaltar en un grito: ¡Esta es la esencia de la novela! La habilidad de Francis Ford Coppola, quien supo leer e interpretar los códigos que le sugería el texto, le permitió extrapolar aquella historia de traficantes de marfil a una demencial guerra de Vietnam en “Apocalypse Now” (1979), pero sabiendo que nunca podría omitir el espíritu de la frase que reza Kurtz antes de morir: ¡El Horror!… ¡El Horror! Síntesis. Dos palabras que condensan mucho más que una anécdota, que un argumento.
Ignoro hoy, como ayer, si las instrucciones de Dios a sus espíritus celestes fueron interpretadas con precisión o, por el contrario, el universo, la película, en que nos toca vivir es una adaptación mediocre de una idea genial. Lo ignoro, pero a veces me formo una opinión que me reservaré. Mis certezas son escasas, pero mis deseos sí son muchos, y uno de ellos sería saber que don Marlon Brando reside en su cielo soñado y, desde allí, malhumora a los querubines de la vecindad.
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