Historias del Precine: La fe y la montaña

La fe y la montaña

Historias del Precine

De Gastón Siriczman

El último emperador (1987) crítica: impresionante, Bertolucci conquistó así  Hollywood
“El último emperador” de Bernardo Bertolucci

Tocando de oído, y sosteniendo como único aval histórico la película de Bernardo Bertolucci, me atrevo a declarar que el último emperador que pisó el planeta fue el chino Pu-yi durante la primera mitad del siglo veinte. Todos los que vimos la película lo recordamos paseando sus anteojos de John Lenon bajo el cielo de Pekín y sobre las lajas de la Ciudad Prohibida, decidiendo poco o nada sobre los destinos de la patria. En realidad, me corrijo sobre la marcha, Pu-yi fue el último en poder blanquear ante la historia un título al que ninguno después se le animaría, porque decirse emperador implicaría reconocer la existencia de un imperio. Y, según nos dicen, imperios ya no hay. Pero hubo, con emperadores y todo, y uno de ellos tuvo mucho que ver con el nacimiento del cine.

Lo bueno de las historias chinas es que, mientras más añejas son, al tiempo que pierden rigor histórico ganan cuerpo como leyenda. Y qué mejor leyenda que una que se entrama a partir del amor, la muerte, la locura y el sueño de la resurrección.

El escenario es el mismo, la china Imperial, el año es el 121 a. de J. C, los protagonistas son el emperador Wu y su esposa amada y recién muerta, cuyo nombre, lamento mucho esto, tampoco sobreviviría. Imaginemos, para empezar, ese dolor, que no es el dolor de cualquier mortal, sino uno mayúsculo, el dolor del amor arrebatado por la muerte a un hombre que no sabía lo que era perder, al que nunca le habían enseñado el sentido de un no bien dado, como es el no de la muerte. Incontenido en su pena y no habiendo sido aún inventados los tangos, al emperador Wu, que estaba convencido que lo irremediable tenía remedio, no le quedó otra que convocar a un orfebre de la corte, aquí por suerte el nombre sí se conserva, llamado Chao-Wong. Ante la sorpresa del artesano, que esperaría que le encargasen cuando mucho un portarretrato o un mate, el emperador le encomendó que invocara, a través de su arte, a su mujer fallecida. No eran épocas en las que se podía rechazar una orden del soberano, sobre todo de uno medio desquiciado como este; tampoco se podía aceptar con ligereza la misión para luego no cumplirla. Si bien eran famosos por sus retorcidos métodos de torturas, los chinos en estos casos optaban por la sencillez y la comodidad de una buena decapitación. Imaginemos ahora al pobre Chao-Wong esa noche, encerrado en su taller evaluando con qué gubia le convenía cortarse las venas. Superado el espanto, cuenta la leyenda, el artesano recortó en madera de sándalo la silueta de la emperatriz y proyectó la sombra de sus delicados movimientos sobre una pantalla en la sala del trono del emperador. Y el emperador vio, en esas inaugurales sombras chinas, lo que quería ver y, conjeturo que, protegido por la oscuridad de la sala, también habrá llorado por primera vez en su omnipotente vida. Aún conmovido por el prodigio dicen que honró con el maravilloso título de “Maestro en la Plenitud de la Sabiduría” a un Chao-Wong que lo único que le importaría en ese momento era seguir teniendo una cabeza sobre el cuerpo.

Son más que evidentes las semejanzas del artificio inventado en la corte del emperador Wu con el cine que conocemos desde hace más de ciento veinte años, por lo que sería redundante demorarnos en eso. Lo asombroso de esta historia no radica en la construcción de un artefacto u otro, sino en la predisposición de ese primer espectador frente a la ilusión. Chao-Wong no habría conservado su cabeza de no haber sido por la voluntad del emperador en creer que esa silueta, a la que seguramente se le verían las varillas y los cordeles, era la de su amada, que se había acicalado por última vez para permitirle el adiós definitivo. Si la fe mueve montañas, la fe poética las crea.

Cuando nos toca en suerte ser los espectadores de turno frente a la pantalla tomamos el mismo elixir de la credulidad que probara el emperador aquel, y no nos cuestionamos que ese tipo que la semana anterior era un espía ruso hoy es el peluquero de María Antonieta y mañana será el gladiador capaz de pintarle las uñas al trote a todos los leones de Roma. Tampoco nos distrae el recuerdo de haberlo visto en el noticiero esposado por manejar borracho junto a las travestis más bellas de Malibú. Hay veces que, puestos en exigentes, y como para que no se diga que nos comemos cualquier clase de vidrios, nos permitimos objetarle alguna cabriola de más a James Bond, pero no pasamos de eso. Seguimos con las mismas ganas, la misma necesidad, de no verle los hilos a los títeres. Cuando el elixir de la credulidad hace su efecto, ni siquiera le cuestionamos al tipo en blanco y negro de la pantalla el narrarnos una historia siendo que él ya está muerto desde hace décadas. Sombras nada más. Sombras. Arrastrando más de dos mil años de experiencia, los humanos seguimos abonados a la misma candidez del emperador Wu y bien dispuestos a creerles a esas sombras y luces que viajan desde el pasado para invitarnos a pertenecer, durante una hora y media, o dos, a otro mundo.

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