Con premios ganados (y por ganar) junto a una trayectoria cuyo relieve crece, Anatomía de una caída ya es una de las más importantes películas del año (éste o el anterior, como se quiera). El nombre de su directora, Justine Triet, pasó a ser señalado desde una valía distintiva y con justicia. Más allá de los premios, siempre importantes, el film brilla en su claridad formal, cuya puesta en escena hace propios los dilemas del argumento. Habrá que estar atentos a la trayectoria de Triet, también para descubrir (como es mi caso), sus películas anteriores: entre ellas, Victoria (2016) y Sybil (2019), cuyas tramas -de relación espejada entre realidad, amor y literatura- señalan ecos cercanos a su film más reciente.

El cine al estrado
Si se trata de relacionar Anatomía de una caída con un género, éste es el de las películas de juicios. Ya desde el título (Anatomie d'une chute) queda signado el vínculo, al emular la famosa película de Otto Preminger: Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959), con James Stewart y Lee Remick. El de Preminger es un film ejemplar, en donde el proceder del abogado que interpreta Stewart conduce al espectador en la formulación de hipótesis y sus posibles demostraciones, en su afán de demostrar inocencia donde todo parece indicar lo contrario.
Muchas películas integran esta vasta nómina, donde cada quien situará sus preferidas. Entre ellas, debería estar 12 hombres en pugna (12 Angry Men, 1957), ópera prima de Sidney Lumet, cuya posterior The Verdict (1982, guion de David Mamet) guarda cierta relación con el film de Preminger, a partir de la caracterización de Paul Newman, alguien que, así como Stewart, deberá volver a probar su capacidad para recuperar con gloria una profesión que hoy lo desestima. Cito solo algunas más, porque me gustan mucho: Testigo de cargo (1957, Billy Wilder), Matar a un ruiseñor (1962, Robert Mulligan), Kramer vs. Kramer (1979, Robert Benton); más el nombre del gran Alan Pakula: Se presume inocente (1990), El informe pelícano (1993).
La lista suma hoy una película considerable: Argentina, 1985 (2022), donde director y guionista (Santiago Mitre y Mariano Llinás, respectivamente) manejan con disfrute los tópicos del género, al que recurren para poner en escena el juicio en Argentina a la junta militar (golpista y genocida), en un hecho que continúa sobresaliente para los 40 años de democracia del país. En el film, sobresale la escena entre el fiscal Julio César Strassera (Ricardo Darín) y el dramaturgo Carlos Somigliana (Claudio Da Passano): entre los dos se escribe un reflejo mutuo, que va de la corte a la sala teatral, en el ensayo que ambos practican antes del juicio. La retórica, como sabemos, fue estudiada con sospecha por los griegos, dada su relación lábil con la verdad. En esa línea difusa, entre el lenguaje de escritorio (el del tribunal) y el de las tablas (el teatral), se juega un ejercicio dialéctico que el cine utiliza en beneficio propio. Argentina, 1985 lo hace, y sin poner en duda la verdad: la junta militar es culpable, no hay retórica alguna que pueda desdecirlo. (Lamentablemente, hechos ajenos a la película y actuales, con pie en la realidad, no dejan de insistir en trucos retóricos para torcer lo indudable. Siempre hay oídos predispuestos a dejarse convencer con disparates peligrosos).
Entonces, aquí el asunto y problema: la verdad. En las películas señaladas más arriba, con mayor o menor tino, todas la abordan. Las más de las veces, las figuras del culpable y del inocente serán señaladas en términos narrativamente claros, que permitan al espectador la resolución de ciertas hipótesis, que las mismas películas proponen. Es en esta revelación donde el espectador puede, muchas veces, encontrar satisfacción, como si de un juego de ingenio se tratase. Un ingenio que resulta atractivo, a veces más elaborado, otras menos; no hay que desmerecerlo. Pero también es cierto que en la resolución del enigma sobresale la manipulación de los hechos, con el fin de hacerle creer al espectador un supuesto saber. El cine, en todo caso, es una puesta en juego de los muchos elementos que el montaje organiza; y a eso le llamamos puesta en escena. Si el director o directora tienen claridad respecto de hacia dónde -y cómo- dirigir el film, estaremos en presencia de una gran película, en donde se problematice este mismo asunto; es decir, el cine puede hacer pasar por cierto lo que no lo es. Y viceversa. Una gran película de juicios (o del género que sea) debiera tener en consideración esta cuestión; si no lo hace, no se tratará más que de una película trivial. Muchas veces pésima. De esas donde el espectador cree que sabe algo, pero no aprendió nada.
El cine contemporáneo tiene que lidiar con dichas cuestiones, lo quiera o no. Éstas vienen heredadas del cine clásico y de sus fórmulas narrativas. De un film de juicios se espera un conflicto que ponga en tensión el relato, entre las acusaciones y un dictamen final, reparador, que quite dudas al espectador. Desde luego, grandes directores como Preminger y Wilder cumplieron con tales consignas, pero agregaron siempre matices y puntos suspensivos. Sus películas son brillantes, transgredían en su artesanía formal a la misma normativa narrativa que debían respetar. Es decir, quienes miraban aquellas películas sabían que éstas debían finalizar con un desenlace (re)organizador. Este esquema continúa presente, lo que en todo caso anda un poco desvaído es el asunto de quiénes se animan a asumirlo para, una vez dentro del esquema motor, transgredirlo. Acá hay algo problemático, ¿no?; es decir, ¿qué significa ser transgresor, hoy, en el cine?
Creo que una posible respuesta es Anatomía de una caída.

Nada es lo que parece
Para quien no sepa sobre el argumento del film, basta señalar que es el juicio a una escritora sobre el posible asesinato de su marido. Como vértice del asunto, está el hijo de 11 años. La familia vive en una casa alejada, en Grenoble. El hombre aparece muerto en la nieve, con un fuerte golpe en la cabeza. Tal vez cayó o se tiró de una ventana. La única persona presente al momento de suceder el hecho fue su mujer, mientras el hijo -quien, vale destacar, tiene visión disminuida- caminaba con su perro.
La escritora, Sandra (Sandra Hüller), contará con la ayuda de Vincent, abogado y amigo (Swann Arlaud), quien la preparará -y le enseñará cómo hablar y qué (no) decir- para el juicio. En éste, el niño, Daniel (Milo Machado Graner), bascula entre sus recuerdos, lo que escuchó, lo que imagina, y lo que escucha decir a testigos, peritos y a la propia madre. Todas y cada una de las situaciones arrojan a un juego de anverso y reverso. Es posible que ella haya asesinado, también no. Es posible que él se haya suicidado, pero tampoco. ¿De dónde agarrarse cuando no hay pistas que resuelvan lo que queda abierto? Hay que decidir. Así para el jurado, también para el propio Daniel. Y para el espectador.
Mencionamos a Daniel porque es él quien ocupa un lugar nodal, sea por descubrir quiénes (no) son su padre y su madre. Es un desengaño. Papá y mamá no son lo que parecen. Con él se comportan de una manera, pero entre ellos no. Además, Daniel está en una edad donde tal descubrimiento es menester. Que el film lo ponga en consideración a través de los tópicos de un film de género, es magnífico. Gran directora, Justine Triet. Y no solo por esto. También porque el espectador, como Daniel, suele ser un poco ciego.
Como decíamos, Anatomía de una caída es un título que remite pretendidamente a Preminger, así como a lo que pudo haber sucedido con la víctima. Pero “caída” es pasible de ser entendido de otra manera, desde una acepción moral o anímica. Al poner en duda la palabra en su semántica, lo que también hace el film es conmover la estructura narrativa que invoca, la del cine clásico. Una operación así implica un atrevimiento formal, nada fácil; antes bien, meticuloso. También guionista junto con Arthur Harari, Triet demuestra un control obsesivo de la puesta en escena; en este caso, a través de un guion que no admite cabos sueltos. Todo está en el lugar donde debe, cada encuadre, cada diálogo; lo visto y oído será admisible, y a la vez cuestionado. Así, a lo largo de sus intensos 151 minutos.
En la elección de los nombres reales de los actores para sus personajes -Samuel, la víctima, es interpretado por Samuel Maleski- se acentúa el acto reflejo del film. Por otra parte, el rol cumplido por Sandra Hüller es deslumbrante, de igual modo Maleski. La primera por inescrutable, el segundo por resultar un tanto iracundo. Ahora bien, ¿quién es la víctima? Desde el punto de vista de quien murió, es él y por eso el juicio; pero como dirá Sandra: “No creí que fuera a resultar de esta manera”. Los puntos de vista pueden ser otros y varían, depende del lugar desde donde se mire. Decíamos que Samuel resulta iracundo, pero ¿según quién? De hecho, ¿qué podemos saber de él? Solo le vemos al momento de aparecer muerto, ni siquiera ejecutando la música molesta y rítmica con la que da inicio la primera y fundamental secuencia del film. Luego, será a través de flashbacks y evocaciones. ¿Quién hace posible estos saltos al pasado, de qué manera, cómo es posible que nosotros podamos verlos?
Tales cuestiones son generadas desde un trompe l'oeil, un juego al que en verdad nos arroja (o debería arrojar) toda película. En este proceder, se toma por cierto lo que es una convención, las más de las veces pasada por alto como tal. Pero Anatomía de una caída no lo hace. O si lo hace, lo pone en evidencia. De alguna manera justifica los flashbacks en lo que bien podrían ser las imaginaciones de Daniel, el hijo de la pareja. Sumado a su deficiencia visual, Daniel sería el “medio” más adecuado para graficar algo que, de otro modo, sería imposible. Como sea, siempre hay algún dato faltante, que hace evidente que lo visto no puede serlo en su posibilidad plena. Así con la discusión de la pareja -uno de los momentos centrales del film-, de la cual tendremos de modo fehaciente la información que aporta un audio: sin embargo, como espectadores, la veremos también, como testigos privilegiados, pero motorizados presuntamente desde la imaginación de Daniel. También cuando éste rememora un diálogo con su padre: la imagen es incontestable en su aparecer (¡qué problema para el cine!; al mostrar, ¿cómo dudar?), pero el sonido de las voces estará dado por la del propio niño. Siempre hay un detalle que recuerda a quien mira que nada es lo que parece. En palabras de Jean-Luc Godard o de Brian De Palma, según corresponda en el juego de palabras que cada uno hizo propio: el cine es la verdad (o el cine es la mentira), 24 veces por segundo.
Esta verdad se construye, hay que creerla o descreerla, y esta operación debiera ser un fundamento para todo espectador. No puede admitirse lo visto si no se lo pone en duda. El “esto ha sido” con el que Roland Barthes definía al acto fotográfico no está exento de un recorte, un ángulo, una elección cromática, un punto de vista. En su impacto sensorial, el cine captura y traduce nuestra percepción a la de una alteridad -la de la pantalla- en la que gustosos convivimos durante dos horas. Por ende, no estará demás tener presente que saber cómo se hace cine, aprender de lenguaje audiovisual y de montaje, aumenta este disfrute porque lo desoculta en su misterio; al hacerlo, libera la mirada. Más conocimiento, mayor libertad. En otras palabras, vencer la ceguera a medias que tenemos como espectadores (como Daniel), para, además de creer en lo visto, saber cómo se logra.
En su película, Justine Triet lo indaga desde el concepto mismo del género cinematográfico, específicamente el relacionado con la temática del juicio. Como decíamos, al invocarlo -por el título y por el necesario juego variable entre verdad y mentira- lo que también hace es ponerlo en duda. Es decir, luego de ver Anatomía de una caída y asistir a la resolución sin certezas a la que arroja, ¿por qué no aplicar este mismo criterio a cualquiera de las otras películas que dicen condecirse con este (o cualquier) género? Es por esto que mal podría decirse que este film sería una película de juicio “a medio camino” o que no logra su cometido. ¡Todo lo contrario! Es una extraordinaria película (de juicio) que hace evidente los mecanismos del género que elige porque, sabiamente, pone en cuestión su procedimiento formal. Esta no es una lección nueva, el cine la dio muchas veces, pero hay que recordarla. Para ello, se necesitan películas que vuelvan a enunciarla. Saber hacerlo es lo más complicado, y éste es un ejemplo notable.

Coda
Porque tengo ganas de elegir una escena puntual, me quedo con aquella relacionada con las presuntas pruebas que esconderían las novelas de la propia Sandra. Es un momento casi de comedia; es más, alguno de los diálogos (al citar a Stephen King) así lo indican. Es decir, la película llega a un punto donde el fiscal (espléndidamente interpretado por Antoine Reinartz, al agregarle una especie de impaciencia que lo vuelve pretendidamente insoportable) sostiene la culpabilidad de la acusada en ciertos diálogos de sus novelas, las cuales no dejan de estar basadas en hechos reales de la vida de la escritora. Cuando lee uno de estos párrafos, la ayudante del abogado le reprocha que no es una interpretación exacta, porque el personaje que dice eso es apenas alguien secundario a la trama. Increíblemente, pero con pulso justo, ¡la película se vuelve un análisis de sí misma! Al hacer ingresar, de un modo jocoso, a la literatura en el recinto, lo que hace también es hacer patente la tarea del cine: si la verdad estaría en una novela, ¿por qué no decir lo mismo de una película? A este tema lo indagaron numerosas películas, llegando al extremo poético o el absurdo, desde el pintor que interpreta Max von Sydow en La hora del lobo (Vargtimmen, 1968, Ingmar Bergman) a los escritores protagonistas de Providence (1977, Alain Resnais) y Deconstructing Harry (1997, Woody Allen).
Entonces y finalmente, ante la evidencia del cine como constructor de fantasías o realidades, resta elegir cuál de las dos. ¿Asesinó, o no, Sandra a su marido? El cine, también, es un acto de fe.
Leandro Arteaga
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