De Zoe a Priscilla: la evolución de Sofia Coppola

Diez años antes de Las vírgenes suicidas, su ópera prima, Sofia Coppola hizo a sus 18 años un primer experimento en cine al coescribir junto a su padre Francis el episodio La vida sin Zoe para la película colectiva Historias de Nueva York. Si bien su padre dirigió la película, la adolescente Sofia parece habérselas arreglado para distribuir en el corto las preocupaciones, el estilo y punto de vista que luego desarrollaría en sus propias películas, cuyas protagonistas mujeres parecen proyecciones de la pequeña Zoe hacia otras edades y contextos.

La vida sin Zoe es una especie de cuento de hadas irónico y enrarecido sobre una pequeña niña rica de 12 años que vive en hoteles de lujo, quedándose largas semanas sola mientras sus padres se ausentan para trabajar en distintas partes del mundo. Hija de una madre fotógrafa y un padre a quien nos describe como “el mejor flautista del mundo”, Zoe nos cuenta que lo primero que vio al llegar al mundo fue el rostro precioso de su madre y sus primeros sonidos fueron las notas provenientes de la flauta de su padre mientras se producía el parto. Zoe también nos habla de una época en la que tocar la flauta era algo prohibido por ley: las flautas emitían un sonido tan hermoso que todas las vírgenes se entregaban al oírlo (según una historia que a Zoe le contó su padre). Este sonido primigenio de la flauta regresa a lo largo de todo el episodio, como esparciendo un tono de fantasía exótica, de mil y una noches, sobre la vida de lujo neoyorquino y conjuntitos Chanel de Zoe.

Tenemos entonces por un lado la música que abre el mundo hacia una dimensión más abstracta (luego serán las canciones pop que la directora coloca contra todo naturalismo en sus películas, al punto que en un cumpleaños del siglo XVIII en Versalles puede sonar “Ceremony” de New Order), por otro la realidad concreta del lujo como un artificio protector pero que en las películas de Sofia se percibe muchas veces como una jaula.

Al igual que en su ópera prima, en Lost in Translation y en Somewhere, Sofia Coppola cuenta nuevamente en Priscilla la historia de una chica atrapada en una prisión confortable. La música pop que en sus otras películas llegaba desde la banda de sonido adquiere otro estatus al encarnarse en un personaje concreto, Elvis Presley, de quien la adolescente Priscilla se enamora primero encerrándose en su habitación a escuchar sus canciones y contemplar sus fotos en revistas, luego cuando es conducida a una de las fiestas que el cantante celebraba en Alemania a donde estaba apostado como soldado entre 1958 y 1960. Hay un tono discreto, más bien seco en cómo Coppola recorre esta transición entre un mundo y otro, entre el cantante idealizado en la habitación y el hombre de carne y hueso en esa reunión de adultos a la que es guiada Priscilla, como si la directora se instalara en el punto justo que permite percibir tanto el romanticismo de su protagonista como la presión predadora del entorno.

Así como en La vida de Zoe Coppola padre e hija presentaban una visión de Nueva York filtrada por la percepción singular de la niña protagonista y a partir de ese encuentro surgían la ficción y los artificios del cine, el espacio siempre es un elemento central para Sofia Coppola. En Priscilla se apropia de la célebre mansión Graceland que habitaba Elvis en Memphis, y en su retrato del lugar y de la vida doméstica del matrimonio Presley descansa buena parte de la originalidad y el filo de la película. Coppola ha dicho en entrevistas que algo que le interesaba particularmente al sumergirse en este universo era cómo la iconografía de Graceland y el lugar de la mujer en los 60s se relaciona con lo que los estadounidenses llaman “americana”, un género algo difuso pero que podríamos definir por situarse casi siempre en el pasado y desde allí tratar de rastrear durante un período de tiempo en qué consiste o consistió lo típicamente norteamericano.

El truco de Coppola está en trabajar un punto de vista capaz de invertir este mundo de “americana”, haciendo que en lugar de ser visto como una esencia se revele como construcción y artificio. Como los espacios en los que transcurren muchas de sus otras películas, Graceland es una creación que parece más destinada a ser contemplada que habitada. Cada vez que Priscilla se desvía un poco de esta suerte de molde encarnado en la mansión, alguien aparece para señalárselo; cuando juega con su perrito en uno de los jardines, una mujer la reta diciendo que no está en la mansión para actuar como exhibición pública, como recordándole que su función es decorativa y tan suspeditada como la de cualquier otra pieza del mobiliario.

Uno de los rasgos más extraños de Las vírgenes suicidas, el primer largo de Coppola, fue su presentación del romance adolescente desde un manierismo producto de personajes que ya practicaban una estilización, una relación de segundo grado con sus sentimientos; se trataba de un cine que ya no filmaba las cosas directamente o más bien dudaba que las cosas existieran como otra cosa que imágenes. Todo el relato de la seducción entre Lux Lisbon (Kirsten Dunst) y Trip Fontaine (Josh Hartnett) estaba retratado como un minucioso esfuerzo por parte de cada uno en ejecutar a distancia las poses y gestos precisos susceptibles de conquistar al otro; como reverso de este cuidado extremo de la propia imagen, Las vírgenes era también una película en la que el sexo estaba latente en cada plano sin nunca lograr desbordarse en la superficie.

En la última película de Coppola vemos también cómo paso a paso Priscilla se convierte en una imagen creada por Elvis (que la modela en sus vestuarios, posturas, presencia), y cómo el sexo es algo que reiteradamente se esquiva o posterga (me cuesta recordar otra película en la que la cama se use para tantas otras cosas). Al final de Las vírgenes suicidas, mientras la voz en off cerraba el relato de los suicidios de las cinco chicas Lisbon, también nos decía: “Lo que quedó de ellas no fue vida, sino la lista más trivial de hechos mundanos: un reloj haciendo tic tac en la pared, un cuarto sombrío al mediodía, la atrocidad de un ser humano pensando sólo en sí mismo”. Acaso más que devenir una cronista del lujo, la singularidad de Sofía Coppola a lo largo de su carrera ha sido dar cuenta de estos destinos con una gran carga de melodrama que permanece sin embargo oculta o soterrada, en haber sabido convertirse en una narradora inteligente para detectar el movimiento narrativo en las huellas de lo que parece sin vida.

En esta colección de melodramas deshidratados queda igual la pregunta por en qué medida el estilo de Sofía no se vuelve cómplice de quitarle la soberanía a sus personajes, de hacer siempre depender su lucimiento formal de la recurrente postergación de deseos que sufren sus criaturas. De la suspensión de la espontaneidad a su progresiva reconquista (que se manifiesta en una breve escena de karate, un deporte riguroso que Coppola filma sin embargo practicado con gracia y humor por Priscilla), aquí la directora parece estar intentando ir un poco, apenas más lejos, bajo la forma de un melodrama que la protagonista termina resolviendo como una lucha consigo misma. Antes de escapar, un plano la muestra despidiéndose del personal de sirvientes de la mansión, acaso sus verdaderos pares en esta historia. Mientras maneja y canta Dolly Parton, flota en el aire la pregunta por si Coppola logrará algún día hacer su película más allá de los portones de Graceland.

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