Anatomía de una caída: A bordo de un caos seguro

Sin duda la sorpresa más fuerte tras los recientes anuncios de los premios Oscar fue la ausencia de Greta Gerwig en la terna a mejores directores por Barbie. Pero quisiera ahora sin embargo detenerme en una sorpresa menor, que es la que me causó encontrar entre las candidatas a mejor película a Anatomía de una caída de Justine Triet, también nominada en el rubro a mejor directora. Sorpresa por lo excepcional que ha sido históricamente ver directores no estadounidenses nominados en las categorías centrales de los premios.

Acaso Parasite del coreano Bong-Joon Ho sea el hito que marcó cierta apertura por parte de la Academia a incluir producciones más allá de Hollywood a competir en las ternas más resonantes, películas que antes permanecían confinadas al ghetto de la mejor película extranjera. Más que un signo de renovación estética es posible que estemos ante un síntoma de reacomodamiento en los términos del negocio y el deseo por parte de la Academia de integrar cierto tipo de película de coproducción global y pretensiones autorales, el tipo de película que siempre fue bandera del festival de Cannes y del cual tanto Parasite como Anatomía de una caída, casualmente ambas ganadoras de la Palma de Oro, constituyen buenos ejemplos.

Anatomía de una caída es el cuarto largometraje de Justine Triet y es una película de juicios o trial movie, un género que han dominado los estadounidenses pero cuenta sin embargo con un carácter universal: podemos encontrar apropiaciones ejemplares del género en países tan disímiles como Irán (Primer plano de Abbas Kiarostami), Argentina (La sentencia de Hugo del Carril) o Italia (El traidor de Marco Bellocchio). El título de la película de Triet remite de hecho a uno de los clásicos absolutos del género en Hollywood, Anatomía de un asesinato de Otto Preminger, otro recordatorio de que estamos ante un género y una tradición que traspasan fronteras.

Anatomía de una caída es una película de infinitas ramificaciones a partir de su secuencia de apertura, una introducción a la vez minimalista y abundante que distribuye minuciosa pero discretamente todos los elementos a partir de los cuáles se irá desplegando un ovillo de hipótesis alrededor de la muerte de Samuel Maleski, marido de la protagonista y principal acusada del caso, Sandra Voyter (interpretada por la actriz alemana Sandra Huller). Estamos ante un guion (coescrito por Triet con y el también director de cine Arthur Harari) expansivo y virtuoso, que a esos pequeños eventos que vemos al principio les va encadenando una serie abrumadora de especulaciones posibles, tanto en la investigación y reconstrucción del crimen como en la posterior discusión del caso en la corte.

Hagamos un rodeo a 1954, cuando el entonces crítico Francois Truffaut escribió en las páginas de la revista Cahiers du cinéma uno de los textos más parricidas de la historia de la crítica, un manifiesto contra lo que el futuro cineasta llamaba la tradición de la qualité francesa, personificada en películas rancias (“el cine de papá”), por lo general adaptaciones que pretendían revestirse por contagio del prestigio de las obras literarias en las que estaban basadas pero terminaban menospreciando el cine, al que según Truffaut relegaban a un lugar secundario. Producciones caras, nombres célebres y formas pobres para un cine que conquistaba premios y encantaba a los intelectuales del medio pelo francés.

La demoledora definición de Truffaut suma el mérito de señalar una cierta tendencia del cine que persiste, aunque actualizando sus disfraces con el correr de los años. Quizá hoy reconocer ciertos modos de la qualité resulte algo más complicado de lo que lo era en aquel entonces, fundamentalmente porque si la falta de imaginación formal de los directores que vilipendiaba Truffaut era algo bastante ostensible, hoy hay en juego otro tipo de destreza, o mejor dicho existe un cierto estándar de destreza cinematográfica que parece mucho más accesible que entonces. Es un fenómeno que intuyo relacionado a la proliferación de escuelas de cine pero también a la cantidad de instancias de formateo y diseño por las que suele pasar una película como Anatomía de una caída, ese conglomerado de workshops de desarrollo de ideas, consultorías de guion o montaje que funcionan como un largo pulido de la obra en más de un caso antes incluso de ser filmada. Un corolario de esta situación de destreza accesible es un cine que parece un poco demasiado preocupado por exhibir y acumular esas destrezas, sin necesariamente ser capaz de articular mediante ellas un punto de vista fuerte u original sobre los materiales con los que trabaja.

Quisiera detenerme en este sentido en un aspecto en particular de Anatomía de una caída, que es su cobertura a lo largo de la investigación y el juicio de una serie de discursos de orígenes diversos que intervienen dando su punto de vista para intentar iluminar algún nuevo aspecto del caso. Asistimos así a lo largo de la película a versiones tanto del discurso forense (cuya autopsia incapaz de establecer un dictamen definitivo es la que dispara ese cúmulo de abordajes sobre los hechos), como tecnológico (las fríos renders digitales que al extremar su apariencia de objetividad terminan siendo los más ridículos), llegando hasta la especulación estética, en el largo debate sobre las relaciones entre obra y artista y su pertinencia en términos de prueba, una pregunta también asociada a qué valor tiene una cita despojada de su contexto, metamorfoseada como representación teatral al trasladarse al contexto del juicio oral.

Si hay algo que no se puede negar es que estamos ante una película ingeniosa y sofisticada, capaz de presentar con pericia y prolijidad esta variedad de saberes y situaciones que arrastra su misterio judicial. Directora y guionista hicieron su investigación previa y saben introducir sin ripios todo este conjunto de materiales diversos a la película y que los actores los encarnen con solvencia. También están filmados desde una especie de habilidad dispersa y siempre un poco exhibicionista que no llega a ocultar la pregunta por cuál es el punto de vista de la directora, o qué lugar le queda al cine en toda esta maraña.

En la que acaso sea la escena central de la película, el fiscal reproduce una grabación encontrada en el celular del marido muerto. Se oye el audio al mismo tiempo que en las pantallas del juzgado se reproducen las transcripciones de lo que se oye, una discusión que sube en tensión hasta rebalsar entre Sandra y el fallecido Samuel, cuando de pronto se rompe el punto de vista y pasamos a un flashback a donde vemos la pelea. La discusión crece hasta que en un momento, cuando la violencia llega a su pico, la directora nos tapa de nuevo los ojos y nos reenvía al juicio para que terminemos de oír la escena en el audio.

Cuando John Ford o Frank Capra filmaban películas en cortes o recintos políticos, lo hacían buscando que el teatro democrático generado por tales situaciones le abrieran la puerta a lo social, películas mejor dicho en las que lo social se permitía un intervalo de suspensión para ponerse en cuestión a sí mismo. Cuando veo el gesto de Triet en el flashback me llaman la atención dos cosas: primero que en la manipulación caprichosa con la que la directora nos lleva de un plano a otro, del juicio al flashback doméstico al juicio, la película sugiere que el lugar que le cabe al cine se parece a agregar un poco de recalentamiento dramático a una inteligencia que el guion ya construyó de antemano; en segundo lugar, que a pesar de cierta tesis de la película de la verdad y el sentido último de las cosas como algo que permanece velado en un caos de puntos de vista, estamos ante una película que enuncia el caos pero juega sus cartas siempre bajo control, filma el caos desde saberes y formas premasticados y seguros. Tal vez lo que hoy defina a la qualité de la que alguna vez habló Truffaut sea su temor a descubrir en la marcha que el cine puede ser otra cosa que lo aprendido.

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