Años atrás, en el sinfín de conversaciones sobre cine que he mantenido con amigos, igual de fervientes por el séptimo arte que yo, conocí a una directora argentina que por aquel entonces había realizado solo una película de poco presupuesto, pero que consiguió que fuera seleccionada por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Pese a ver perdido el contacto con ella pasados los años, las apasionadas conversaciones que mantuvimos vuelven a aflorar imprevisiblemente en mi mente, en las que hay otra cineasta argentina que juega un papel fundamental en ellas. En ese descubrimiento que uno encuentra fascinante de cuando se enfrenta a películas que de un modo u otro alteran todo su fuero interno quedándose instauradas para siempre en él, yo le hablaba de aquellos cineastas europeos que habían sido tremendamente fundacionales para mí, como lo fueron Ingmar Bergman o Federico Fellini.
Ella en cambio, con una sonrisa inevitable que surgía de su rostro, me hablaba de una desconocida por aquel entonces para mí, Lucrecia Martel. Era tal el fervor y la admiración con la que me hablaba de esta directora argentina, que me decidí a ver su película favorita de ella: La niña santa (2004). Lo primero que llamó mi atención es que estuviera coproducida por “El deseo”, la productora del gran Pedro Almodóvar; una productora que rara vez produce películas ajenas a las de Pedro, lo cual ya me indicaba que debía tratarse de algo especial.
No solo me encontré con algo tremendamente especial, sino también con algo que fue verdaderamente revelador en ese momento de mi vida. La singularidad y el deslumbrante cine de Lucrecia Martel, me había asombrado como pocos realizadores de este siglo lo habían hecho, teniendo un impacto en mí que perdura hasta la fecha. Me fui enamorando de cada una de sus películas, cada una por distintas razones, pero la que se quedó grabada con más vehemencia fue, precisamente, La niña santa (2004).
No encontraba momento más idóneo que este para hablar de esta obra magna del cine argentino, que ahora que hará veinte años de su estreno en cines. La niña santa (2004) es una película misteriosa y sensorial, en la que la exaltación surge del deseo y las motivaciones de sus personajes, muchas veces embarradas en un marco ambiguo y asfixiante por el que se pasean. El microcosmos en el que se ven enclaustrados, algo que ya pasaba en La ciénaga (2001), consume a los personajes haciendo que se vean confrontados a través de sus instintos más básicos.

Teniendo lugar la película en el hotel que la propia directora frecuentó durante su juventud, La niña santa (2004) arranca en lo que parece ser un coro cristiano en el que aparte de cantar, también reflexionan sobre la figura de Dios en la tierra. Uno de los puntos clave de la película, es la que radica de la pregunta que les hace la profesora a sus alumnas, acerca de cuál es la vocación que Dios les ha dado a cada una de ellas, y la necesidad e importancia que tiene el que traten de buscarla en sus respectivas vidas.
La vocación de Dios
¿Qué es lo que Dios quiere de mí? Es una pregunta enrevesada para hacerse con catorce años. Todas las chicas jóvenes que asisten a estas tertulias cristianas del coro, están en su etapa vital más confusa y de más vulnerabilidad, donde todavía están consolidando su propio sistema de creencias, aquello en lo que creer para transitar por el camino pedregoso de la vida.
Es aquí donde la directora empieza a evidenciar de manera tajante, la ingenuidad que reside por un lado en las chicas, y por otro la hipocresía que manifiesta la figura de la profesora, que les llena la cabeza de un sinfín de verborrea religiosa. Cuando la cámara nos muestra en primer plano a la protagonista Amalia (María Alché) y a su mejor amiga Josefina (Julieta Zylberberg), somos participes de ese ejercicio casi vouyeristico al que están jugando las dos, en la que pueden vislumbrar las dos caras de esa profesora, que por un lado les está impulsando a seguir el camino de Dios con rectitud, pero que luego tiene un affaire secreto con un hombre, del que Amalia y Josefina son conocedoras.

Ya desde el inicio vemos como la cámara está muy cerca de los personajes, colocando la cámara de una forma angulada que genera esa sensación de sofoco o de enclaustramiento de la que se ven sometidos los personajes que habitan en este hotel. La manera que tiene de encuadrar a los personajes en cada plano va también en esa línea, en la que casi en ningún momento tira de planos largos, sino que da la sensación que son los personajes los que deben adecuarse al plano y no a la inversa. Es por ello que muchas veces nos encontramos con secuencias en las que tira de planos en los que por momentos la cara de los personajes sobresale fuera del plano, y en los que hay muy poco margen de maniobra para ellos.
De igual manera, los personajes cuando están dentro del plano, los encuadra al borde de él, que sumado a la angulación de la cámara en estos planos mayormente estáticos, produce esa sensación tan rara y de desasosiego, en lo que Martel es tan virtuosa como realizadora.
La exaltación
En ese misticismo y ambigüedad en la que se ven imbuidos los personajes, donde todo parece inconcluso y uno no sabe bien los lazos que unen a los distintos personajes, es donde Lucrecia Martel encuentra ese clima tan particular y desconcertante, que es algo en lo que es muy precisa ella tanto a nivel formal como de fondo. Es una cinta muy bien medida, y que nada es baladí, ofreciendo al espectador una experiencia cinematográfica que trata más de lo sensorial y de lo instintivo, que del plano racional. No es que deseche una idea narrativa clara, en favor de aquellos impulsos que casi parecen fortuitos, ya que sin duda esta película no hubiera resultado ser tan majestuosa, si no fuera por el magnífico guion con el que cuenta.
Es asombrosa la manera en la que construye narrativamente la historia, sumergiendo al espectador en una realidad desquiciante donde la vocación se entiende como deseo, y la verdad y la mentira como un arma de supervivencia. Lucrecia Martel nos muestra a los personajes como seres, que como todo ser humano, tienen la parte que pretenden ser hacia los demás, y luego la que realmente son. Cómo juega a nivel de puesta en escena para hacer énfasis en ese aspecto de la película, sobre todo con los reflejos de los espejos que llegamos a ver en según qué plano, como aquel en el que vemos a Amalia en la cama del hotel, y podemos ver en segundo plano su reflejo en el espejo de la habitación.

Pero entrando de lleno en la exaltación, que podríamos decir que es la consecuencia natural a la que llega Amalia de la vocación, se produce el acontecimiento más significativo de la película, que es aquel en el mientras están ella y Josefina mirando a un músico de la calle tocar el theremin, un hombre se pone detrás suya, rozando su miembro genital contra su trasero. Ese hombre es el Dr. Jano, un personaje tremendamente relevante dentro de la historia, y el cual representa como nadie en La niña santa (2004) esa dualidad de la que hablaba antes. El Dr Jano (Carlos Belloso) es un profesional respetado en su campo, el cual ha conseguido todo lo que se espera que consiga un hombre a su edad; es decir, ser exitoso a nivel laboral, construir una familia, etc…
No obstante, tiene un reverso perturbador, que le lleva a acometer cosas como el de tocar sexualmente a una menor en un lugar público. Esto se vuelve mucho más perturbador, cuando somos conscientes que lo ha llevado a cabo con la hija de la mujer con la que ha estado flirteando desde su llegada al hotel para el congreso: Helena. Muy interesante también el personaje de Helena (Mercedes Morán), que es la que lleva el hotel junto a su hermano Freddy (Alejandro Urdapilleta), que se nos presenta como un ser totalmente desubicado de la realidad y que carece en cierta manera de la madurez de la que debería disponer a su edad; algo que también podemos verlo en el caso de Freddy. Enamoradiza y soñadora, Helena empieza a ilusionarse con Jano, quien la recuerda de sus años de nadadora.

Hay una emoción que palpita en todo momento en el film, pero que se ve contenida por todo aquello que deben callar sus personajes, al igual que una ruptura e incomunicación que es principalmente evidente en el caso de Helena y Amalia; algo digno del mejor cine de Antonioni. Pero volviendo a la exaltación, es precisamente en ese primer encuentro entre Jano y Amalia, donde Amalia encuentra ese suceso no como algo trágico, sino como algo divino. De repente ese despertar sexual que experimenta Amalia, esa infinidad de sensaciones intensas que empieza a vivir, la llevan a entender que ese deseo carnal tenía que tratarse de la vocación de la que hablaba la profesora.
El sacrificio
Es desde la exaltación donde la película empieza a tomar un ritmo narrativo más acelerado, y lo que antes era un aire irrespirable por el que transitar, ahora se ha dotado además de algo infecto, que convierte la existencia de los personajes principales en algo totalmente insostenible. Tanto es así, que vemos como una mujer de la limpieza que trabaja en el hotel, va apareciendo de manera inesperada en algunas escenas, tratando de desinfectar cada habitáculo del edificio.
De ahí, que algunos tiendan a pagar el precio por sus actos o tratar de sobrevivir de cualquier manera posible. En lo que respecta al ímpetu de supervivencia, es notable que se ve representado en el personaje de Josefina; un personaje que a pesar de ser secundario, es tremendamente complejo e interesante a la hora de analizarlo.

De hecho es ella la que traiciona la confianza de Amalia, para redirigir la atención de su madre en el momento que le han pillado teniendo relaciones incestuosas con el que no se sabe bien si se trata de su hermano o su primo. De hecho, esa manera de sobrellevar la vida, la deja entrever Josefina desde antes, en la manera que tiene de lidiar con su fe en relación a los encuentros sexuales que está teniendo con este familiar.
En uno de ellos, vemos como le llega a decir que no la mire, como si de aquella manera consiguiera sentirse libre de pecado. En cambio, Jano, cuando la situación es ya insostenible con respecto a Amalia, acaba por decidir que lo mejor es contárselo a Helena, pese a que ya se encargarán otros en hacérselo saber; aunque eso no lo lleguemos a ver en el final de la película. Toda esa tensión de aire contaminado acabará resquebrajándose, pero nosotros como espectadores no lo acabaremos por presenciar, dado a que lo que ha importado en todo momento de la cinta han sido las motivaciones e impulsos nacidos del deseo de los personajes; es decir, qué más da ver cómo se va a caer todo el castillo de naipes, si lo revelador e interesante nunca estuvo ahí.
El final de La niña santa (2004) acaba en la pileta, con Amalia y Josefina nadando como si vivieran ajenas a todo lo demás. Pero ese sosiego, tranquilidad y pureza que representa esa estampa de ellas dos en la pileta, sabemos que es una mera ilusión momentánea, antes de que todo salte por los aires. Veinte años ya de La niña santa (2004), veinte años de una de las películas más singulares y magistrales de la historia del cine argentino. Solo queda decir que Dios bendiga a Lucrecia Martel y a las niñas santas…
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