
La mesita del comedor: la inquietante película que todos desean no haber visto
El 2023 fue un año irrepetible para el cine de terror. La variedad, cantidad y calidad de propuestas que desfilaron por la pantalla grande cubrieron los gustos de todos los públicos. Skinamarink y su horror análogo refrescaron al cine de género, las grandes franquicias como Evil Dead, Insidious y The Conjuring pisaron con fuerza en la taquilla, y hasta presenciamos el retorno de varios directores adorados y con un gran camino por delante, como Demián Rugna, Brandon Cronenberg y Samuel Bodin. Entre tanta oferta, era de esperar que alguna buena producción pasase desapercibida. Pero pocos sabían que dicha joya escondida se trataba de la mejor película de terror del año.
La mesita del comedor, dirigida por el español Caye Casas, viajó por el mundo en un silencio austero. Desde finales del 2022, fue trasladándose de festival a festival sin generar bullicio ni expectativas, y dejó al público boquiabierto en cada país que visitó. Puede que su relativamente baja repercusión se deba a su acotado plan de distribución, que no le permitió quedarse más de una o dos semanas en las carteleras que tuvieron la fortuna de alojarla. Pero también podríamos elucubrar que los que aprovecharon la rara ocasión de verla en cines decidieron no recomendarla. Y no porque la película no sea espectacular, sino porque dejaría destrozado hasta al más preparado de los espectadores. En otras palabras, no hablar sobre ella con nuestros seres queridos es casi como prevenirlos de la perturbación absoluta.
La trama de la película, igual que su título, no se deja descifrar ni leer entre líneas. Luego de esforzarse durante varios años para formar una familia, Jesús y María consiguen tener un hijo. Aunque deberían sentirse rebosantes de alegría, la llegada del recién nacido no hace más que aumentar sus discusiones y agrietar su relación. Para solidificar su amor, deciden concentrarse en preparar la casa para la vida con su bebe. Al visitar a un vendedor de muebles, Jesús se enamora de una mesita para el comedor de muy mal gusto. María tiene muchas objeciones con respecto al objeto, pero accede a comprarlo para complacer al padre de su hijo. Para nada imaginan la desgracia que caerá sobre ellos luego de adquirir esa pieza de decoración.
Y menos lo concibe el pobre espectador, que va al cine pensando que verá una película cliché sobre un mueble paranormal. Todo lo contrario, La mesita del comedor es un viaje acelerado y sin frenos a través de la crueldad de la vida misma, que no necesita fantasmas ni posesiones para convertir una vida feliz en un infierno en la tierra.

La casa como espacio del horror
La herramienta estrella que la película utiliza para impactar al público es la configuración del espacio. Usualmente, el cine de terror se desenvuelve mejor en espacios abiertos que en lugares cerrados. Una locación sin limitaciones no solo le da margen al mal para moverse a gusto y ser impredecible, sino que también pone a los protagonistas en desventaja a raíz de su no familiarización con la infinitud característica de un bosque, una montaña, un campo o una ciudad.
Se trata, por así decirlo, del “camino fácil” para los cineastas de género. Por eso, crear situaciones espeluznantes en el ámbito doméstico es un reto que solo los mejores directores se pueden poner al hombro, y Caye Casas lo acepta con gusto. Decidido a tener éxito en este desafío, sitúa el eje terrorífico en el departamento de la pareja protagonista, y no le permite salir de ahí, generando una sensación de claustrofobia tanto en los personajes como en el público.
Con un ojo para el detalle poco visto en la actualidad, Casas analiza aquellas pequeñas cosas de nuestros hogares que nos proveen comodidad y las trastoca paulatinamente hasta transformarlas en receptáculos del horror. Cuando el punto de giro de la trama golpea a Jesús y María, cada cuarto, mueble y decoración de su morada se convierte en una amenaza. Así, se genera un punto de identificación indisoluble con el espectador. Después de todo, no hay lugar que nos resulte más familiar, cercano e intrínseco que nuestros propios hogares.
El cine de terror realista no se identifica con la construcción de situaciones alejadas de lo paranormal, sino con la creación de relatos propios de una vida común y corriente, donde el terror es puntapié y no protagonista. En La mesita del comedor, el hecho terrorífico sucede en pocos segundos, pero el hogar como locación, que debería ser una fortaleza invulnerable y de repente se quiebra, lo hace reverberar y extiende su intensidad durante toda la película. Incluso, logra que el terror acompañe a los espectadores hasta sus casas, y los induce a observar con perturbación todos esos elementos que los acompañan en su día a día.

Los límites y su fractura
Sin límites, no hay cine de terror. Desde el comienzo hasta el fin de su cronología, las películas de género trabajaron, trabajan y trabajarán en conjunto e individualmente para descubrir como traspasar los límites que el público considera sagrados. Parece una obviedad, pero es cada vez menos frecuente encontrar directores que trabajen correctamente con ellos. La mayoría utiliza los límites ya dados, aquellos que se encuentran almacenados en la mente del público, en lugar de construir los suyos propios.
Podemos explicarlo con un ejemplo. Franquicias como Terrifier y Saw cruzan los límites de lo correcto con sus cruentas demostraciones de sangre que, entrega a entrega, se concentran en canalizar nuevas formas de morbosidad. Ello solo genera asco, y no interpela al espectador de ninguna manera, porque las historias de vida que se proyectan son descartables. En cambio, una película como Mother! teje minuciosamente a su protagonista y la muestra como un individuo real, con sus fortalezas y falencias propias que captan la compasión del público. Por eso, cuando la trama se torna morbosa, queremos apartar los ojos de la pantalla, e incluso dejar de ver la película. En el primer ejemplo, se cruza el límite mediante el acto vacío de derramar sangre porque sí, mientras que el segundo caso involucra un proceso escalonado de destrucción física y psicológica de un personaje adecuadamente construido.
La creación de Casas trabaja con esta misma devastación gradual del límite. Jesús y María son dos personas prototípicas que, luego de una larga odisea recorrida con el objetivo de formar una familia, se merecen lo mejor de esta vida. Y parecen estar a punto de conseguir aquel final feliz. El director ahonda profundamente en la dinámica de la relación para crear dicha ilusión fotograma a fotograma, protegiendo a la pareja con un manto de seguridad que aparenta ser inquebrantable. Hasta que, de repente, el hecho terrorífico dinamita el espejismo de bondad en pedazos, y se revela que Casas había estado tejiendo los límites de la historia desde el primer momento, engrosándolos hasta más no poder para luego despedazarlos con una violencia compleja y nunca antes vista en pantalla grande.
La mesita del comedor no es una película para cualquier consumidor del terror. Mientras que la actualidad del género se enfoca en concebir películas de miedo comercial y de bajo calibre, la creación de Casas transgrede los extremos de lo que es aceptable para esta clase de producciones, y sitúa al espectador en una posición extremadamente incómoda, obligándolo a observar cada segundo de una tragedia que deseará nunca haber presenciado en primer lugar.
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