Probablemente la década del 80 haya sido la más floja para Francis Ford Coppola, sobre todo si la contrastamos con la década anterior: Las dos primeras entregas de The Godfather, The conversation, y Apocalypse now, cuatro obras maestras. En los 80 hizo dos musicales para cine: One from the heart (1981) y The Cotton Club (1984) y queremos destacar esta última porque cumple 40 años y poca gente la recuerda. Además, presenta interesantes aspectos en cuanto a narrativa fuertemente influenciados por el género. Y aunque haya obtenido “malos resultados económicos” –algo que el director ya venía experimentando– acá vamos darle crédito a otro film del club de los olvidados.
Coppola venía de consagrarse como artista, pero también de embarcarse en costosas producciones que le implicaron deudas onerosas, sobre todo con Apocalypse now y los conocidos problemas que transitó durante el rodaje, y One From the heart que directamente lo obligó a declararse en bancarrota. The Cotton Club contó con algunos de los nombres que habían formado parte de la saga de The Godfather como Mario Puzzo quien colaboró en el guión, o Robert Evans, que luego de renunciar a la dirección, se hizo cargo de la producción.

Como dijimos, el film se inscribe en el género musical con fuertes reminiscencias al cine de gangsters y retrata la escena neoyorquina de fines de los años 20 y comienzos de los 30. Haciendo foco en un reconocido club nocturno llamado The Cotton Club, el relato nos hará cómplices de la historia de amor de Dixie (Richard Gere) y Vera (Diane Lane), mientras dialoga con la problemática inmigratoria en una ciudad repleta de guetos, donde el crimen organizado dará sus primeros pasos. El reparto contó además con figuras como Gregory Hines, Bob Hoskins y Nicolas Cage (sobrino del director), entre otros.
Es importante destacar el contexto, ya que se ha buscado plasmar en escena el espíritu de época de aquel entonces. Las diferentes “familias” de la mafia peleando por imponerse, la dicotomía racial donde cada uno buscaba cumplir el rol que le “correspondía” según la cosmovisión imperante y la crisis económica de 1929.
Como decíamos, el film se maneja con un meganarrador y a modo de resumen, dado que se muestran en los minutos que dura el film, una historia mucho mayor, de días, meses y hasta años, haciendo uso de elipsis y distintos recursos para demostrarlo. A modo de ejemplo, podemos mencionar los números blancos que indican los años del relato, que caen de arriba hacia abajo inscriptos en la materialidad del film, dando a entender el paso del tiempo. Dichos números, acompañados de inserts e imágenes que aluden al club nocturno, recorren la pantalla al compás del –siempre presente– jazz que al principio es over, pero luego revela su fuente emisora. Todas estrategias que volveremos a ver a lo largo del film.
Coppola se esfuerza por inscribir el film definitivamente en el género musical, respetando las convenciones de éste y ratificando los deícticos que incluyó a lo largo de los 129 minutos del relato: aperturas y cierres de iris, transiciones de barridos entre planos y miradas a cámara, es decir, fuertes marcas de enunciación típicas del género.
Asimismo, hay algunas escenas que resultan interesantes de desarrollar para vincular la instancia narrativa con el espacio y el valor de lo sonoro, todo siempre leído en clave de los musicales de Hollywood.
Hacia el final del film, la escena de Dixie junto con el cartel cinematográfico que lo lleva a la fama, lo vemos mirando fuera de campo hacia donde Vera había partido y unos segundos después se oyen los aplausos que darán lugar al gran cierre musical. Luego de una serie de planos de los bailarines en escena, un travelling por corte directo nos sitúa en la falsa comisaría donde se entregará el personaje de Owney Madden. Allí notamos como la música sigue sonando e incluso se dejan ver dentro de cuadro los bailarines que creíamos sobre un escenario, es decir, sobre un espacio otro, que nada tiene que ver con la comisaría.
Coppola juega con planos de un público que aplaude cada vez con mayor énfasis, pero no siempre como respuesta a los bailarines en escena. Cabe preguntarse ¿Qué aplaude ese público, el cierre de la(s) historia(s), el final “feliz” del film y su consecuente cosmos organizador, o efectivamente a los bailarines que continúan bailando en The Cotton Club?
Estos interrogantes se responden por el verosímil genérico: a lo largo de la historia del género musical, vimos como las convenciones de éste se fueron estableciendo de manera progresiva. Los escenarios consistían en locaciones extremadamente artificiales e inconcebibles para el típico teatro en el que se daban los espectáculos de cada historia, como sostuvo alguna vez M. Chion “super-escena cósmica, indefinidamente abierta”. Resultan elocuentes las coreografías de Babsy Berkeley como, por ejemplo, Footlight parade (1933) de Lloyd Bacon donde uno de los números (¡del teatro!) albergaba selva, cascadas, lagos y cerca de cincuenta bailarinas; al finalizar el acto, el público aplaudía lo que acababa de ver sentado en la butaca del teatro.
Más atinado aún, resulta el último número de The Band Wagon (1953) de Vincente Minelli. Cerca del final del film, en el espectáculo de Tony Hunter (interpretado por Fred Astaire) como detective, se recorren infinidad de sitios con total naturalidad hasta que un telón se cierra y, en el plano siguiente, vemos al público aplaudiendo y a la orquesta que tocó durante toda la secuencia. Mismos orquesta, público y telón, que vimos antes de que el musical comience.
Con estos ejemplos queremos decir que el género responde a un verosímil particular y el espectador acepta estas convenciones. Al igual que los ejemplos dados, Cotton Club no es la excepción, ya que el trabajo del espacio coincide con el género en el que se inscribe. En suma, un film de tipo clásico, que posee un relato no focalizado y una cronología lineal, sin grandes complicaciones de temporalidad.
Los elementos sonoros extradiegéticos de los que hablamos, refuerzan las situaciones dramáticas y a veces son incluidos en la diégesis casi como por arte de magia; además, consideramos que, las marcas o huellas de autor también responden a convenciones genéricas.
Luego de 40 años, ¿Porqué no darle una oportunidad a Coppola y a la olvidada The Cotton Club?.
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