En la nota anterior, repasamos los tres primeros largometrajes de Richard Marquand -The Legacy (1978), Birth of the Beatles (1979), Eye of the Needle (1981)-, previos a su incursión en el mito Star Wars con Return of the Jedi (1983). Como constata Brian Jay Jones en su libro George Lucas. Una vida (Reservoir Books, Barcelona, 2017), Marquand resultó una elección en principio idónea para Lucas -luego de barajarse nombres como Richard Donner, Joe Dante, David Cronenberg, David Lynch-, merced al buen pulso narrativo de Eye of the Needle, pero también y sobre todo, por parecer un director predispuesto a cumplir con sus obligaciones. Un rasgo nada menor, que sitúa a Marquand en la estela de tantos artesanos y directores de oficio, dedicados a su trabajo de modo responsable y profesional. Una valía indiscutible, que arroja obras por demás interesantes, afectadas inevitablemente por las exigencias de producción, pero también atravesadas por preocupaciones estéticas personales.
En este sentido, Return of the Jedi fue una bisagra en la obra del director. Por un lado, porque tuvo que tironear sus decisiones con las del propio Lucas, obsesionado con revisar todas y cada una de las propuestas de Marquand. Condicionado por su sombra omnipresente, el director sin embargo ofreció una película concluida en tiempo y forma, congruente con la imaginería de Lucas -y su empecinamiento con el mundo Ewok-. Críticas más, críticas menos, Return of the Jedi cerró la trilogía de manera efectiva.
Por otro lado, Return of the Jedi le abrió al director inglés las puertas del mercado norteamericano. Hasta el momento, su filmografía se había desarrollado del otro lado del Atlántico; ahora, una nueva tanda de películas prometía un nuevo horizonte. De este modo, su filmografía bien puede dividirse en dos bloques simétricos, entre los cuales distinguir qué se ganó, y qué se perdió, al aceptar el encargo de George Lucas.
Until September (1984)

Si algo se perdió en esta nueva etapa de Richard Marquand, podría ser cierta frescura. Until September es un film que podría integrar la propuesta de estos días en Peliplat, relacionada con películas románticas. Pero habría que inventariarla junto con otras de calibre similar; esto es: triviales y francamente malas. Justamente, es la peor película de Marquand.
El argumento sigue a Mo (Karen Allen, luego de compartir cartel con Harrison Ford en Los cazadores del arca perdida), quien pierde su avión y debe pasar unos días en París. Su vecino, Xavier (Thierry Lhermitte), es un banquero con quien no tarda en trabar relación. Él está casado, y la casualidad hace que su esposa viaje por unos días. Lo que comienza como una serie de encuentros circunstanciales, terminará por ser un idilio intenso.
Las formas desde las cuales Marquand delinea el vínculo entre Mo y Xavier no solo están bastante oxidadas, sino que remiten, invariablemente, a la iconografía del cine de los ’80. Está presente en los colores, la música, en cierto desenfado calculado que nada tiene de creíble. Karen Allen parece forzada en un papel cuya espontaneidad decae a medida que el film avanza (mejor será recordarla por su participación, ese mismo año, en Starman, de John Carpenter). Hay algo de encanto simulado en ella, que no termina de funcionar; así como en Thierry Lhermitte, cuya composición se asemeja a la de un muñequito de torta, cuyas reuniones oscilan entre el FMI (sí, el FMI) y las escaleras mecánicas.
La resolución entreteje todos los hilos como para que nada quede suelto y el vínculo pueda ser -no deja de ser la reunión soñada entre la niña pueblerina (norteamericana y rural) y el príncipe adinerado-, previa resolución de los problemas maritales. Para mayor efecto retórico, la secuencia final incluye un aeropuerto. Ufff.
Jagged Edge (1987)

Aquí, Marquand retoma lo ensayado en Eye of the Needle (1981); es decir: “dormir con el enemigo”. En este caso, es una abogada (Glenn Close) la que se enamora de su cliente (Jeff Bridges), heredero de la fortuna de su esposa, presuntamente asesinada por él. Como es de esperar, los dos se atraen y ella confunde pasión con deber. La peripecia es consabida, pero siempre irresistible. Así las cosas, ¿cómo congeniarlas?
El pulso del relato sabe llevar la historia bajo los parámetros del drama judicial y el melodrama. (El guion es de Joe Eszterhas, colaborador de Marquand en su próximo film, y guionista de títulos como Bajos instintos, de Paul Verhoeven; y Music Box, de Costa-Gavras). Es un melodrama porque la atracción de ellos es inevitable, y por eso, fatal. Para los dos. ¿Quién puede asegurar que él -frío y calculador- no esté enamorado de ella? Además, y aquí es donde coincide de pleno con la notable Eye of the Needle, ¿cómo resolver la atracción por el “pecado/r”? ¿Se vuelve uno igual de “culpable”? Por este solo dilema, la película vale ser vista. No está a la altura de Eye of the Needle (en donde el objeto amante es, ni más ni menos, un nazi), pero cumple.
Sobresale la secuencia inicial, la del asesinato, filmada evidentemente a la manera de un giallo y con ecos depalmianos: guantes, cuchillo, sogas, etc.; un momento perverso que sirve de prolegómeno a la perversión misma que tematiza la película, contenida en la atracción sexual de sus personajes (cuestión que se resuelve, siempre y de manera inconfesable, en cada espectador/a).
El film guarda un guiño cómplice: en la habitación del hijo de Glenn Close, cuelga un poster de Return of the Jedi.
Hearts of Fire (1987)

Como punto cúlmine en su carrera, prematuramente cortada por su fallecimiento en 1987 y con solo 49 años, Richard Marquand ofrece en Hearts of Fire un cálido ejercicio cinéfilo-musical, seguramente nada fácil en su realización, habida cuenta de filmar con Bob Dylan. IMDB ofrece un dato atractivo, el título era el que originalmente debía tener el film anterior -Jagged Edge-, gusto que finalmente Joe Eszterhas y Marquand pudieron darse aquí.
Hearts of Fire narra el ascenso meteórico de Molly, una cantante pueblerina (Fiona Flanagan), apadrinada por el mítico Billy Parker (Bob Dylan). En su viaje a Inglaterra y en el triángulo conformado con Billy y la estrella del rock James Colt (Rupert Everett), Molly descubre el mundo íntimo del rock, a la par de sus problemas personales y afectivos, en una especie de parábola que integra el costado rural y auténtico (personificado por Dylan) con el industrial y consumista (significado por Everett). Hay que notar que esta dualidad entre un mundo y el otro -el norteamericano y el inglés- guarda correlación directa con la propia historia de vida y profesional de Marquand.
Dylan, desde ya, hace de Dylan. Su irrupción en la secuencia primera es una fiesta, porque lo hace de manera fragmentada, a través de detalles del mito que es: la moto, la ropa, el ingreso al bar, la pose, las frases precisas. Todo un cowboy. Entre estas frases, hay una que ya quedó en la gloria del cine, cuando refiere que él nunca será uno de esos músicos que ganen un Nobel (algo que le sucederá realmente, en 2016).
Puede pensarse un vínculo entre este film y el que Marquand dedicara a The Beatles (The Birth of the Beatles); en uno y otro caso, hay una comprensión de la música y músicos en juego, para trabajar desde ellos o con ellos en la plasmación fílmica. Dylan no debió mostrarse muy complaciente, ya que la mímica de sus playbacks no coincide demasiado con lo que se le escucha cantar. Pero el resultado es querible, la película funciona, Rupert Everett está perfecto en su caracterización -tan ’80, glamoroso y decadente-, y Fiona sostiene el relato desde un encanto mentirosamente ingenuo.
Se trata de un film, diríamos, maldito. Casi no se lo puede ver, hay que rastrearlo con paciencia en la red. Pero está. Y tiene un lindo detalle cinéfilo: Bob Dylan pasa frente a un cine cuya marquesina anuncia Pat Garret & Billy The Kid (1973), film de Sam Peckinpah donde el músico compuso la banda sonora además de compartir cartel con Jason Robards, Kris Kristofferson y James Coburn.
Nowhere to Run (1993)

Vehículo para Jean-Claude Van Damme, Nowhere to Run oficia de título póstumo en la trayectoria de Marquand (fallecido en 1987), filmado a partir de un tratamiento argumental de éste y Eszterhas. Dirigido con solvencia por Robert Harmon (The Hitcher), el film coincide en año con Hard Target, una de las mejores películas de Van Damme, dirigida por John Woo.
En Nowhere to Run, el actor belga interpreta a un fugitivo que recala en la casona rural de una joven viuda (Rosanna Arquette), que vive con sus dos hijos, asediada por un contratista que quiere a toda costa su terreno. Hay un emprendimiento inmobiliario que, dicen, será la salvaguarda de la zona. Como siempre, gran parte de los lugareños cae en la trampa, mientras ella resiste e ignora que el policía con quien se acuesta está confabulado con el grupo empresario.
Allí cae Sam (Van Damme), como el cowboy de tantas películas, atenazado por huir de la policía, pero también por sus principios. Como el Shane de Alan Ladd, será consecuente con las necesidades de quien requiera de él. Una vez concluida su tarea, podrá entonces partir. Pero a diferencia de tantos cowboys y forajidos con sentido de justicia, él purgará sus penas entregándose a la policía. Se trata de Van Damme, es decir, no se le puede pedir tanta transgresión. De todas formas, la película es un disfrute, atenta con el registro genérico en el que se inscribe, con el western como parámetro, la acción física como promesa, y la metonimia que significan el fugitivo como un outlaw y la moto en lugar del caballo. Una película así de “chiquita”, pero bien filmada, vale más que tantas otras, ampulosas y sin sentido de la acción, palabra que es sinónimo de cine.

Coda
Fin del recorrido. Que las palabras últimas sean de Richard Marquand; en este caso, tomadas de una nota en revista Pelo #351 (1989), a propósito del estreno de Hearts of Fire: “Trato de hacer películas que tengan que ver con la expresión de las emociones y la mortalidad. La película de acción y aventura es algo muy aburrido. Me gustan las películas como Hearts of Fire que, a medida que uno les va dando forma se va dando cuenta de la profundidad que tiene”.
Leandro Arteaga
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