La doble vida de Verónica: Cuando descubres que no estás sola en el mundo

Spoilers

Con mayor o menos lucidez, siempre consigo encontrar la manera de aproximarme a las películas de las que quiero escribir, de las que quiero profundizar. Sin embargo, con la película de hoy hay algo muy extraño, que no dejaba de generarme cierta incomodidad al sentir todo el rato que algo se me escapaba. No tiene tanto que ver con una cierta complejidad cinematográfica, sino con algo que alude directamente al corazón y a la esencia misma de la película.

Tras muchas idas y venidas a la hora de poner en claro cuál debía ser el enfoque más apropiado sobre ella, entendí que ese algo a lo que no llegaba alcanzar de la película, iba y tenía que seguir así y que estaba bien que siguiese así. En mi tarea de volver a reconectar con La doble vida de Verónica (1991), aparte de volver a enfrentarme a la película, acabé leyendo muchos textos dedicados a la película de Kieślowski, en los que se encontraba uno muy emotivo que escribió mi querido amigo Simón de Santiago en el que incidía en esa naturaleza casi trascendental que tiene la película.

“Intenté entender cómo funciona, pero todas las piezas juntas parecen no contemplar el todo”; que preciosa manera de sintetizar tan bien el sentir de esta película. Esta película francesa que vio la luz en el Festival de Cine de Cannes de 1991, en el que se alzó con el Premio del Jurado y con el de Mejor Actriz para una formidable Irène Jacob, ha perdurado en todo este tiempo como una de las grandes obras magnas del desaparecido cineasta polaco Krzysztof Kieślowski. Toda su obra cinematográfica giró en torno a ideas muy marcadas sobre la ética y la moral del individuo, y también del contexto político propio que atravesaba Polonia a mediados del siglo pasado. No obstante, siempre imbuía a sus películas de una sensibilidad e intimidad muy genuina, dejando siempre en el espectador una sensación de desazón y de sobrecogimiento absoluto por lo que presenciaba.

La intuitiva mirada del ser

Verónica y Weronica son dos chicas nacidas el mismo día, pero una en Polonia y otra en Francia. Las dos son unas apasionadas de la música, y, de alguna manera, las dos tienen una personalidad que tiende a cierta melancolía y soledad. Las dos viven condicionadas por un silencio, por una espera que no tiene razón de ser. En ese sentido, son como dos gotas de lluvia en un día de mayo de mucho calor, que se sienten prisioneras de su propio existencia, pero que al mismo tiempo ven inevitable el verse guiadas por un sentir puramente intuitivo que atisba que no todo está perdido.

La película comienza precisamente con ellas en la niñez, por un lado en la Polonia de 1968, donde la madre de Weronica le habla de todas las estrellas que contempla en el firmamento: “Esa es la estrella que estamos esperando para comenzar la Nochebuena. ¿La ves? Y allí... mira toda la bruma allá abajo. No es bruma. Realmente son millones de pequeñas estrellas. Muéstrame”; para luego pasar a Francia, donde la madre de Verónica le enseña las primeras hojas que traen consigo la llegada de la primavera: “Aquí está la primera hoja. Es primavera, y pronto todos los árboles tendrán hojas. Mira. Aquí, en el lado más claro, hay pequeñas venas y un vello muy fino”.

Arranca con la historia de Weronica en Cracovia, con una escena que ya deja asombrado a uno, en el que la fragilidad y la ternura de la imperiosa mirada de Irène Jacob se dejan vislumbrar por primera vez. La voz celestial de Weronica nos hipnotiza, nos hace querer saber todo de ella desde el primer instante, lo que desemboca en una marea de pasión que se abre paso en su vida.

El juego del amor

El trabajo de cámara en esta película es increíble, sobre todo en las secuencias que se dan lugar en exteriores. Hay una fluidez en la imagen que te atrapa, y que añadiéndolo a todo lo demás que pasaremos a analizar, hacen que la película se sienta como un pequeño trozo de vida.

Y aunque en su conjunto formal no pueda parecer que incida demasiado en dotarla de un gran halo pasional, lo cierto es que sí coges muchas de las escenas claves del film te das cuenta lo desbordante que es en esos términos. Tiene en su justa medida un halo de romanticismo y de pasión, que no hacen que la cinta tienda a lo melodramático, aunque lo trágico siempre está presente.

Por otro lado está la maravillosa dirección de fotografía que nos brinda Slawomir Idziak, que pasa de estos tonos tan cálidos a tonos más tenues donde la sensación nostálgica parece golpear con más aplomo. Da esa impresión de estar presenciando momentos vividos de una vida que nunca viviste, de la misma manera que sucede entre Verónica y Weronica.

La composición y los encuadres están tan brillantemente concebidos, es tan magistral en términos cinematográficos lo que vemos en esta cinta. Lo lleva casi a lo vouyerístico, sobre todo en el tramo final de la película, que enfatiza ese juego que tiene con este hombre del que Verónica se enamora, pero también desde un plano casi litúrgico, donde la figura de Dios está inequívocamente presente; algo que no se esboza para nada en términos religiosos, sino en esa esencia transcendental en la que deja mella la cinta en su conjunto.

La banda sonora es otro punto fuerte, al menos para mí se me hace difícil pensar en La doble vida de Verónica (1991) sin la banda sonora de Zbigniew Preisner. ¿Quién no acaba tarareando esa melodía que termina siendo como una especie de leitmotiv durante todo el transcurso de la historia? Es de una belleza ensordecedora, que se hace presente sobre todo en esa escena tan increíblemente orquestada, como es la del concierto de Weronica; aquí volviendo un poco a lo antes mencionado, es maravilloso el trabajo de cámara y como se juega con los planos subjetivos en esa escena.

Conclusión:

La doble vida de Verónica es de esas películas con las que uno no vuelve a ser el mismo después de haberla transitado. Es indudable que es una obra que sigue fascinando y que sigue muy vigente a día de hoy; algo que podríamos decir casi sobre la totalidad de la obra de Kieślowski.

El quebranto que surge de la espera me sobrecoge personalmente, y todo lo que queda es ese preciso instante en el que en la plaza de Cracovia, Weronica vislumbra el rostro de Verónica; lo imperecedero que puede habitar en toda arte, y en la que el cine no es una excepción, es en la de dar vida a momentos como este.

No he entrado a hablar mucho de la actuación de Iréne Jacob, en parte porque no hay palabras para describir lo que hace. Parte tiene que ver con el talento, pero otra parte tiene que ver con esa mirada tan frágil y honesta de la actriz, una que te atraviesa por completo desde el otro lado. Hay momentos que parece romper la cuarta pared, que te generan una sensación muy particular en tu fuero interno y que de alguna manera te hace partícipe de lo que está aconteciendo. A modo de conclusión final, ya recomendar encarecidamente a los que no hayan visto esta película que la vean, al igual que el resto de la filmografía de Kieślowski, ya que se van a encontrar con algo que nos le va a resultar indiferentes.

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