Cine y revolución en los países árabes

Mientras el Cine del Tercer Mundo ha despertado históricamente en América Latina un gran interés tanto en el ámbito académico como en festivales y encuentros cinematográficos dentro y fuera de la región, el cine revolucionario árabe es menos conocido y discutido, aunque en el marco de los acontecimientos conocidos como la “Primavera árabe” (2010 en adelante), la tradición cultural revolucionaria despertó un renovado interés entre artistas e intelectuales árabes.

Las independencias nacionales en estos países tuvieron lugar a mediados del siglo XX en el marco del espíritu de la Conferencia de Bandung (1955) y de la mano de un nacionalismo popular con rasgos autoritarios que reivindicaba la unidad cultural y política de los pueblos árabes previamente divididos por los intereses coloniales europeos. En ese contexto, el panarabismo, promovido por el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, se consolidó como una nueva solidaridad entre los pueblos árabes expresada en el apoyo al Frente de Liberación Nacional argelino y la revolución palestina. La movilización de los sectores obreros, estudiantiles y de mujeres reconfiguraron el espacio público y el proyecto político desarrollista de los dirigentes árabes -expresado como socialista, antiimperialista y revolucionario- se plasmó en las películas de la época.

La producción estaba centralizada y regulada por agencias oficiales tales como la Oficina Nacional para el Comercio y la Industria Cinematográfica Argelina (1967), el Instituto de Cine Palestino (1968), la Organización General de Cine Egipcio (1961) y la Organización Nacional de Cine Sirio (1963). El objetivo de los cineastas que realizaron producciones para estos organismos era darle voz a los marginados; los trabajadores, los campesinos y las poblaciones originarias. Entre los palestinos, se sumaba la enorme masa de refugiados que provocó la creación del Estado de Israel en 1948 en gran parte de su patria.

Algunos ejemplos representativos de este tipo de cine son El viento de Aurès (1966) del argelino Muhammad Lakhdar Hamina, así como algunas producciones posteriores como Caballo de barro (1971) de la egipcia Ateyah al-Abnoudy, Ellos no existen del palestino Mustafa Abu Ali (1974) y Vida cotidiana en un pueblo sirio (1974) de Omar Amiralay.

En este último film, la consigna de Fanon de “todo espectador es un cobarde o un traidor” aparece intercalada entre las imágenes de violencia y despojo desplegadas a lo largo del largometraje, se presentaba como una llamada urgente a la acción. Como muchas otras producciones de la época, la película, si bien fue financiada por la Organización Nacional de Cine Siria, luego fue prohibida, lo que revela las ambivalencias del régimen en torno a las políticas públicas ligadas a la cultura. El documental revela las dificultades de los campesinos bajo la reforma de la reforma agraria llevada adelante por el partido Baaz -en el poder desde 1961 hasta la actualidad- donde el uso de pesticidas utilizados por el gobierno en las plantaciones causó enfermedades, desnutrición y mortalidad infantil.

Vida cotidiana en un pueblo sirio concluye con el testimonio desgarrador de un hombre mayor, que se rompe las vestiduras desesperado, imagen que se repite a lo largo del film. El anciano denuncia que se les amenaza con expulsarlos de sus tierras tras haber sido privados de sus cosechas, sus casas, sin tener adónde ir: “¡Estamos hambrientos, estamos muriendo!”, grita a la cámara.

El objetivo final de este tipo de cine era crear nuevos espectadores, enseñarles a mirar cine como un acto político, emancipatorio y revolucionario. La idea central era la condena al neocolonialismo; la miseria de las masas, la marginalización de los pueblos originarios y la represión política de los trabajadores en contraste con los privilegios de las burguesías nacionales y la ostentación de las clases altas. En Siria, como en otros países árabes, una nueva clase política-militar estaba configurando un nuevo orden social caracterizada por la represión y la concentración económica. Este rasgo compartido era a la vez el que promovía la arabidad como identidad común.

En las últimas décadas investigadores y cineastas de y sobre ambas regiones se han enfocado el período de los 60 para revisitar la idea y los ideales en torno al sujeto revolucionario, la solidaridad a nivel regional y la estética política relacionada. En el cambio de siglo, la Primavera Damascena (2000) dio inicio a un proceso proceso revolucionario que se profundizó a partir de diciembre de 2010 con el inicio de la revolución tunecina. En ese marco, que dio lugar a una serie de levantamientos en varios países de la región como Egipto, Siria, Libia y Yemen se conformaron nuevos colectivos multidisciplinarios de artistas, intelectuales y militantes. Entre ellos, los grupos Abounadara de Siria y Mosireen de Egipto pueden pensarse dentro de la tradición delineada por el Cine del Tercer Mundo y como continuidad de sus ideales al proponer nuevas maneras de concebir la producción y distribución de imágenes.

Abounadara fue un colectivo de cine anónimo -esta condición era fundamental para su subsistencia debido a la férrea red de persecución diseñada por el régimen de la familia al Assad en el país- conformado en 2010 con el objetivo de documentar la vida cotidiana en Siria. En sus cortos no había narración ni una intención pedagógica de dirigir la mirada del público ya que su intención era producir películas como bienes públicos “defendiendo el derecho de los sin nombre a tener una imagen digna” (Abounaddara, 2015).

En esa misma línea, Mosireen retomó la tradición del Cine del Tercer Mundo en el contexto de la revolución egipcia de 2011. El colectivo estaba conformado por activistas que filmaban, recolectaban, archivaban y distribuían imágenes de diferentes eventos de la revolución, que logró derrocar al entonces presidente Husni Mubarak tras 30 años en el poder. En junio de 2013, cuando un proceso contrarrevolucionario comenzó a socavar los logros de la revuelta, lanzaron el Tríptico de la revolución. El texto, retomaba la tradición de los manifiestos del Cine del Tercer Mundo, con la idea de un llamado urgente a la acción. Sostenía que, en una época caracterizada por un bombardeo de imágenes, en la que cualquier persona tenía la oportunidad de capturar, modificar y compartir imágenes, éstas se habían convertido no ya en un camino de liberación sino en una trampa: “las imágenes son una trampa. Y sin embargo las utilizamos. También nosotros buscamos distorsionar la realidad. No hay una verdad que podamos mostrarles, tan solo el ángulo que pensamos que sirve mejor a nuestros propios intereses. Pretender cualquier otra cosa es una mentira. La única pregunta es: ¿tenemos los mismos intereses?”.

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