El Aleph, la pequeña gran obra de Narcisa Hirsch basada en un cuento de Borges.

En el famoso cuento de Jorge Luis Borges, el Aleph que el protagonista encuentra en la casa de un amor no correspondido es un objeto que ofrece un punto desde el cual se puede ver todo el universo. Esa esfera de casi tres centímetros de diámetro, hallada en el sótano de esa vieja vivienda de la avenida Garay, en la ciudad de Buenos Aires, es el espejo y centro de todas las cosas del mundo, en el cual todo confluye y se refleja de manera simultánea.

Publicado en 1949, El Aleph es además el título de uno de los libros de cuentos más representativos del escritor argentino, cuyos textos –incluido el que le da su nombre a la compilación- abordan la relación de los personajes con una serie de eventos u objetos inverosímiles, que describen mundos fantásticos y exhiben las grietas en la lógica de la realidad, revelando otras posibilidades ocultas a simple vista o no perceptibles de manera habitual.

"El Aleph es el punto donde el tiempo diacrónico y sincrónico se encuentran, y nuestra vida puede ser una experiencia de 'toda una vida o de un minuto'. Los instantes se suceden unos a otros pero al mismo tiempo y a la vez cada instante tiene la profundidad de campo de lo infinito y eterno. Cada segundo representa una instancia de la vida del nacimiento a la muerte. El Aleph es el punto que concentra esas instancias", explicaba la reconocida artista Narcisa Hirsch, poeta, escritora y cineasta experimental fallecida recientemente, quien en 2005 filmó una valiosa versión cinematográfica del cuento borgeano.

Nacida en Alemania en 1928, aunque residente en Argentina desde su niñez hasta su muerte en mayo de este año, Hirsch fue una de las principales figuras de la escena del cine underground y experimental surgida en Buenos Aires a fines de los años ‘60. “El cine experimental, también llamado under u oculto, es considerado muchas veces enigmático porque, junto con la poesía, su lenguaje requiere de una participación abierta -casi ingenua- del espectador, quien generalmente ‘teme’ que las imágenes se vuelvan amenazantes por ser demasiado inesperadas", reflexionaba Hirsch acerca de su propio trabajo.

Desde sus primeras aproximaciones al cine, en las que primaron siempre el juego, la investigación y el ensayo, Narcisa desarrolló una obra lírica e intimista que la condujo a experimentar con el lenguaje audiovisual filmando en distintos soportes (video, Super 8 y 16 milímetros), tanto en una línea poética e intuitiva como en otra más estructural y minimalista.

Paralelamente se dedicó a la reflexión y la escritura de textos filosóficos, ensayos y poemas, a las artes plásticas, el graffiti, la fotografía y la realización de happenings y performances, mientras se movía indistintamente entre el escenario urbano de Buenos Aires y el paisaje nevado de la Patagonia argentina, sus dos espacios de vida e inspiración.

Al igual que “El Aleph”, su cortometraje de un minuto basado en la obra homónima de Borges, la mayoría de los films de Hirsch se proponen al espectador como una serie de reflexiones filosóficas sobre sí misma y los demás. Pensamientos expresados en imágenes que abordan las profundidades del ser humano y sus dudas existenciales. Narcisa escribía, hablaba y filmaba sobre sus seres y lugares queridos. Sobre las personas que frecuentaba y sus lazos emocionales, como una forma íntima de tratar de aprehender el mundo mientras lo filmaba.

Es también el caso de su corto “El Aleph”, realizado como un collage de imágenes filmadas en Super 8 milímetros durante diferentes etapas de su vida y reunidas en este trabajo como una forma de representar esa posibilidad expresada por Borges de reunir imágenes simultáneas del universo entero, de un tiempo pasado, presente y futuro, en un único objeto.

La dimensión humana y filosófica de esta pequeña gran obra de Hirsch se expresa de manera sintética pero contundente en el diálogo semántico generado al poner en relación esas imágenes aparentemente inconexas con un texto leído por la propia cineasta, en el que apunta sucintamente –al ritmo interminable del sonido de las agujas de un reloj- la experiencia de haberlo visto todo, lo bello y lo abyecto, lo admirable y lo aterrador, y todo aquello que confluye simultáneamente en “el inconcebible universo”.

“La mayoría de las cosas que hice o hago, surgen sin ninguna explicación lógica. El arte es un misterio. El arte es como un rayo que atraviesa el cielo inesperadamente. Yo no tengo teorías. Y la filosofía es algo que siempre me interesó. Pensar me ayuda a vivir”, afirmó Hirsch algunos años antes de su muerte.

Para ella, el cine –y en especial el cine experimental- debería parecerse más a la poesía que a la narración literaria. Como muchos otros artistas y cineastas antes que ella, Hirsch buscó el sentido de su obra en el alejamiento consciente de la herencia de la novela decimonónica, el teatro o la pintura figurativa clásica, tratando de encontrar la especificidad propia de un arte que no debería tener reglas ni respetar fórmulas establecidas, sino dejarse llevar por sus inmensas posibilidades de ritmo, poesía y movimiento.

Esa voluntad experimental se expresa en toda su trayectoria artística, incluso desde algunas de sus primeras acciones callejeras e intervenciones preformativas más célebres, como “Marabunta”, realizada en 1967 junto a los artistas Marie Louise Alemann y Walter Mejía en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. En aquella oportunidad, Hirsch y sus colegas sorprendieron a los espectadores a la salida de la proyección de la película “Blow Up”, del italiano Michelangelo Antonioni, con un esqueleto gigantesco construido por ellos y colocado en el hall de entrada al cine, que habían cubierto completamente de todo tipo de alimentos y que fue devorado alegremente por el público como si se tratara de una colonia de hormigas voraces.

Otras expresiones de esa misma búsqueda poética son sus películas experimentales, entre las que se destacan “Come out” (1971), obra minimalista inspirada en la música homónima del compositor estadounidense Steve Reich, y “Taller” (1971), una conversación con el fotógrafo y actor argentino Horacio Maira, donde lleva a un extremo creativo recursos del cine institucional como el plano secuencia y el fuera de campo.

En estos y sus otros films, Narcisa se miraba a sí misma e intentaba comprenderse mientras se filmaba -dentro o fuera de cuadro- en la intimidad de su espacio vital, en su taller del barrio porteño de San Telmo o en su casa familiar ubicada en las afueras de Bariloche. Filmaba a su entorno humano, natural y geográfico, a todos aquellos seres, espacios y objetos que la rodeaban e interactuaban con ella sensible e intelectualmente, estableciendo siempre una relación muy cercana, de amistad y necesidad mutua. Un vínculo estrecho y enriquecedor que podía observarse tanto en sus perfomances, en sus paseos al aire libre, en alguno de sus happenings, en el rodaje de sus películas o, simplemente, en una conversación cotidiana.

En la actualidad, después de su muerte, su obra es motivo de revisión y difusión permanente en festivales, bibliotecas, centros culturales, museos y muestras locales e internacionales. Existe además en Buenos Aires la Fundación Narcisa Hirsch, en la que sus films son restaurados y preservados para que el público en general –y en especial una nueva generación de estudiantes y cineastas- puedan acceder ellos y conocer así su obra y su pensamiento.

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