A mediados de la primera década de este siglo, era difícil encontrar un director de producciones de gran escala en Hollywood con los logros que ostentaba Michael Mann. Se había convertido, además, en uno de los más osados y ambiciosos. Había anotado una serie de películas de excelencia como Fuego contra fuego (Heat, 1995), El informante (The Insider, 1999), Ali (2001), Colateral (2004) y Miami Vice (2006). Pocos, quizás ninguno en Hollywood de los que estaban en actividad, había tenido una década larga tan extraordinaria como la que tuvo Mann entre 1995 y 2006. Todo lo antedicho hacía esperar que Enemigos públicos (Public Enemies, 2009) fuera una -otra- gran película, pero no lo fue. De hecho, para algunos fue la peor película de Mann. Claro, también puede decirse que la peor fue la que casi todos los seguidores de Mann siempre dijeron que había sido la peor, para algunos incluso inexplicable: El fuerte infernal (The Keep, 1983), una extravagancia sobre nazis y poderes sobrenaturales en los Cárpatos rumanos.
Puede ser que The Keep fuera más chirriante, más cachivachera, pero Enemigos públicos era más fallida: Mann tenía en ese momento mucho capital cinematográfico y, más allá de que algunos elementos no funcionaron en particular, fue sobre todo el ensamble general lo defectuoso, como si el director hubiera perdido para la ocasión su magnífica visión. Es un tanto esquemático empezar una crítica de esta manera, y este texto seguirá esquemático, seco, tendiente a lo descriptivo (mentira), sin juego alguno. Se me ocurre que ésta es la manera más justa de abordar esta película extrañamente rota. De enfrentarme a un traspié de alguien admirado. Y con mi fracaso como espectador: algunos han podido disfrutar de la película, yo no.

Johnny Depp está excepcionalmente mono gestual, al borde de la caricatura. Frunce el ceño. Listo. Incluso cuando sonríe se le olvida puesta la arruga entre las cejas. Habla de forma altisonante. Y su tono se conecta de forma solemne con palabras altisonantes. El cine de Mann y sus diálogos no han renegado de una cierta tendencia a la solemnidad, pero en sus cinco películas previas este riesgo se disolvía en aliento existencial gracias al pathos generalmente trágico que envolvía los relatos. El propio Mann ha afirmado que pertenece a una generación para la cual" ¿quién soy?" y "¿en qué me voy a convertir?" eran preguntas acuciantes. En Enemigos públicos, Mann nunca logra profundizar en los personajes, y tampoco logra conectar los opuestos (notorio trabajo que sí hacía en Fuego contra fuego y en Colateral). Dillinger y Purvis no se conectan, no hay duelo. No terminan de delinearse, de configurarse, de volverse bestias cinematográficas. Dillinger, en la piel de Depp, es apenas un criminal petulante enamorado, no mucho más. Los dos mejores momentos del personaje son cuando espera la luz verde de un semáforo y cuando entra -con todavía más petulancia que la que ya había exhibido- al departamento de policía sobre el final.

Tal vez sea útil pensar por qué ésos son los dos momentos de mayor eficacia del personaje. Uno es un momento de tensión pero es un momento de quietud, sin movimiento. El otro es un momento de distracción, de diversión. Que estos dos momentos resalten en una película de Mann es sospechoso. En su gran década, la de fin de un siglo y principios del siguiente, Mann fue un cineasta constructor, un arquitecto narrativo, un hombre de perfectas estructuras, no solamente admirables sino además apasionantes. De secuencias complicadas y llenas de movimiento, pero totalmente legibles y límpidas en su evidente contundencia. Algunos ejemplos previos, por cierto memorables: el asalto al banco y el tiroteo -digno de una película bélica- en Fuego contra fuego, el primer asesinato y la especial y espacialmente compleja secuencia de la discoteca en Colateral. En Enemigos públicos, tal vez por las restricciones espaciales típicas de una película de época, las secuencias urbanas no se desarrollan en grandes espacios integrados. Tal vez por este motivo la secuencia de acción más extensa y con mayores desplazamientos es en un bosque y de noche. De cualquier manera, la naturaleza no tiene calles, no tiene el peso de la máquina, no le permite a Mann sus típicas escenografías fascinadas con el gris, el azul, el acero. Los asaltos a los bancos no se desarrollan, apenas son "un poco de tiros adentro", "un poco de tiros afuera", no se dispone la acción con fluidez y con impacto, y no gana peso la narración. La continuidad espacial para la acción había sido exhibida y manejada por Mann con maestría en muchas ocasiones previas, pero aquí está ausente. Por otro lado, la habitual sofisticación sonora de Mann también se ausenta, y se convierte en Enemigos públicos en una musicalización más convencional: salvo la canción "Ten Million Slaves" de Otis Taylor, gran hallazgo sonoro-cinematográfico, no hay grandes brillos. Hay Billie Holiday para "dar época" y demasiada música "para emocionar" (raro en Elliot Goldenthal) en los momentos de amor.

No es que ante Enemigos públicos deseáramos necesariamente la repetición ad infinitum de ciertas características del cine urbano, cargado de actualidad y ultra tecnológico de Mann. De hecho, Alí era una película de época. Pero allí Mann jugaba las fichas al personaje central. Alí era-desde el título- una película sobre un individuo; el eje en Muhammad Alí concentraba la intensidad existencial del relato (¿quién soy?" y "¿en qué me voy a convertir?). Aquí, también desde el título, se nos define la película. No es solamente una película sobre Dillinger. Mann también quiere contar la historia del FBI (las dos caras, como en Heat). Del lado de los criminales centra la atención en Dillinger, al punto de no desarrollar a los otros integrantes de la banda y luego equivocarse al intentar que nos emocionemos con sus peripecias (como sí sucedía en Heat). En ese sentido, cuando la emoción se hace vacía en una película de Mann, los diálogos altisonantes no son ni trágicos ni profundos, sino sólo altisonantes. Del lado de los policías, la acción parece centrarse en el agente Purvis. Pero se agregan otros agentes, otra vez apenas bocetados, que llevan a cabo acciones que definen el relato. De ese modo, la importancia de Purvis se diluye, y tal vez por eso la solemnidad actoral de Christian Bale no se vuelve tan relevante. Además, del lado del FBI, la composición de Billy Crudup como Edgar Hoover se roba la atención. Con Purvis debilitado, al margen, Mann no logra estructurar su duelo de titanes, como en Heat o en Colateral. Por otra parte, el sentido del deber o la pasión profesional, temas también de El informante y de Miami Vice, no cuajan tampoco en Enemigos públicos. Aquí Dillinger y Purvis, diluidos en acciones de rango corto y diálogos demasiado definitorios, quedan apenas como dos antojadizos. Sin aliento existencial, sin grandes enfrentamientos, sin su trazo lujoso, sin estructura clara y sin conseguir emociones, Mann termina enfrentando de forma precaria a Dillinger con su supuesto espejo en el cine. Cuando Dillinger ve Por sendas distintas (con Clark Gable), queremos seguir viendo la película de 1934 y no volver a Enemigos públicos. Y, por supuesto, sin que aparezca en la pantalla ni materialmente ni tampoco en espíritu, también queremos volver a ver Dillinger, la magistral ópera prima de John Milius de 1973, con Warren Oates como protagonista. Pero esos son otros asuntos.



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