Heat. Espigas lozanas de una herida siempre abierta  

Hay una diferencia fundamental entre el sistema de frenos antiguo y el sistema de frenos moderno con el cual se detienen esas máquinas viejas llamada trenes. Se trata de una tubería que recorre el tren de principio a fin, comunicando todo el engranaje mediante el avance o la detención de un dispositivo de presión que desacelera al conjunto de vagones, y a partir de allí, supone la conservación de los ejes cuya fricción exacta es lo que terminará frenando las máquinas. En el siglo XIX, el sistema predominante era uno de calderas a vapor que mediante la expulsión de gotas hacia las zapatas del freno, detenía intermitentemente la velocidad de las ruedas, siendo defectuoso en razón de un frenado desparejo para velocidades cada vez más potentes. Eso originó que durante años se busquen modelos alternativos como el sistema de resortes giratorios, que con una varilla específica enrollaba cada vagón contra la fuerza de unos muelles cónicos impactando en el movimiento final de los topes. En el siglo XX, sin embargo, el sistema dominante ya contaba con un freno automático apoyado por complementarias, cuya lógica consta del accionar quirúrgico de una palanca de freno para que la tubería impacte finalmente con precisión. Este sistema posee una válvula en cada vagón, equilibrando la pérdida y constancia de aire para que al momento de los efectos definitivos todo sea preciso entre los depósitos y cilindros. Parece excelente, pero el diseño dependió siempre de una liberación gradual del pedal o de las pisadas con que el chofer acompasa el vaciamiento de los vagones. Es por eso que alrededor de las 00 horas de una húmeda y desconocida noche de 1995, el conductor del tren que arribará en la estación próxima al edificio de bomberos en la ciudad de Los Ángeles, pisará el freno con escasa vehemencia y hará detener una máquina interminable de vagones modernos que verán descender a un maduro Robert De Niro en la piel del ladrón Neil Mc Cauley. Se trata de la película Heat, o como la conocimos en español, Fuego contra fuego.

Mc Cauley cree que el tren lo deja precisamente a la hora señalada para diagramar el golpe al camión blindado. Desciende con calma, reciamente serio. Sus ojos desconfiados lo invitan a buscar la escalera mecánica de salida, aunque antes observa a la izquierda para ratificar que el descenso corresponde con el mecanismo sofisticado de los trenes modernos. Sabe, cree, intuye, que el chofer pisó y soltó a tiempo el pedal para que la compresión de aire haga detener la máquina sin necesidad de que lo divisen. Esperó el chillido del zapato retrayendo la presión. Se puso más serio, descendió. Supuso que todo estaba bajo control y que su vida seguía los lineamientos estipulados por una norma carcelaria que lo acechaba como advertencia. Creía, una vez más, que su destino estaría regido por esa máxima según la cual no debía aferrarse a nada de lo que no pudiera desprenderse en treinta segundos cuando sintiera el ruido de la poli. Lo que no sabía, sin embargo, era que unas noches subsiguientes se toparía con dos personajes atraídos por su condición indisimulada de hombre solitario. Se trataría de una mujer llamada Eady (Amy Brenneman) y del carismático jefe del departamento de policía de Los Ángeles, Vincent Hanna (Al Pacino). Ella, que acostumbrada a trabajar como diseñadora nocturna observa en Mc Cauley los contornos auráticos de un aliado con el que se topan esas almas vacías en una ciudad tan grande como Los Ángeles. Él, acostumbrado a perseguir a los desposicionados de siempre, observó en Mc Cauley algo más que al Jefe de una banda delictiva (¿Who is the loner?, se pregunta exaltado). La noche en que Eady haga cuestas de amor con Mc Cauley, sabrá que está frente a un enigma de personalidad, una suerte de prisma sucio. La noche en que Hanna observe por primera vez a Mc Cauley, sabrá que está frente a algo decisivo que excede atrapar una banda de ladrones que atracó un furgón en el Venice Boulevard.

Vamos a proponer una mirada alternativa a esta icónica película de Mann. Vamos a omitir los detalles técnicos que la crítica cinéfila empeñó para catalogar al film dentro del universo de las películas de acción, pues ya todos sabemos que a partir del fallido golpe al camión blindado las cosas se trasuntaron en la necesidad de reestructurar la visibilidad del grupo conducido por Mc Cauley, precipitándose los caminos en razón de la impulsividad de Wraingo (el invitado que empastó los planes), el descubrimiento de los amantes que rodeaban al círculo íntimo, o la soberbia del financista Roger Van Zant, para quien negociar sus bonos al portador constituirá el principio del final. Ya todos sabemos que antes de la definitiva emboscada con que el grupo se topará a la salida del Banco Asiático en la Broadway Street detrás de Pasadena (dando origen a uno de los shootouts más famosos en la historia del Cine), tenemos la ludopatía de Shiherlis (Val Kilmer) y esas riñas tirantes con su esposa (la actriz Ashley Judd) para quien el riesgo del delito no justifica la inestabilidad económica del matrimonio. Entre las escenas sofisticadas de preparación técnica donde veremos a un Robert De Niro astuto adelantándose al Departamento de Policía de Los Ángeles (D.P.L.A) y obteniendo fotografías de todos sus miembros; y la escena final en el hangar del aeropuerto donde se verán por segunda y ultima vez las dos leyendas del Cine, otra mirada es posible.

Alguien se refirió alguna vez a Heat como aquella película que por una razón u otra no podemos dejar de revisitar, en especial por el modo intimista con que retrata ese extraño espacio azulado que habitamos en las grandes urbes: algo así como una herida eterna desde donde descifrar el dolor profundo que nos acucia y sobre el cual no tenemos un registro tan consciente en razón de la tapadura que genera el bullicio de la acción. En esa línea, el profuso crítico de cine norteamericano Roger Ebert, siempre señaló que Heat contenía una interpretación compleja del individualismo, una tendencia sobre la cual no tenemos plena certeza más allá de una actitud de ceguera o torpeza que nos inhibe elevar la mirada hacia un estadio superior o instancia comunitaria. Creemos que esas impresiones constituyen líneas interesantes para continuar con la sospecha que siempre recayó sobre la película y que el verdadero tema de Heat (siguiendo a Ebert) siempre fue el de dos tipos adictos a sus vidas, aunque esta vez bajo un registro totalmente distinto al del cine de los ´80 y ´90. Por el contrario, mostrando los duros márgenes de la sociedad del futuro, ahora sí a través del pliego donde habitan esos individuos silenciosos y distintos a los desclasados de siempre como el Joker de Phoenix o el Antoine Doinel de Los 400 Golpes. El clásico de Mann, en ese sentido, simbolizaba un entramado de soledad que marcaba como ningún otro thriller policíaco el sentido profundo de aquellos para quienes relacionarse con otros espeja sus espacios vacíos e imposibilidades de insertarse. Pacino ponía los ojos en De Niro, Mc Cauley daba lugar a la sombra de Hanna, y así ambos interiorizaban esa tormenta interior con la cual buscaban trascender sus destinos de fracaso y soledad, en una suerte de doppelgänger uno del otro.

Este es el punto donde se ubica el venerado café en el Kate Mantenillis, ubicado en el Whilshire Boulevard 9101, allá abajo, en Beverly Hills. Extraño y contrafáctico, Pacino y De Niro tienen un breve pero revelador dialogo que ilumina diáfanamente toda la película, consagrando a Michael Mann como el director que en una simple pero efectiva escena de planos y contraplanos logra reunir a los dos actores norteamericanos más consagrados de la segunda mitad del siglo XX. En ese diálogo, Vincent Hanna interroga al ladrón Neil Mc Cauley para saber si este puede tener una vida normal; es decir, tener esposa, hijos, jugar bolos con amigos. Le interroga sobre su futuro y en especial sobre cómo lleva sus relaciones, qué les dice a los suyos sobre su profesión o sobre el riesgo de volver a la cárcel. Mc Cauley contesta que en su frente no hay un cartel que lleve la leyenda “ladrón de licorerías, nacido para perder”. La respuesta de Hanna no se hace esperar y es toda una revelación: “Yo no sé hacer otra cosa”, retrucando Mc Cauley que el tampoco. El regalo es entonces un diálogo que muestra a dos sujetos ocupando un mismo espacio social, expulsados de los valores predominantes de la emergente sociedad globalizada, moviéndose en los márgenes del american lifestyle, y especialmente por reglas distintas al ascenso social meritocrático, esta vez con reflexiones duras, radicalmente heterogéneas a las consuetudinarias preocupaciones del resto. La conversación revela así la dificultad que ambos conllevan para encausar sus vidas como “normales”, con matrimonios estables, amigos e hijos, lugares donde pasar sus fines de semana; mostrando un sigiloso látigo para aquellos que se mueven en la pendiente solitaria y obsesiva de su introspección: se trata de aquel amarre que siempre advierte la mala pasada que seguirá jugando sostener una tozudez obsesiva alejada de los afectos. Cada uno en su ámbito, cada uno en sus cruzadas: Hanna viendo cómo se desgrana su tercer matrimonio, Mc Cauley consciente de que deberá abandonarlo todo en cuanto venga la Ley.

Michael Mann ha provisto detalles sobre esa escena memorable. Por ejemplo, que Robert De Niro solicitó no ensayar la escena con Pacino pues esto le permitía conservar un aire de extrañeza y no familiaridad con el actor de Harlem. Lo cierto es que hay una mesa, hay luces relativamente bajas y es de noche. El bar está repleto de gente de negocios, familias que hablan sobre sus vacaciones, personas que viven sus vidas normales y que nunca utilizaron armas u experimentaron la violencia psicológica de un interrogatorio policial. No hay espíritus sospechosos en el ambiente. Hay una clara brecha entre la vida social de esos dos sujetos y el resto de los presentes, por eso Mann logra intensificar un clima de indiferencia que los hace pasar desapercibidos con respecto al mundo exterior: el café tiene algo más que el color antitético de la violencia callejera que se desata afuera. Sale de la rutina con un diálogo que viene a desanudar la íntima fragilidad de las relaciones humanas en que están inmersos esos personajes, así como la pesadez y la dolorosa desconexión en sus rostros. El dialogo es contrapuntístico porque Hanna acompaña a Mc Cauley en su dolencia, en su errancia, hasta el punto de adelantarle que lo matará si no cesa en su profesión. Y le confiesa una de sus pesadillas, esa donde llega tarde al momento del crimen y entonces mueren mujeres, niños, victimas inocentes que le reclaman por su tardanza. Es la metáfora de la falta de tiempo que acusa a los dos. Es lo que Neil Mc Cauley siente para su vida desde que salió de la cárcel y devino en ladrón que espera el golpe final antes del retiro. Ahí está el escáner que se hacen mutuamente, ahí está la puntilla distintiva contra el cine pomposo de los ´90 imbuido de falsa plenitud, encajonando las angustias mientras consagra el fin de los tiempos. La escena transcurre básicamente en tres planos, pero tienen prioridad los primeros por encima del hombro, aquellos en los cuales cada uno da la espalda al otro, y el rostro del hablante concentra la densidad conceptual desde donde caen las palabras. A modo de reflejo. A modo de entrever que la depresión de Hanna por la crisis de su tercer matrimonio o la contrariedad de Vincent por no saber qué lugar dar a Eady, es también el espejo desde donde intuir cómo seguir. Se trata de un diálogo entre quienes empatizan sin ser amigos, una suerte de matrimonio que se reconoce en sus heridas.

Las mujeres de esta película ocupan roles fundamentales para desanudar el entramado de soledad que afecta a los protagonistas. Justine (Diane Venora) le va a recalcar a su esposo cómo este falta al aspecto relacional del afecto, del diálogo y el equilibrio necesario de toda pareja (we fuck, but then you lose the power of speech). Según su perspectiva, no hay una convivencia real sino silencios insoportables, horarios desastrosos, ausencias irremediables: Hanna vive fuera del hogar porque vive entre las sombras de los muertos. También tenemos, por otro lado, a Eady, la incipiente novia de Mc Cauley para quien no bastó la mordida de desconfianza con que este reacciona en el restaurante la noche donde se conocen: Eady siente una repentina atracción por el hombre que frecuenta la librería. Así, entre Mc Cauley y ella comienza un apresurado acercamiento que tiene como trasfondo la pregunta ontológica sobre la diferencia entre estar sólo o sentirse sólo, pregunta que no sólo conformará la nube del match sexual sino especialmente la relación completa entre ellos, haciendo notorio que ambos carecen de familia, amigos, etc. Y dentro de esa lógica, no es indistinta la vida de Lauren (Natalie Portman), la niña que se corta las venas en señal de dolor a su madre Justine pero especialmente como mensaje a su padre ausente (ese que Hanna remarca como el verdadero punto ciego del hogar), dando espesor al sentimiento de abandono y carencia con que se presentan los dramas individuales. Por eso, tanto Eady como Justine (e incluso en Charlene Shiherleis), visibilizan el amor como esperanza y no como realidad presente, haciendo de las faltas vinculares una muestra de cómo los protagonistas buscan sigilosamente sus últimas posibilidades de redención, sus últimas barajas de escape.

No se trata de espejismos erráticos, sino de tanteos para recalcular posiciones, creyendo que el azar estará bajo control y que aparecerán señaléticas claras para encontrar el camino de lo perdido, el ansia domada con algún tipo de certeza o justicia (como cuando Mc Cauley estudie los planos antes del robo o se desvíe para vengarse del estúpido Wraingo, creyendo que todavía tiene tiempo). Acertamos al decir que los personajes de esta película no son para nada clichés y que todos ellos, sin excepción alguna, dicen lo que piensan o lo que sienten. Que no están encerrados en la peor de las prisiones humanas, esa donde no podemos comunicarnos u expresarnos ante los otros; sino todo lo contrario, son protagonistas perspicaces, que identifican encerronas, entienden perfectamente las encrucijadas que marcan su pasado y por ende las esclusas vías de su futuro (como cuando Eady descubra que Mc Cauley es el ladrón profesional al que persigue el Departamento de Policía y debe enfrentar abiertamente el miedo al futuro). La herida puede ser eterna, entonces, porque cuesta saber si Mc Cauley fue sincero con Eady cuando le dijo que no era un hombre solitario, sino un hombre sólo (I´m alone. I´m not lonely). O cuando Hanna subestima la estabilidad del matrimonio para volver a marcharse y entonces repetir el rastro latente de la pareja que regresa para ser amante. O peor aún, en la condición de Lauren, para quien la ausencia paterna le pone los nervios al límite sabiendo que nunca podrá renunciar al padre que nunca llega. Se trata de historias para las cuales la inteligencia de los personajes no los exime de sus memorias pesadas, de sus destinos perimidos.

El estilo con que Mann narra esta historia neo-noir es también único en sus luces, sus edificios, sus calles oscuras, el azulado color frío que acentúa la desesperanza y el sentimiento de frustración que flota en Los Ángeles. La búsqueda de valores, trátese de la redención que ansía un ladrón sofisticado o la justicia tras la cual corre un policía noctámbulo, pasa como medio vital de los protagonistas y se convierte en el centro de los interrogantes que deja una ciudad modélica donde el progreso también contiene barrios carenciados, redes superpuestas de venta de drogas, casas precarias y pasillos en que fluye la economía paralela (es el camino que Vincent Hanna recorre para reconstruir el atraco al furgón blindado). La soledad, en ese clima de planos y contraplanos, se acompasa con la música de Eliot Goldenthal y Terje Rypdal, dando a Los Ángeles el protagonismo digno de su inhospitalidad, esa inhabitación diferente a la de las ciudades que no tienen hoteles ni turismo pero hospedan una multitud silenciosa de almas desangeladas. Por eso Mc Cauley desciende del tren en formato único. Está adelantado en el tiempo, encerrado en heridas no reflejadas salvo por los escasos atisbos de repetición que ofrecerá una mirada recia y el subsiguiente ablandamiento interno que veremos una vez se desenrolle la película. Mc Cauley, el maduro Robert De Niro, es el que más fuera está, pero es un afuera distinto al de esos no lugares que habitan los desposeídos de siempre: su posición económica es riesgosa pero holgada, su entorno está repleto de abundancia pero está vacío. Sus colores de ropa nunca son claros salvo alguna camisa blanca, como en el tono general de la película, donde no hay ropa de moda sino mayormente el negro, y sobre todo en las mujeres. No hay modelo de belleza para explicar la atracción flotante que carga ese cuerpo desentendido que baja del tren en una húmeda y desconocida noche de 1995.

La película contiene una metáfora social de innegable contenido político y es que todos sus protagonistas, en tanto sujetos vivientes de la globalización en ciernes, podrán trascender el espacio de clase o género que se les asigna con anterioridad, pero difícilmente podrán escapar de esa inextinguible huella que marca el paso de los solitarios y para los cuales su condición íntima los pone en permanente tensión: el caso de Eady es iluminador, pues vencido el rol de mujer demandante o dependiente, conforma un triángulo tácito con Hanna y Mc Cauley en tanto los tres se encuentran marcados por la imposibilidad de conectar con otra gente, de relacionarse y así exhumar sus conductas u hábitos extraños (visitar librerías en la noche, cenar a solas en restaurantes posmodernos, contemplar las luces nocturnas de Los Ángeles para imaginarse en Fiji, etc.). Las líneas que dividen al policía y del ladrón, pero también a la novia diseñadora de la dolida esposa frustrada, son cada vez más difíciles de distinguir, y el hecho de que Eady decida acompañar a Mc Cauley en su fallido escape final, muestra cómo los valores morales se encuentran perimidos en determinadas circunstancias de nuestras vidas.

Ese es el olfato privilegiado del sabueso Pacino en la piel de Vincent Hanna. Ese es el detalle maldito que la cinefilia no puede descifrar del distópico café que reunió a las dos leyendas del cine en una película “de acción” siempre incómoda. Hanna lo sabe: los tipos solitarios esconden una gran necesidad afectiva que se revuelca entre espejismos de heridas pasadas. Heridas distintas a las otras, distintas de las que tienen los normales. Porque son las que obligan a cortar el lazo de intimidad u apertura, el real exterior. Porque son marcas que obligan a desconfiar, convirtiendo incómodo vivir a la luz del sol o andar repitiendo rutinas sin tensionar técnicamente los límites del sistema. Hanna lo entiende perfectamente. Sabe que nadie desciende de un tren mirando reciamente a la izquierda una vez y luego a la derecha dos veces, por más nivel de sofisticación que alcance en el conocimiento del sistema de frenado de los trenos modernos. Sólo él (o una mujer como Eady), pueden olfatear que alguien afina su oído para sentir las zapatas del freno y así saber que los vagones están contrayendo de forma equilibrada el aire para regular las potentes velocidades de estas máquinas viejas llamada trenes. Esa es la fineza que une a los dos protagonistas que buscan redimirse y se toman un café para entenderse un poco, para leer su intimidad por encima de los hombros y así saber hasta dónde duele el pasado (Seven years in Folsom´s Jail). La cosa no es tan nítida por razones obvias: las espigas no son lo suficientemente frondosas como para descubrir sino en el final que Mc Cauley estaba verdaderamente contrariado cuando desciende y busca la escalera mecánica de la estación de trenes para enfrentarse a su objetivo final. Creía, suponía, que conocía a la perfección el sistema de frenado de los trenes modernos y eso lo eximiría de enfrentarse a su propia condición y por ende sortear una vez más el chillido del zapato que anuncia el final de la hora. Cuando se abra la compuerta y baje, sin embargo, ya no será tan fácil seguir los lineamientos estipulados por una norma carcelaria que lo acechaba como advertencia. Aquella noche azulada de 1995, aquella noche que Michael Mann nos regalará para siempre a través de un recio De Niro bajando tan seguro de sí mismo, es cuando lo esperará el viento divino que prosigue a las espigas frondosas anticipadas en el libro de José. Esas que van a entrar por la herida seca. Esas que sólo requieren de alguien que pregunte con asombro quién es el solitario (¿who is de mistery man?), quién es ese cuya mirada encubre toda la herida interior en medio de esta humareda de ficción donde impostamos la vida. Mc Cauley y Hanna lo saben: la diferencia fundamental entre el sistema de frenos antiguo y el sistema de frenos moderno, radica en una sutil forma de sentir el aire.

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