Gladiador II (2024): Esperar lo inesperado. 

Hay que reconocerlo, si nos hubieran preguntado hace veinte años si Gladiador (Ridley Scott, 2000) tendría una secuela, habríamos soltado una carcajada con un deje de escepticismo, estábamos acostumbrados a ver y disfrutar películas sin la imperante necesidad de una secuela. Pero Ridley Scott, como buen veterano de Hollywood, nunca deja un imperio sin explotar. Dos décadas después, aquí estamos, contemplando lo impensado: la resurrección de un gladiador en plena era de los algoritmos y los multiversos cinematográficos.

Eso sí, con paciencia estoica, porque el viejo Scott nos hizo esperar bastante. Veinticuatro años, para ser exactos. El tiempo suficiente como para que muchos nos hayamos preguntado si el Hollywood que lanzó a Maximus Decimus Meridius al estrellato todavía existe, o si aquella Roma imperial es ahora solo un eco perdido entre CGI y franquicias.

Lo que resulta atractivo del mundo de los gladiadores, y su persistencia en la ficción, es esa capacidad para condensar las pasiones humanas más básicas en un espacio reducido. Arena y público, sangre y gloria, muerte y trascendencia. Es un microcosmos tan brutal como poético. Y no es solo cine: basta recordar series como Spartacus (Steven S. DeKnight, 2010-2013), con su pornografía de violencia estilizada y diálogos hiperbólicos, o películas como Ben-Hur (William Wyler, 1959), donde la competencia en la arena era una metáfora de la redención espiritual. Pero la fascinación no termina en las arenas romanas. Incluso historias contemporáneas como The Hunger Games (Gary Ross, 2012) reciclan el mismo ADN narrativo: el gladiador moderno como espectáculo distópico, reflejo de nuestra obsesión por consumir sufrimiento ajeno. Al final del día, el atractivo no está solo en la sangre derramada, sino en la tensión entre la vulnerabilidad humana y el ansia de inmortalidad.

Gladiador II - Paramount Pictures

Entonces, ¿qué hizo tan atractiva a la historia de Maximus Decimus Meridius? Para empezar, Russell Crowe, con su mandíbula esculpida y su estoicismo desgarrado, era la encarnación perfecta del héroe trágico. Gladiador fue, en cierto sentido, un canto de cisne para una era de cine épico que parecía destinada a desaparecer con los años 90. El filme de Scott prometía un inicio de siglo fascinante, con esa mezcla de espectacularidad técnica y profundidad narrativa que marcaba el cambio de milenio. Pero mirando hacia atrás, no fue un presagio de lo que estaba por venir, sino más bien el epílogo de una era. La era de las grandes películas de estudio, filmadas con maquetas y sudor real, antes de que el croma verde y los universos compartidos se adueñaran del paisaje cinematográfico.

El éxito de Gladiador radicaba en cómo lograba combinar lo clásico y lo contemporáneo: la tragedia griega disfrazada de acción hollywoodense. Maximus no solo era un soldado vengador; era el símbolo de un hombre atrapado entre dos mundos: el honor del pasado y la corrupción del presente. Y aunque todos repetimos la famosa línea “Alcanzaré mi venganza, en esta vida o en la otra”, quizás lo que realmente nos conmovió fue el eco de su deseo más humano: volver a casa. Algo tan sencillo, tan visceral. La ironía, por supuesto, es que Gladiador era un grito de guerra por un cine que, como Maximus, estaba a punto de morir.

El regreso al Coliseo cinematográfico no fue un proceso ni rápido ni sencillo. Gladiador II, en palabras de sus propios involucrados, parecía una idea condenada al limbo de los proyectos imposibles. Desde los primeros rumores en los 2000, los desafíos fueron innumerables: un protagonista que, bueno, estaba muerto (tanto en la ficción como metafóricamente para la trama), un guion que nunca parecía convencer del todo, y la presión de estar a la altura de una película que redefinió el género épico. Y, sin embargo, aquí estamos.

El guion pasó por varias manos —como suele ocurrir con proyectos de esta escala—, pero la versión definitiva quedó en las de David Scarpa, colaborador de confianza de Ridley Scott en Napoleón (2023). El elenco también promete una mezcla de lo antiguo y lo nuevo: Paul Mescal, como el joven Lucius, prometía traer consigo el aire fresco de una generación actoral nueva. La dirección de Scott, a sus 86 años, deja claro que aún tiene arena en las venas. Y lo que resulta especialmente emocionante es que la producción apostó a escenarios reales y efectos prácticos (en su mayoría), con locaciones en Malta que buscaron replicar esa Roma que tanto fascinó hace más de dos décadas.

Dieciséis años después del sacrificio de Máximo Décimo Meridio, su legado sigue ardiendo en las arenas romanas, aunque de formas que nadie podría haber anticipado. Lucio (Mescal), el hijo perdido de Máximo y Lucila, ahora conocido como "Hanno", ha cambiado el lujo de Roma por el exilio en Numidia. Pero el destino —y una buena dosis de teatralidad ridícula— lo arrastra de vuelta al Coliseo, enfrentándolo no solo a babuinos asesinos y tiburones de anfiteatro, sino también a un imperio desgarrado por emperadores gemelos delirantes y un traficante de armas con aspiraciones políticas.

Entre intrigas palaciegas, batallas navales en tierra firme y un mono cónsul (sí, un mono), Gladiador II no teme abrazar lo inesperado. Mientras Lucio lucha para vengar a su esposa, proteger el legado de su padre y asumir su lugar en el trono, el espectáculo se convierte en un híbrido extraño pero fascinante de tragedia clásica y delirio contemporáneo.

Gladiador II - Paramount Pictures

Si algo definió a Gladiator (2000) fue su capacidad para capturar tanto la brutalidad como la belleza de una época en decadencia. La secuela, carga aparte con un peso abrumador: no solo debía justificar su existencia, sino también navegar entre la nostalgia y la innovación. El resultado termina siendo una película que se esfuerza por mantener viva la llama de su predecesora mientras intenta construir su propio camino, pero que a menudo tropieza bajo el peso de sus ambiciones.

Desde los primeros fotogramas, Gladiator II no deja dudas de que su diseño de producción y fotografía están pensados para impresionar. La recreación de Roma y los escenarios del Imperio son majestuosos, cada detalle cuidado hasta lo obsesivo. La arena brilla bajo el sol del Mediterráneo, las armaduras reflejan una luz que parece casi mística, y las batallas son espectáculos coreografiados con precisión quirúrgica. Sin embargo, esa perfección técnica termina jugando en contra de la película, dejando al espectador admirando su superficie pero anhelando una conexión más profunda con los personajes y la narrativa.

Gladiador II - Paramount Pictures

Es aquí donde comienza a notarse el vacío emocional que atraviesa toda la obra. A pesar de los ecos constantes del filme original —las alusiones al "pan y circo", la iconografía del Coliseo y hasta las referencias musicales de Hans Zimmer—, la película no logra capturar el núcleo emocional que hizo de Gladiator una experiencia tan conmovedora. La lucha de Maximus Decimus Meridius no era solo física. En Gladiator II, esa intensidad queda diluida entre personajes que, aunque interesantes, no terminan de sostener la épica que la película intenta alcanzar.

Paul Mescal, como Lucius, da su mejor esfuerzo, pero no es Russell Crowe y nunca va a serlo. Su interpretación tiene ese aire melancólico y pensativo que funciona en dramas indie, pero acá lo deja como un gladiador que parece estar esperando a que alguien le pase una guitarra para cantar Wonderwall. La decisión de casting es, siendo generosos, cuestionable.

En cambio, Joseph Quinn se roba la película en cada escena que pisa, interpretando al emperador Geta con un histrionismo deliciosamente excesivo que casi desentona con el tono del resto de la película, pero que, de alguna manera, la mantiene viva. Quinn entiende lo ridículo del papel y lo abraza por completo, transformando a su personaje en un bufón peligroso que no podés dejar de mirar. Mientras tanto, Denzel Washington parece estar actuando en su propia película, construyendo un Macrinus lleno de capas y contradicciones, tan fascinante que más de uno deseará que el guion hubiese tenido el coraje de convertirlo en el verdadero protagonista.}

Gladiador II - Paramount Pictures

Lo que realmente debilita a Gladiator II es su indecisión. La película oscila constantemente entre el homenaje reverente al original y el intento de ser algo más. Por momentos, parece estar más preocupada por recrear momentos icónicos de su predecesora —los discursos inspiradores, las muertes gloriosas, los complots palaciegos— que por construir su propia identidad.

No obstante, cuando la película se arriesga a explorar nuevos temas, vislumbra su verdadero potencial. En medio de la grandilocuencia visual de Gladiator II, hay momentos tan delirantes que, en papel, parecen condenados al ridículo, pero en pantalla encuentran una extraña y fascinante coherencia. Estos excesos, que bordean lo absurdo, no solo funcionan, sino que logran capturar un caos casi operático, elevando el espectáculo a niveles que trascienden la lógica para volverse pura emoción desbordada.

Gladiador II - Paramount Pictures

En este sentido, Gladiator II parece más interesada en el espectáculo que en la introspección, un enfoque que, aunque efectivo en términos visuales, termina restándole profundidad.

Lo que pasa en última instancia con Gladiator II es que intenta ser dos cosas al mismo tiempo: un homenaje respetuoso al original y una película épica que pueda sostenerse por sí sola. Y en ese tironeo se queda a mitad de camino, perdiendo la intensidad emocional que hizo de Gladiator un clásico.

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