Hay algo profundamente irónico en nuestra obsesión por llenar el silencio, como si todo en la vida necesitara ser explicado, narrado o, peor, gritado. Pero Flow (2024) viene a recordarnos algo incómodo: que las palabras, muchas veces, sobran. En esta película, el silencio no es solo ausencia; es una elección narrativa que carga cada escena de significado. Es la antítesis de los diálogos explicativos que dominan gran parte del cine contemporáneo, como si al espectador hubiera que llevarlo de la mano. Aquí, el viaje no necesita mapas hablados, y, curiosamente, uno nunca se siente perdido.
Es el tipo de cine que desafía al espectador a llenar los vacíos, a encontrar la música en los sonidos del agua y el viento, y a descubrir una narrativa que fluye (permítanme la obviedad) como la misma corriente que lo guía. Flow recuerda que el cine es, ante todo, un arte visual, no un ensayo disfrazado de guion.
La animación tiene ese encanto particular: no es un género, es más bien una herramienta. Su mayor virtud es lograr lo que el cine de acción real no puede o no se atreve a hacer. Desde lo más fantástico hasta lo profundamente humano, el límite está donde se termina la imaginación, o mejor dicho, donde el presupuesto ya no alcanza. Flow entiende esto a la perfección. Es el tipo de película que no podría existir de otra manera; los mundos que propone, esa vasta inmensidad líquida y sus extrañas criaturas, solo funcionan bajo la lógica (y la magia) de la animación.

Es interesante cómo Flow toma decisiones estéticas que parecen simples pero en realidad son calculadísimas. Al estar completamente renderizada en Blender, ese software open-source que muchos asocian más con tutoriales en YouTube que con películas de festival, la animación tiene un acabado que es al mismo tiempo pulido y artesanal. No busca la perfección fotorrealista de Pixar ni la textura táctil de un stop-motion; en cambio, se posiciona en un punto intermedio donde lo que importa es lo que transmite, no cómo se ve en resolución 4K.
Esto, además, le otorga cierta humildad visual que la hace más accesible. En lugar de aplastarte con su virtuosismo técnico, te envuelve en una atmósfera onírica donde lo imposible parece casi cotidiano. Es un recordatorio de que la animación no tiene por qué ser una montaña rusa.
Hay algo casi mítico en las historias que eligen animales como protagonistas, especialmente cuando prescinden de humanizarlos a través del diálogo. Flow se une a una tradición cinematográfica que sabe que los animales tienen un lenguaje propio y que la animación es el medio ideal para explorarlo. Porque, seamos honestos, si intentaras narrar algo como Flow con animales reales, terminarías con un documental de National Geographic.
Películas como The Red Turtle (Michael Dudok de Wit, 2016) o los cortos Piper (Alan Barillaro, 2016) y Far From the Tree (Natalie Nourigat, 2021) han demostrado que las historias centradas en lo animal no necesitan palabras para emocionar. Pero Flow lleva esta idea un paso más allá al crear un mundo donde lo humano es apenas un eco del pasado, y lo animal ocupa el centro narrativo sin pedir permiso ni disculpas. No hay moralejas evidentes ni metáforas golpeándote en la cara; los animales no están allí para representar "algo más", sino simplemente para ser.
Esa decisión, lejos de simplificar la película, la enriquece. Al desprenderse de la necesidad de justificarse como "cine con mensaje", Flow nos permite experimentar la historia desde otro lugar, más sensorial, casi instintivo. Y ahí está el verdadero logro de este tipo de películas: a veces, no hace falta entender todo para sentirlo.
El punto de partida de Flow es tan simple como intrigante: un gato despierta en un mundo completamente cubierto de agua. Los humanos, si alguna vez estuvieron allí, son ahora solo un recuerdo. Junto a otros animales que encuentra en su camino, el gato se embarca en un viaje a bordo de un barco improvisado, donde la supervivencia no es la única prioridad; también está aprender a convivir.

La trama no busca grandilocuencias ni giros dramáticos. En lugar de eso, la película se sostiene en una narrativa contemplativa, donde el viaje es tanto físico como emocional. Las olas del océano actúan como un escenario en constante movimiento, mientras que las interacciones entre los animales —sin palabras, pero cargadas de significado— se convierten en el motor principal de la historia. Lo que podría haberse sentido como una alegoría forzada se transforma, gracias a su ejecución, en un relato profundamente honesto. Porque, a fin de cuentas, Flow no trata sobre un gato en un bote; trata sobre lo que queda cuando todo lo demás desaparece.
Flow no llegó de la nada, ni tampoco lo hizo en silencio. La película dirigida por el cineasta letón Gints Zilbalodis y escrita por este junto a Matīss Kažadebutó nada menos que en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, un espacio que suele destacar películas que desafían los moldes tradicionales. Pero no quedó ahí: su recorrido festivalero ha sido casi tan extenso como los océanos que retrata. En el Annecy International Animation Film Festival, un evento que funciona como meca para la animación global, la película arrasó llevándose tres premios: el Gan Foundation Award for Distribution, el Jury Award for a Feature Film, y el Audience Award for a Feature Film.
Desde entonces, Flow ha navegado (literal y figurativamente) por un circuito internacional que incluye festivales como el Guadalajara International Film Festival, donde ganó el premio a la Mejor Película Animada, y selecciones en eventos tan prestigiosos como el TIFF, el BFI de Londres, y Tallin. Ahora, forma parte de la grilla del Festival de Mar del Plata, trayendo consigo no solo premios, sino también una reputación que la precede.
En total, la película ha pasado por más de 30 festivales de renombre, consolidándose como uno de los grandes hitos de la animación europea reciente. Lo curioso es que, pese a toda esta atención, Flow nunca parece buscarla; se siente más como una película que sabe que no necesita demostrar nada. Simplemente existe, como el agua, y eso es más que suficiente.

Si algo destaca a Flow en el panorama de la animación contemporánea es su curiosa mezcla de ambición y humildad. La película es una coproducción europea liderada por Dream Well Studio de Letonia, junto a Sacrebleu Productions de Francia y Take Five de Bélgica. Aunque podría parecer un proyecto boutique, su recorrido deja claro que no escatimó en apoyos: el financiamiento llegó desde instituciones como el National Film Centre of Latvia, el Centre national du cinéma et de l'image animée de Francia, y el programa Eurimages, entre otros. Incluso la televisión pública belga RTBF y el sistema de Tax Shelter de ese país pusieron su granito de arena.
Sin embargo, más allá del respaldo financiero, lo que realmente distingue a la película es cómo fue hecha. La película fue completamente animada utilizando Blender, un software de código abierto que, aunque venerado por la comunidad de artistas digitales, rara vez se asocia con producciones de este calibre. Que una película con esta estética y profundidad haya sido realizada con una herramienta gratuita no es solo un dato curioso; es casi una declaración de principios. Es como si Flow recordara que el arte no depende del precio de las herramientas, sino de la creatividad detrás de ellas.
La animación, aunque técnicamente fue completada en Francia y Bélgica, tiene un espíritu que trasciende fronteras. Quizás sea esa sensibilidad europea para lo íntimo y lo poético lo que permea cada cuadro, desde las vastas extensiones del océano hasta los detalles más mínimos de los animales protagonistas. Pero lo que realmente importa es que, a pesar de las complejidades de una coproducción multinacional, Flow se siente como una obra singular, con una identidad clara y una voz propia.
En el fondo, la producción de Flow es un reflejo de su propia narrativa: un grupo diverso de seres, cada uno con su rol y su aporte, unidos por una misma corriente creativa. Y si eso no es poesía animada, no sé qué lo es.

En el corazón de Flow no hay grandilocuencia, solo una invitación sencilla y profundamente urgente: sobrevivimos porque nos sostenemos unos a otros. La película, a través de su pequeña sociedad flotante de animales, dibuja un mapa emocional que trasciende especies y contextos. Aquí no hay diálogo que subraye las obviedades, ni artificios narrativos que guíen de la mano al espectador. Lo que tenemos son interacciones mínimas pero esenciales: un gesto compartido, un espacio cedido, un riesgo asumido.
Zilbalodis entiende que no hace falta antropomorfizar completamente a los animales para que los sintamos cercanos. Lo que propone no es una lección ni una parábola, sino un espejo que refleja aquello que somos capaces de ser cuando nos dejamos de guerras triviales. La decisión de dejar a un lado el ego, representada con fuerza visual en los vestigios sumergidos de la civilización humana, no solo es un punto narrativo, sino un eco visual que recorre toda la película.
Más que apelar al espectador con discursos climáticos evidentes, Flow deja que la imagen haga el trabajo. La mirada del gato en los espejos de agua, al inicio y al final, no es una pregunta, sino una constatación: existimos porque estamos juntos, porque vemos al otro en su individualidad y, al hacerlo, nos reflejamos en él. La comunidad, como esta embarcación llena de personalidades dispares, es lo único que permite a la vida seguir fluyendo.




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