Pasaron casi 30 años desde que Tom Cruise, confeso amante de la popular serie de televisión de los sesenta de Bruce Geller, decidió emprender una misión en apariencia imposible: reflotar aquella marca y transformarla en una saga cinematográfica, él como cabeza productora y protagonista transversal de todas las entregas. Aquella tarea resultó en casi toda una vida dedicada; mientras realizaba películas como Eyes Wide Shut, Magnolia, Minority Report, The Last Samurai, Oblivion o la reciente Top Gun: Maverick, Mission: Impossible lo acompañó durante todo su desarrollo actoral, mientras diferentes directores (Brian De Palma, John Woo, J. J. Abrams, Brad Bird y Christopher McQuarrie) iban secundándose hasta hallar una identidad propia. Pasaron siete películas, hasta llegar a su aparente final, en una obra que es consciente del peso de todo un pasado, y que aunque con algunos fallos, logra entregar una obra con mucho corazón, en Misión Imposible: Sentencia Final.
La historia es retomada desde donde se dejó en Sentencia mortal. Parte 1, del 2023. Una IA consciente, o la “Entidad”, se empieza a apoderar del mundo, ayudado principalmente por un hombre llamado Gabriel. Un submarino ruso, el Sebastopol, esconde el código fuente que posibilitaría su destrucción. Un doble problema: encontrar la llave que lo abre, e ir hasta allí, en las profundidades del océano. La primera parte resuelve el primer objetivo, con el equipo obteniendo las dos partes de la llave y derrotando así parcialmente al villano de turno. La segunda arranca desde allí, con un Ethan Hunt de nuevo perseguido por Estados Unidos, mientras un arsenal nuclear tras otro caen bajo la influencia de aquella entidad.

La idea de un enemigo omnipresente e invisible, si bien no es novedosa (Skynet en Terminator, por empezar), sí se convierte en algo fresco y coyuntural dentro del cine de acción. Cuando salió en 2023, apenas comenzaba a estar presente en el día a día, en forma de IAs generativas, por lo que ya no era solo parte de una narrativa de ciencia ficción, sino también de nuestra realidad cotidiana. Sumado a un contexto en donde la posverdad, los trolls y la polarización imperan, es una obra que también dialoga con la actualidad. Hunt y su equipo no lucha contra un agente traidor, un adversario vengativo, un traficante de armas o un terrorista, sino contra una entidad virtual y abstracta pero que se hace ubicua en cada rastro de información digital. En ese sentido, volver a usar tecnología analógica funciona también de manera orgánica como un guiño a la serie original, que transcurría en los sesenta.
De alguna forma, aquel enemigo que vive de la digitalidad tampoco es coincidencia en una saga que, desde sus inicios, hizo alarde de una forma de hacer cine de manera práctica. Aquella idea está elevada al máximo en la figura de Tom Cruise, en la piel de Ethan Hunt. Él es la sinécdoque de aquella manera de realizar películas: un actor que pone el cuerpo en cuanta escena sea necesaria, aceptando el riesgo, por más desafiante que fuera, para componer de manera más fidedigna el artificio mágico que es el cine. Como Buster Keaton, como Chaplin, hace uso de su corporalidad para transmitir la acción y la expresión de la obra. En una época en donde es prioridad el rédito fácil, el poco riesgo o el efecto digital, es toda una declaración de principios. Y no solo es alarde, se trasluce en pasión y amor por el oficio.

En la película, esta faceta es de alguna forma universalizada: Ethan Hunt se sumerge en las profundidades más recónditas del océano, y se eleva a lo más alto del cielo. Que las dos secuencias de acción más exigentes de esta entrega sean en agua y aire, en puntos diametralmente opuestos del mundo, es también una forma de metaforizar y condensar allí todas las hazañas hechas a lo largo de ocho películas.
En ese sentido, el film es, como ninguno otro antes, un autohomenaje constante. En su narrativa, las referencias cubren casi la totalidad de las obras, aprovechando cada momento para hacer énfasis en las anteriores entregas. En todos los casos, se nombran las diferentes afrentas de Hunt, que siempre escapa a las normas, para posibilitar aquellas misiones imposibles. En ese afán, no solo se evidencia de manera emotiva toda una vida puesta al servicio de un país y del cine (en un signo que podría leerse como metatextual), sino que se transforma en una película que es a su vez todas las anteriores. La creación de Gabriel como un villano previo a la vida de Hunt como agente no es azarosa, allí está concentrada toda una carrera.

Hay, en ese sentido, un énfasis más que nada puesto en la película que lo inició todo, la primera entrega dirigida por Brian De Palma. Allí, el personaje de Phelps (protagonista de la serie original), interpretado por Jon Voight, se transforma en un traidor. Este es un origen que, en lo personal, a mí siempre me incomodó mucho: tal vez teniendo como finalidad causar un sorpresivo plot-twist, tuvo una forma algo violenta de borrar todo lo anterior y traer al nuevo personaje de Hunt. Es un origen controversial. Por esa razón el actor original, Peter Graves, no quiso participar de aquella película, y estaba en lo cierto. Creo que es algo de lo que Cruise habría tomado consciencia, y que se evidenció en aquel apretón de manos con el hijo de Phelps, Briggs (Shea Whigham), una forma tal vez de pedir perdón al padre y a aquella decisión narrativa.
A su vez, el personaje de William Donloe (Rolf Saxon), mostrado de forma breve pero icónica en aquella primera entrega, terminó apareciendo de nuevo, transformado en un personaje de importancia para la trama. El cuchillo, caído durante una de las secuencias más icónicas de la historia del cine, es devuelto a Hunt, en un signo de clausura. Esto también realza otro aspecto clave de la saga: los equipos y la importancia de los miembros. Si bien Hunt es el protagonista, el cuidado y la importancia para él de las amistades y los compañeros se torna en algo palpable también en el detrás de cámaras, con la integración de personajes que alguna vez fueron secundarios o terciarios, y que siguen vigentes en la historia, hasta más que como un mero cameo. Más ejemplos de ello es la inclusión de un personaje de la primera entrega como Kittrige (Henry Czerny) o el rol de The White Widow (Vanessa Kirby) en las últimas películas, hija de Max, personaje también clave de la primera película.

La película claro que no es perfecta, y no está exenta de fallas. Las explicaciones de los hechos se tornan en sobreexposición y redundancia, tanto mediante el diálogo como mediante el flashback. Hecho tal vez como mandato del estudio para compensar el lapso de dos años entre una entrega y la otra, es utilizado hasta el hartazgo y termina saturando y volviendo algo más torpe a la trama de lo que debería ser. Por otro lado, el personaje de Gabriel termina algo desdibujado en contraste a la anterior entrega; tal vez esto es inevitable, ya que al estar desligado de la Entidad se transforma en el villano clásico de turno. Sin embargo, estas fallas terminan siendo menores en contraste con los atributos de la película.
Misión Imposible: Sentencia Final es realmente un evento histórico. Es la conclusión (¿será? Veremos que pasa en estos años) de una saga que incidió en el paradigma de cómo filmar acción. Es también la conclusión de una forma de filmar que dialoga de forma constante con el cine. Es aquel cine en donde el artificio está al servicio del espectáculo y de la sorpresa. Tom Cruise entendió aquella fundación primigenia del medio, cuando Méliès creaba todo un lenguaje para, de alguna forma, hacer magia. Hacer posible una misión que aparenta ser imposible es llevar a cabo esa magia en cada pirueta que linda con la muerte, en cada salvación de una Tierra al borde de la destrucción, en cada mensaje que se autodestruirá en cinco segundos, en cada espectador que mira con ojos maravillados aquella alquimia hecha película.
Nota por Alex Dan Leibovich | Periodista | Redactor en Clarín, Peliplat y Erramundos.
Publicado el 26 de mayo del 2025, 1.34 AM | UTC-GMT -3.
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