La sal quema

El otro día llego a mi clase semanal con una alumna. Le pregunto cómo anda y me dice que rara. Que no pudo dormir bien, que estaba extraña porque la noche anterior vio una película que… Y utiliza los puntos suspensivos. Se toca el pecho suavemente con la mano, y con la boca y los dientes hace ese gesto que se hace cuando algo arde. “¿Que qué?” le pregunto yo. Y me dice “¿Viste Saltburn”?

El Comienzo

Al día siguiente, pensando en qué ver, si película o serie, me acuerdo de mi alumna. Escribo el nombre del film en el buscador. “Suspenso, comedia”. Película inglesa. Un equipo de actores y actrices muy destacables por sus trabajos anteriores. Y si bien no suelo hacerlo, decido ver antes el trailer de la película.

Comienzan a resonar en mí películas que me fascinan como “Midsommar”, “Hereditary”, “Get out”, “Funny games”. Una universidad, amigos, el final de la adolescencia, una familia rica y presuntamente agradable, costumbres y personajes definitivamente siniestros. “Vos no nos vas a dejar. No vas a dejar Saltburn”, dice una actriz llorando. “Creo que nunca más voy a volver a casa”, dice el protagonista en dos momentos del trailer. Me tienen capturado. Decido verla al instante, pero no sé en qué plataforma está. Entro al menú de la televisión que me ofrece una lista de películas y series preseleccionadas por quién sabe quién. La primer película que me sugiere la fila que corresponde a Amazon Prime es “Saltburn”. Y claro. Para quien se deja llevar por estas nimiedades que rozan la estupidez, estos detalles son parecidos a la magia y me convierten en un niño que se hunde en el sillón ávido de que comience la aventura. Play.

Con unos planos preciosos y un montaje sutil pero protagónico, el comienzo sugiere de una manera muy personal y para nada estereotipada, una especie de entrevista a cámara de un joven: Oliver Quick, representado por el monstruoso y sensible actor Barry Keoghan. La película comienza con el final de su historia, y con un clip que sugiere todo lo que veremos sin dejar ninguna información o imagen clara. Comprendemos que Oliver fue presa de una terrible obsesión por Felix (Jacob Elordi, intérprete de uno de los más odiosos e interesantes personajes de la serie Euphoria), un joven sensual, sumamente popular e hipnótico. “Lo amaba, pero…¿estaba enamorado de él?” Cuándo Oliver va a responder, aparece el título de la película. El conflicto pareciera estar claro, y el adelanto de lo que sucederá luego, es más que seductor. Nada puede salir mal.

Antes de continuar esta nota, sobre la Constitución Internacional Tácita de los Espectadores, juro no spoilear nada concreto sobre la película.

A partir de la presentación de sus personajes, la absoluta inteligencia del guión nos lleva a tener un determinado juicio sobre ellos, sobre los comportamientos de los personajes secundarios típicos de los relatos de escuela o universidad, e incluso un juicio (en principio) clarísimo sobre el género que estamos viendo. Todo nos acerca a la comedia, pero con algunos guiños de oscuridad que vuelve a sus personajes mucho más interesantes que otros relatos predecesores en el género. En los primeros aproximados diez minutos, podemos intuir que estamos frente una historia adolescente, probablemente romántica, con tonos de comedia negra, y con un estilo autoral de la realización sumamente personal. Descansamos, bajamos las defensas, y nos dejamos llevar.

Con el paso de los minutos, el relato sigue siendo claro, pero sus formas se van volviendo esquivas. ¿Estamos viendo efectivamente una amable comedia negra? ¿Qué son esos momentos tan particulares donde aquellos rasgos de los personajes que antes me hacían reír, ahora se vuelven extraños y algo perversos?

Oliver es invitado por Felix a pasar los meses de vacaciones a su casa junto a su familia. Lo invita a Saltburn: una mansión de las dimensiones del palacio de Versailles. La riqueza de la familia es tan extrema que pareciera no pertenecer a ese universo. No parece siquiera contemporánea, posible. Pareciera que estamos viendo The Crown y la historia del reinado de Inglaterra. La familia, sin embargo, es sumamente moderna: una madre que fue modelo (Rosamund Pike), un padre bonachón que parece un escritor de clase media baja (Richard Grant), una amiga vividora completamente tatuada y prácticamente emo (Carey Mulligan), una hija que podría ser la chica más popular de una prepatoria yanqui, un primo hipster, un mayordomo siniestro con la cara llena de colágeno. Y en esos detalles de lo patético y de momentos claramente escritos con ese propósito, la comedia vuelve a afianzarse. El relato nos pide que nos relajemos otra vez, que no sospechemos tanto, que no nos estresemos por las rarezas. Y cuando pareciera conseguirlo, la hija de la familia le dice a Oliver: “Me gustás más que el del año pasado”.

Los cortos momentos de fiesta adolescente, música extradiegética feliz, y esa sensación de que todo está bien, son apenas eso: momentos. Mientras se avanza, en el primer y segundo acto de la película, uno siente que no le están siendo sincero. Los personajes se ocultan mucho entre sí, y claramente a nosotros el relato nos oculta mucho también. Y la narración, a la vez, quiere que sintamos exactamente eso. Esa intranquilidad cada vez más espeluznante. Que sepamos que hay algo raro. Que no podamos descansar nunca más hasta los créditos del final.

El éxito

El acceso a tantas plataformas, y esa sensación de variedad casi infinita de contenido para elegir, en los últimos años ha formado a sus espectadores casi tanto como una universidad. No importa su edad ni profesión. Cada cuál con su lenguaje, y desde ya siempre desde el plano de la subjetividad propia del arte, detecta actuaciones creíbles, una fotografía bella, un guión chato. Y esa misma formación de experiencias, vuelve también más dificultoso el precioso acto de ilusionismo del relato audiovisual. El espectador está siempre listo para señalar la mano del mago y gritar: ¡Yo ya conozco este truco! Incluso pareciera que intentar adivinar de antemano que va a suceder, es un nuevo nivel de consumo y placer.

En el último tiempo, los relatos que se proponen sorprender al espectador, suelen fallar en el intento. Por vagos, por simplistas (un volantazo final que traiciona todo lo visto hasta ese momento tan sólo por el efecto mismo), o por excesivamente complejos (es tal el ímpetu de gustar y sorprender, que el relato se vuelve frío, se vuelve informativo, los personajes se tornan lejanos, y se rompe la cuerda fundamental de la empatía entre los personajes y el espectador). Por ende, cuándo una película consigue hoy en día que el espectador se abstraiga y no se pregunte nada, o se pregunte lo menos posible, es porque triunfó. Desde ya, a veces la conexión entre la película y su espectador no depende de cuestiones matemáticas o técnicas. A veces simplemente se ve en el momento justo cuándo las defensas están bajas y el relato, independientemente de su calidad, entra como una flecha al pecho de quien la ve. Ahora, si una película emprende la terrible aventura de invitar al público a ese juego de adivinanzas, de inquietudes irresueltas, donde sí o sí ese público estará activo durante el relato; si además la película mantiene siempre viva la atención de ese espectador; y si encima de todo, la película consigue despistar a este espectador moderno tan sólidamente formado, entonces el éxito es total.

Todo el dispositivo audiovisual, la dirección de actores, el montaje, la fotografía, el diseño del sonido y la música, el guión, todo está a disposición del enorme engaño sobre el que el mismo relato hablará. Porque si sus personajes están siendo engañados, si se traicionan entre sí, si todos son sospechosos de tantas cosas, ¿por qué no engañar de la misma manera a su espectador en vez de simplemente hacerlo testigo?

El título contiene dos palabras. Un sustantivo, y un verbo. Sal, y quemar. Con las hojas en blanco, antes de escribir esta nota, ordenar mis ideas y sensaciones, las casuales causalidades de la internet me llevaron a leer lo siguiente. “Dentro de la litúrgica católica, la sal se considera símbolo de pureza”. Pureza. Me gusta la espiral de este juego de interpretaciones. Ahora que conseguí ordenarme algo y llego al final de la nota, recuerdo algo. Apenas terminó la película, sentí algo muy pero muy concreto: me sentí sucio.

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