Películas interrumpidas
Los surrealistas sugerían/pedían/¡exigían!, que además de leer Cumbres borrascosas sentados en la rama de un árbol, se ingresara a la sala de cine con la película comenzada, para retirarse antes de que finalizara, y se reiterara a continuación el mismo proceso con otra película. Los complejos multi-sala no existían, había que correr de una sala a otra. Pero las ciudades estaban llenas de cines, no como ahora. Como sea, la propuesta surrealista ponía la atención en un montaje involuntario de las imágenes, que excediera al de las películas (las cuales debían ser, más vale, elegidas al azar), para que lo visto en un film se ensamblara con otros. La “película” resultante sería única, solo surgida de la experiencia propia, irrepetible.
Hago un paréntesis. El cineasta brasilero Glauber Rocha implementó algo similar en la que sería su última película: A Idade da Terra (1980). Compuesta de 16 rollos, éstos no tenían una numeración para su proyección, de modo tal que el orden quedaba sujeto a la elección que hiciera el operador de sala. Desde luego, dicha cuestión hoy sería impracticable en una copia digital, pero la edición que pude ver en DVD (y todavía conservo) da la posibilidad de que se practique un ordenamiento aleatorio. En síntesis, A Idade da Terra -surgida como reacción ante el asesinato de Pier Paolo Pasolini- podía ser una película diferente luego de cada función. Cierro el paréntesis.
Lo dicho viene a cuento en relación a cómo el montaje opera en el inconsciente. Lo digo “con riesgo”, porque mis conocimientos sobre psicoanálisis son limitados; sí puedo decir que es por allí cómo éste y el surrealismo y el cine encontraron un lugar común. A mi entender, la relación entre dos imágenes sigue siendo el alma del cine: aun cuando este vínculo esté codificado en tantas películas, continúa impredecible, poéticamente amenazante. Basta que se sitúen dos imágenes cualesquiera, una al lado de la otra, para que la sensorialidad de quien mira se dispare de formas impensadas. En ese diálogo de imprevistos o de “cadáver exquisito”, el cine sigue potente, siempre un paso más allá de todo intento de formalizarlo.
En última instancia, de lo que se habla es de lenguaje. ¿Qué es el lenguaje audiovisual? ¿Hay que aprenderlo? ¿Desaprenderlo? El surrealismo, en su afán por poner en tensión las semánticas habituales y el orden de mundo que representaban, las atacaba para desdecirlas de maneras imprevistas. En el cine, como en el sueño, el surrealismo podía encontrar una de estas posibilidades. El sueño es indomable. El cine, ¿también?

La mano con hormigas
Luis Buñuel decía que el cine es lo más parecido al sueño, porque las acciones de soñar y de mirar una película se asemejan. El cuarto a oscuras, la somnolencia que precede, las imágenes imprevistas. Al momento de despertar, no podemos recordar con exactitud la totalidad y secuencia de las imágenes soñadas, solo traducirlas en palabras, y darles un orden aproximado. En otras palabras, practicamos un montaje. Pero en el cine, el caso es otro. Allí sí podemos verificar cómo estaban organizadas; con lo cual, comprobaremos que éstas nunca se condicen del todo con nuestros recuerdos. (En lo personal, he descubierto que creía haber visto ciertas imágenes -inexistentes- en determinadas películas.) Entonces, y de vuelta al sueño, ¿cuánto hay de lo soñado en la evocación y recuerdos que intento? ¿Puedo contar un sueño dos veces de idéntica manera? En fin, qué laberinto. Perderse en él obliga a darle un sentido; por eso, la palabra. Cuando aferramos una semántica, nos tranquilizamos; al menos, hasta una próxima tormenta. Por eso, podemos decir que hablar de sueños, es como hablar de películas. A uno le damos palabras -allí el psicoanálisis-, al otro un montaje. El principio ordenador ante el dilema del descalabro.
Vale ver Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929, Luis Buñuel y Salvador Dalí) bajo la siguiente premisa. (No estoy descubriendo nada nuevo, sino reiterando lo que muchos y muchas, más inteligentes que uno, han dicho y propuesto.) Mirar la película sin estar tan preocupados por “qué quiere decir” o “qué interpretar”. La interpretación inevitablemente nos persigue, y está bien que así sea: necesitamos anclar un sentido, aun cuando luego podamos optar por otro. Pero, antes de llegar a esta situación y perseguirnos con lo que significan el ojo cortado por la navaja o la mano con hormigas (esa mano me persigue desde que la vi por primera vez, no entendí nada y nadie me explicó nada, pero quedé maravillado), ¿por qué no mirar esta sucesión de imágenes desde una incredulidad suspendida? Fascinación, asco, atracción, repulsión (un film de Polanski se llama, no casualmente, así), todo a la vez. Al término del film de Buñuel y Dalí, ¿quién sería capaz de recordar -exactamente- lo visto? Ahora bien, seguro podremos referir sensaciones, escalofríos y atracciones. El cine, entre otras cosas, ¿no es eso?
Según señaló Buñuel, Un perro andaluz fue filmado a partir de sueños suyos y de Dalí. Esto puede ser cierto, también no. ¿Importa saberlo? En todo caso, lo que se revela potente, capaz como es de construir imágenes que nos impacten la retina, es el cine; siempre y cuando se trate de gente como Buñuel, está claro. Un perro andaluz está pronta a cumplir los 100 años, y algunas de sus imágenes ya son parte del inconsciente colectivo y de la historia del cine. Es decir, convivimos con estas imágenes aun cuando no hayamos visto ese film. Por ejemplo, seguramente muchos vieron Matrix. A mí me impresionó ese momento donde Neo queda sin boca, es terrible. En verdad, es también un guiño consciente de las Wachowski, sobre una de las escenas del film de Buñuel. Entre las dos películas, de hecho, hay más de un vínculo estético; tanto es así que Matrix no sería lo que es sin la incidencia de Un perro andaluz.
Más allá de estos diálogos cinéfilos, que podrían dilatarse en una lista desmesurada de títulos en donde el sueño sea protagonista (incluya cada quien los de su predilección; yo sumo Paprika -2006-, el extraordinario anime de Satoshi Kon), lo que queda es el residuo nocturno del cine o del sueño, esa arena de lagaña con la que despertamos o con la que salimos de una sala.

Ser visto por todos y por nadie
En Dream Scenario, el profesor Paul Matthews (Nicolas Cage) vive su día a día gris, homogéneo, sin despertar intereses distintos: dar su clase, comer en familia, a veces (parece que muy de vez en cuando) tener sexo con su esposa. Pero más allá de esta pobre sinopsis argumental, mejor prestar atención a la primera secuencia del film que dirige Kristoffer Borgli, con producción de Ari Aster.
No hace falta contarla, para eso mejor ver la película, sino decir que allí donde lo visto se plantea de determinada manera, y el espectador, invariablemente, cree en lo que ve, de pronto, sin aviso, todo se tuerce. ¿Es cierto lo que estoy viendo? En todo caso y más allá de cómo la película lo resuelva (efectivamente, se trata de un sueño), ¿no debiera ser ésta la reacción habitual ante toda y cualquiera película? Es decir, ¿por qué creo en lo que veo en una película cuando sé, efectivamente, que no es cierto? El cine es honesto en esta cuestión, ya que ingresamos en su territorio sabiendo, de antemano, que viviremos la ficción que sea como si se tratara de una verdad de 120 minutos. Casi como un sueño.
Lo extraño es cómo el cine codifica estas cuestiones, y en el caso de Dream Scenario, como en tantos, sitúa al “sueño dentro del sueño”. Verificado que lo visto no estaba “ocurriendo”, podremos entonces pasar a la secuencia siguiente y disfrutar de la historia porque lo visto, ahora, “se entiende”. Justamente, en ese corrimiento primero, donde no queda claro qué es lo que sucede, Dream Scenario plantea su puesta en escena. No tanto desde la progresiva puesta en duda que hará la película sobre qué es lo cierto y qué no lo es, sino en relación a cómo dicha frontera, antes que nada, es una convención. Hasta tal punto, que creeremos en el absurdo de su argumento: el intrascendente Paul Matthews pasará a ser soñado por mucha gente.
De esta manera, Paul verá cómo su rostro y valía cobran un interés creciente. No solo pasará a ser el protagonista de los sueños de multitudes, sino también la principal tendencia en las redes, donde se convertirá en celebridad. En esa alteridad virtual -¿cercana al sueño?, ¿cercana al cine?-, Paul se vuelve una estrella, y por eso, también en la vida real. Ahora, no solo sus estudiantes le miran con interés sino también su propia familia. De ser el padre anodino, que prohibía el uso de celulares en la mesa, ahora es quien los habilita porque hablan de él. Hasta su esposa le demuestra un interés sexual diferencial. Lo mismo en sus clases, cuyos contenidos pasan a un segundo plano ante las preguntas del estudiantado. Cada uno de ellos, relata sus sueños. Algunos son terribles, otros no. Las risas acompañan. Pero hay cierto nervio que late porque, como se sabe, ¿cómo reaccionamos cuando no entendemos algo?
El paso siguiente es la pesadilla, que no es otra cosa más que un “mal” sueño. Y claro que el cine tiene una larga lista de títulos de terror con los cuales indagó, y seguirá por siempre, tal cuestión. Dream Scenario se vuelve, cuando lo pide el argumento, también una película de terror. Pero lo hace en dosis moderadas, mientras atraviesa distintas estaciones en la vida de su protagonista quien, de un momento a otro, pasa a estar en el lugar que parecía le sería siempre negado: el del más visto o el más “popular”.
Para los norteamericanos, sabemos que esta acepción -“ser popular”- significa una carga maldita o bendita; para más datos, recordar Carrie (1976) de De Palma. Paul, aun cuando su academicismo lo muestre como alguien presuntamente inteligente, no será inmune a la adulación; además, hasta las más jóvenes se le tiran encima, con el deseo sexual a flor de piel. Y él que cree que podrá manejar lo que es y será inconciliable; porque, ¿cómo hacer equilibrio entre ser modelo publicitario de Sprite y autor de una tesis con destino de libro? Además, un viejo amor le sale al cruce, a la par de problemas con su ex y los celos inevitables de su actual esposa. Es demasiado, y cuando se toca el punto álgido, lo que sigue es el derrumbe.

El gran actor
Dicho todo esto, es menester hacer foco en quien encarna el asunto: el gran Nicolas Cage. Hay varios textos en Peliplat sobre el actor, en donde se repasan su carrera, talento, aciertos y errores; en todo caso, siempre celebrando la actualidad que su nombre evoca. Si bien y según se sabe, el actor trabaja en muchas películas simultáneas debido a problemas financieros, esta misma cuestión cifra el esplendor y la caída con las que el actor convive. Ganó el Oscar, tuvo el mundo en sus manos, fue actor de acción, casi Superman, y después el declive. Hasta se lo registró borracho y en las redes, proclives al escarnio como son, lo vapulearon. Pero a él le importó nada, como si eso haya sido una actuación más. Y de ser alguien visto de reojo -bien sabemos cómo Hollywood entrona, para aplastar rápido- pasó a protagonizar films de todo tipo. Hasta el punto de lograr una réplica absurda de sí mismo en (la menor, para mi gusto) The Unbearable Weight of Massive Talent (2022, Tom Gormican), junto a westerns, films de acción, terror y ciencia ficción. No viene al caso enumerarlos.
Pero sí decir que el personaje de Paul Matthews es también él, en su popularidad y descenso, cuando el firmamento era suyo y cuando cayó sin red. Si Cage continúa, como lo hace, protagonizando films de toda laya, es porque hace lo que sabe y, lo que es más importante, lo disfruta. En su rostro se leen los golpes recibidos, perviven en sus marcas gestuales tantos personajes, y con esa máscara que ha hecho de sí mismo (algo conseguido por pocos actores y actrices), prosigue encarnando y conformando una suerte de caleidoscopio personal. Es muy difícil salirse del encanto magnético que provoca, lo que hace que cada uno de sus personajes tengan, adrede, un costado grotesco. Así como Paul Matthews, quien ríe como un imbécil. Lo hace en un par de ocasiones, con una risotada que no puede controlar, cuando se sabe superado por lo que le sucede. En esos momentos, queda desvalido, con el rostro destemplado, como cuando le pintan “looser” en el auto, o cuando agrede involuntariamente a otra persona. ¿Cómo acomodar el rostro, los gestos y el caminar, luego de tantos golpes?
Algo y mucho de todo esto, están en Paul Matthews y en el propio Nicolas Cage. Son rasgos que delatan humanidad, por el dolor que emanan y por la alegría que significa hacer lo que se desea: cine. Toda película con Cage, será siempre un reencuentro, con él, con el cine. ¿Qué más pedirle a un actor?
En Dream Scenario, el último acto está dedicado a una especie de distopía nada lejana: la experiencia de Matthews, la de aparecer involuntariamente en tantos soñadores a la vez, será sistematizada y utilizada por el sistema. Rápidamente, una empresa patentará un invento redituable. Lo que no significa que él, el profesor despreciado y alguna vez celebrado, obtenga algo a cambio. En todo caso, será una víctima más, que intentará soñar con algo diferente a la suerte que le toca. Así como el trato tirante y displicente entre Hollywood y Nicolas Cage, quien insiste, para nuestra fortuna, en filmar una y otra vez. Como si fuera, él solo, el lado B, marginal y veraz, de una industria cada vez más enajenada. Cage le enrostra -a Hollywood, a sus ejecutivos- una contracara dolida. Hay que asumir el costo de hacerlo. ¿A cuántos actores, de una ofrenda semejante, podríamos mencionar?
Leandro Arteaga
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