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Priscilla y el gran desencanto

El sueño promedio de cualquier adolescente estadounidense a fines de la década del 50 era conocer a Elvis Presley, una joven figura del mundo de la música que aún tenía mucha carrera por delante. No voy a detenerme demasiado en la magnitud de una mega estrella de la talla de Presley –y el posterior producto que crearon a su alrededor– porque el film tampoco hace foco en eso. Pero solo para tomar dimensión: Elvis sigue facturando millones de dólares a más de cuarenta años de su muerte, incluso supera las cifras que lograba cuando estaba en la cima de su carrera, que incluyó también una treintena de películas.

En este caso, la directora Sofía Coppola retrata el inicio y el final de la inusitada relación entre Elvis Presley (Jacob Elordi) y Priscilla Beaulieu (Cailee Spaeny). Un encuentro que se da en Alemania por motivos vinculados al Ejército de Estados Unidos, dado que Elvis era soldado al igual que el padre de Priscilla, aunque este último tenía un cargo mayor. Lo curioso no responde a los diez años de diferencia entre ellos sino en los incipientes catorce que acusaba Priscilla, siendo una niña en edad escolar a punto de entrar en un mundo que cambiaría su vida. El relato abarca unos quince años desde fines de los 50 hasta comienzos de los 70 donde ya casados y con una hija, se separan.

Gran parte del recorrido del film está enmarcado dentro del desencanto: el sueño de Priscilla va perdiendo fuerza en la medida en la que crece la figura de Elvis y ella empieza a tomar conciencia del rol que le toca ocupar. Ese cuento de hadas fallido que empezó a experimentar, y por el que luchó desde su adolescencia, poco tiene que ver con el presente de “accesorio perfecto” que le hacen vivir. Incluso soportando violencia física y psicológica.

No obstante, quiero señalar dos cosas: Hubo momentos de felicidad, de juego, de diversión, y demás. Y, en línea con eso, creo en el amor de Elvis hacia Priscilla, más allá de todo. Tal vez se haya visto sobrepasado por la temprana muerte de su madre, su adicción a las pastillas y el hecho de tener un séquito de personajes detrás dispuesto a cumplir cualquier capricho que fuera de su antojo. Además, también él es presa de un negocio que lo tiene como protagonista y que, a la velocidad que viene, no se puede frenar. Todas cuestiones que enfatizan el carácter secundario de Priscilla en su vida, quien se encontró con una situación inesperada, pero necesaria y funcional al sistema que mantiene –y mantuvo– a Elvis como El Rey.

Todo esto tiene su pico cuando la protagonista llega Graceland, hogar de los Presley en Memphis: “No te acerques tanto a la reja”, “que no te vean de tal manera”, “vestite de esta forma”, todas frases que rodean a una joven Priscilla a quien le surgen cada vez más interrogantes sobre la decisión tomada. Aspectos que son reforzados a través de planos elocuentes: la soledad absoluta en una casa en la que no tiene nada que hacer. Elvis pasa largas semanas filmando películas en Los Ángeles y ella se entera de él por llamados telefónicos o revistas de actualidad, sumadas a alguna visita sorpresa para ver con sus propios ojos la situación. Tampoco puede interrumpir el curso de la maquinaria que hace funcionar el universo de Presley porque estorba, además de estar celosamente custodiado por Vernon, padre de Elvis. El punto más alto de esta situación recae en el primer regalo de Elvis a Cillia ya instalada en Graceland: Un perro. La compañía que él no puede darle resignificada en una mascota para que la soledad sea más llevadera.

Hay elementos biográficos bien personales, dado que el largometraje está basado en el libro Elvis and Me, de la propia Priscilla Presley, que además oficia de productora del film. Sus charlas con Coppola y con Spaeny, han ayudado a crear el personaje en la intimidad, tal vez lo más logrado del film. Los deseos sexuales en pleno despertar contra la actitud elusivo-paternalista de Elvis con ella, son la novedad que aporta la película. Elvis no sabe cómo manejar sus deseos, incluso cuando quiere acercarse, lo hace de manera violenta. Pero, en general, sus actividades en la intimidad del dormitorio reflejan a un Elvis concentrado en otros mundos, como la lectura o el abuso de sustancias.

Hacia el final del film, parece que todo avanza de a tirones, una serie de elipsis en las que pasa de todo: embarazo y nacimiento de su primera y única hija: Lisa Marie (1968-2023), apogeo de la carrera de Elvis e independencia de Priscilla y luego, la separación; que básicamente es una ruptura unilateral de parte de ella. Una aceleración del relato que fue minucioso en la parte del enamoramiento y, al igual que la relación, perdió el encanto con el paso del tiempo.

La referencia a Perdidos en Tokio (Lost in Translation - 2003) es inevitable, pero no solo porque se trata del mejor largometraje de la directora (creo que a esta altura nadie puede decir lo contrario), sino porque la vida cruza a una niña y a un hombre bastante mayor que terminarán enamorados en un país que les resulta totalmente ajeno. Claro que Alemania no es Japón, ni tampoco se pretende ese paralelismo entre las ciudades, porque Europa acá es un breve contexto, cosa que no ocurre en el film del 2003, donde Tokio se mete en las venas de protagonistas y espectadores, ávidos de participar de su cultura y actividad.

En suma, creo que el desencanto pudo más, y así como Priscilla un día apareció en la vida de Elvis; otro día, cansada, se fue. Tal vez ese era el temor de los padres, curiosos por conocer las intenciones de Presley: más que romper el corazón de su hija por probables relaciones paralelas ¿estaba realmente enamorado o buscaba alguien con determinadas características que no interfiriera en la construcción de su figura? Tal vez las dos cosas.

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