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El Estudiante de Praga: tres variaciones y una historia ejemplar.

Der Student von Prag (1913, Stellan Rye, Paul Wegener)

La importancia de El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1913) admite varias consideraciones; entre ellas, servir de film basal a la etapa inmediata, de esplendor oscuro, que habrá de conocer el cine alemán, de rótulo “expresionista”. “Con El estudiante de Praga –refiere Lotte Eisner– los alemanes enseguida se dan cuenta de que el cine puede convertirse en el médium por excelencia de su angustia romántica y que permite reproducir el clima fantástico de las visiones vagas que se esfuman en la profundidad infinita de la pantalla, espacio irreal que se pierde en el tiempo” (La pantalla demoníaca. Las influencias de Max Reinhardt y del expresionismo. 1988. Madrid, Cátedra, p. 40).

Dirigida por Stellan Rye y Paul Wegener, con guion de Hanns Heinz Ewers, la película abreva de “William Wilson” de Edgar Allan Poe, pero también de “La maravillosa historia de Peter Schlemihl” de Adelbert von Chamisso y de “La historia del reflejo perdido” de E.T.A. Hoffmann. El nudo argumental, y de referencias literarias, estará dado por el “pacto fáustico”: con su firma, el joven Balduin (Paul Wegener) consiente en que el extraño Scapinelli (John Gottowt) pueda llevarse cualquier cosa de su empobrecida habitación, a cambio de dinero y del amor correspondido de la condesa Margit (Grete Berger). En consecuencia, Scapinelli decide llevarse el reflejo del espejo de Balduin.

La película de Rye es fundamental por prefigurar elementos que harán de El gabinete del Doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920, Robert Wienne) la obra insigne del cine expresionista; se distinguen aquí aspectos estéticos cercanos, cuya plasmación plástica podía atenderse en la obra pictórica de la época. Es decir, en El estudiante de Praga existe un dilema esencial, de contraste imbricado, que se expresa fotográficamente y humanamente. La dualidad fotográfica entre valores altos y bajos no consiste en mero revestimiento escénico, sino en expresión de un alma desgajada. Es en ese debate ontológico donde se concibe el cine expresionista, desde una puesta en escena de desgarramiento existencial.

En este sentido, los personajes –Balduin, Caligari, Nosferatu– viven, y hacen vivir, un “trauma psíquico” que es síntoma de relación con el “otro lado”, sea éste maravilloso o aterrador. La línea que divide lo real de lo fantástico se difumina y hace coexistir ambas instancias; lo que está en juego es el dilema: moral, ético, existencial.

Liberado de su imagen reflejada, Balduin ignora las consecuencias que habilita. Hasta que comienza a encontrarse consigo mismo, duplicado, como un espectro siniestro: sin sensibilidad, gracia, temor; incólume y asesino. Lo que comienza a provocar desgracias que recaen en su responsabilidad, preso de una situación con la que no puede lidiar; así como también ocurría en “William Wilson”, aunque sin pacto fáustico de por medio, en una escalada de delirio cuyo desenlace será también punto de contacto con el de Balduin. La figura del “doble”, de relieve para la narrativa alemana, podrá esconderse –como en el caso de Balduin– en el espejo, en la sombra, en la noche, en el sueño, o en el genio de un científico futurista –como ocurrirá con María en Metrópolis (1927), de Fritz Lang.

Un “otro” que no es ajeno sino interno, porque la puesta en escena del cine expresionista es inmanente a sus personajes, corroídos por lamentos que no auguran bienestar. “William Wilson”, en este sentido, aparece como un diálogo posible con la vanguardia alemana y sus miedos. Si en la capacidad prestidigitadora de Caligari se entrevé el devenir social alemán –que Siegfried Kracauer rubricará en forma de libro con su referencial De Caligari a Hitler–, en la figura de Scapinelli ya está el germen de Caligari: todo de negro, caminar errático, postura encorvada, sonrisa rara, palidez de muerte, manipulador.

Der Student von Prag (1926, Henrik Galeen)

Paul Wegener, encargado de dar vida a Balduin y una de las figuras de relieve dentro del panorama artístico, habrá de llevar a la pantalla El Golem (Der Golem, 1915), junto a Henrik Galeen en calidad de guionista, actor, y director. Es Galeen, justamente, quien filmará una segunda versión de El estudiante de Praga en 1926, con Conrad Veidt como Balduin, y con una conciencia manifiesta en cuanto a las características estéticas del expresionismo: mientras la versión primera se filmara en los exteriores de la misma Praga, Galeen construye sus decorados en estudios para delinear una ciudad de encierro y de sombras que caminan; así como en Nosferatu (1922), de Murnau, la sombra de Scapinelli tiene vida propia, altera sus dimensiones, y repta hacia lo alto del balcón donde Balduin y la condesa (Agnes Esterhazy) dialogan de amor.

Si Balduin es el personaje caído, su desgracia no será solitaria, sino parte de un entramado. La película de Galeen sitúa el inicio desde la lápida, donde se lee acerca del frustrado “desafío al diablo” de Balduin –recurso, el de la muerte inicial, que será relevo en el cine negro (o neo-expresionista) estadounidense–, pero la angustia también carcome a la condesa –enamorada de Balduin, condenada a perderlo– y a Liduschka (Elizza La Porta), la gitana que sigue los pasos de Balduin de manera amorosamente perturbadora. En el film de Rye/Wegener estas características ya estaban presentes, pero la versión de Galeen las envuelve de un manto decididamente poético, en donde se subraya la pasión no consumada, el dolor de la muchacha, así como la aceptación sumisa a las vejaciones del propio Balduin, que ve en ella sólo una posibilidad de revancha emocional. Una de las resoluciones mejores la da el ramillete de flores que Balduin no se anima a dar a su amada –ante el ramo opulento de su competidor adinerado– y que arroja por su ventana; Liduschka lo recoge y guarda allí todo su dolor.

Der Student von Prag (1936, Arthur Robison)

Según Kracauer, la película de Galeen “pareció contribuir a que los alemanes se dieran cuenta de su propia dualidad, la cual durante el período estabilizado se profundizó por el conflicto latente entre las instituciones republicanas y las predisposiciones autoritarias reprimidas (…) Debe haber sido ésta la causa que impulsó a los nazis a presentar otro Der Student von Prag en 1936” (De Caligari a Hitler. 1985. Barcelona, Paidós, p. 146).

Con dirección de Arthur Robison la misma historia conoce así una tercera oportunidad, con resultados acordes con el móvil estético de sus predecesoras. Tal vez, y visto el contexto funesto que representa la ideología nazi y su erradicación de toda vanguardia, ello se explique desde ciertas reverberaciones expresionistas todavía presentes, que serán rápidamente anuladas en el cine y las artes de Alemania.

Se impone aquí un relato “explicado” o, si se prefiere, “racional”, que hace evidente el límite entre cordura y locura. Es decir, lo que rápidamente ofrece la película de Robison es una declaración; dice el doctor Carpis (Theodor Loos, el “Scapinelli” de esta versión): “Antes, en casos así, el diablo compraba al pobre estudiante su alma pecadora. Hoy en día, eso no pasa”. Para, acto seguido, cubrir el gran espejo e hipnotizar a Balduin (Anton Walbrook) con sus palabras. No puede haber imbricación entre el reflejo y el reflejado porque el cine expresionista ya no existe, ahora es la época de Hitler. Por ello, mucho es el rédito que tiene este film, al exponer todavía costuras dementes en un personaje en el que, aun cuando se explique su conducta, seguirá preso de un destino cinematográfico trágico. Cubrir el espejo con el manto negro no deja de ser una resolución hábil, en donde todavía puede persistir el núcleo del relato de origen.

Seguramente, estos ecos (apenas) expresionistas se expliquen desde la tarea del mismo realizador, responsable de uno de los títulos emblemáticos del período: Sombras (Schatten - Eine nächtliche Halluzination, 1923). Pero la realidad se impone de manera distinta y el cine, en tanto expresión de ideas, necesariamente se altera. “Ahora no está aquí el soñador sentimental. ¡Ya se ha librado usted de él!” dice Carpis a Balduin, y da razón a la sospecha de Julia (Dorothea Wieck, aquí una cantante lírica) en quien el estudiante descansa, por amor, también hipnotizado. Tan enamorado como, acá la novedad, el malévolo Carpis (de negro, avejentado, rostro ceñudo), quien hubo de recurrir a mismas tretas para alejar a otros pretendientes de este amor no correspondido. Cierto aire de “El fantasma de la ópera”, de Gaston Leroux, se respira en esta película sorprendente, de un declarado (por escondido) estertor expresionista.

Leandro Arteaga

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