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La muerte y la doncella (1994), de Roman Polanski. Una insidiosa adaptación

El título proviene de un mito antiguo en el que se inspiró Schubert: una virgen es raptada por una divinidad que representa a la muerte y la conduce a los infiernos. La película de Polanski es una adaptación de la obra de teatro homónima de Ariel Dorfman , escritor de origen argentino. Nacido en 1942, había pertenecido brevemente al gobierno de Allende, antes de partir a un largo exilio tras el cruento golpe militar de 1973. La muerte y la doncella narra el encuentro, en un anónimo país latinoamericano de una prisionera política, Paulina Escobar, y el hombre que cree la torturó. Después de una breve pero aplaudida temporada en Londres, llegó a Broadway en 1992 con Glenn Close. Mientras Dorfman recibía en Nueva York varias ofertas y directores para adaptarla al cine, apareció el nombre de Polanski; el razonamiento de su conveniencia era su misma historia personal. Sabía de opresión, claustrofobia, exilio, enigma, terror, y sus heroínas habían sido siempre torturadas.

Luego de un primer encuentro, Dorfman declaró que era improbable una amistad entre él y Polanski: “A mí no me gusta hacer daño a la gente, mientras que a Roman…Digamos que tenía una vena de crueldad.” Dorfman, no obstante, admiró su comprensión intuitiva de la obra que, invirtiendo la lógica de Bitter Moon (1992), insistió rodar sin un solo flashback: "Roman se conformaba con confiar en la tensión implícita en la obra. Tenía una extraordinaria percepción del proceso de convertir esta oscura y claustrofóbica pieza de cámara en una gran producción cinematográfica, sin hablar de su fuerte afinidad tanto con el torturador como con la víctima. Su personalidad tenía elementos de los dos.”

Polanski ha desarrollado a lo largo de toda su filmografía una particular concepción de la adaptación, no en términos de fidelidad sino como objeto a subvertir. Y esto se ve ya en la elección de los actores, como un modo de desterrar arquetipos. En la obra de teatro, mostrada en Nueva York, el público celebraba la venganza desde un comienzo (lo que confirma el carácter débil en la construcción del personaje, ya que se transforma en un estereotipo vengativo, acorde con cualquier producción americana).

En relación a esto, Polanski ha declarado: “Si muestras a tu héroe triunfante, el espectador se marcha satisfecho. Y no hay nada sensación más estéril que el estado de satisfacción.” Por eso elige a Sigourney Weaver (en el imaginario, la heroína de Alien) y a Ben Kingsley (asociado a la figura de un líder pacifista en Gandhi).Para la trama cinematográfica era fundamental mantener la posibilidad de que Paulina se equivoque sobre la identidad del hombre y a eso apuesta Polanski, a confundir, a variar los puntos de vista, a provocar al espectador, a llamar a que mire aún en los detalles.

Subvertir, intensificar la ambigüedad, para dejar de lado la supuesta fidelidad al texto literario, implicaba apartarse de su impronta teatral. Curiosamente, uno de los argumentos en contra de la crítica fue que tenía un lastre teatral, argumento poco convincente. El film destila cine en todo momento. El propio Polanski se encargó de refutar esto: “La mayoría de los directores de cine no entienden los puntos esenciales para adaptar una obra de teatro. Intentan plasmarla como una película simplemente abriéndola más. Es como un estornudo. Del todo artificial. De repente, todas estas personas van a alguna nueva localización, con preferencia lo más abierta y grande posible, y ¿para qué? ¿Para ventilarse? No lo entienden. No es el hecho de que ocurre en una sola habitación lo que la hace teatral .Puedes pasar una noche llena de acontecimientos en el armario de la cocina y que esta sea profundamente cinematográfica, si está bien filmada.”

También en el prólogo y el epílogo agregados en esta versión cinematográfica hay una decisión que acentúa la ambigüedad e instala preguntas. La estructura circular que posibilita esta secuencia autónoma nos hace preguntar: ¿fue todo un flashback?

Ya aquí viene un aspecto central. La película plantea cuestiones de conciencia que se convierten en auténticos debates morales sobre los aspectos más intrigantes de la conducta humana. En ese juego, siempre hay un margen para desestabilizar moralmente al espectador. Dos escenas son claves al respecto. En la primera, la insidiosa mirada de la cámara se corre de situaciones referenciales obvias para dar paso a otra instancia de percepción. Paulina Lorca tiene encerrado en su casa a su supuesto torturador. Lo somete a un interrogatorio con golpes incluidos. Parecen invertirse los roles. En un momento Paulina se sienta sobre él y la cámara baja para dar detalles de cómo lo ata, pero al mismo tiempo no evita mostrar las piernas de la mujer sobre el hombre como si de una relación sexual se tratara. Le rodea como una torturadora y una amante.Es un breve lapso de tiempo, casi imperceptible, pero está, existe. Se trata de aceptar una posición incómoda donde el erotismo (en el sentido que le da Georges Bataille) se asocia con la muerte (en este caso vinculada a la figura del verdugo), o con la idea de Lacan de que el fantasma de la perversidad consiste en imaginarse al Otro para asegurar su goce. Con un plano, alcanza, si somos capaces de mirar.

En otra escena se produce una larga discusión entre Paulina y su marido mientras el personaje de Ben Kingsley permanece en el interior de la casa, atado y amordazado. Todo parece indicar que la conversación que mantiene pone el foco en qué hacer con este hombre, si matarlo para consumar una venganza o dejarlo libre dado que no hay certeza de que sea verdaderamente el torturador que dice haber reconocido Paulina. Lo cierto es que el asunto deriva en otra confesión, una confesión que ha permanecido por varios años velada y que el marido deberá afrontar. Es un momento extraordinario porque ahora el tema de la ética alcanza a los interlocutores. En este sentido, a película es también una visión crítica de la pareja, con su casa aislada de la civilización. Ambos no se atreven a poner las cartas sobre la mesa y mostrar sus rencores soterrados.

Con estos procedimientos Polanski, un cineasta que subvierte las convenciones, problematiza la idea de adaptación y establece un juego insidioso con la mirada, interpelando al público y pulverizando cualquier idea de verdad absoluta. En todo caso, La muerte y la doncella, como tantas películas de su autoría, reescribe una vez más la naturaleza perversa e inestable de la condición humana.

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