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Parásitos

Por Jorge Luis Ortiz Delgado.

Cuando a Rob Riemen, ensayista holandés, le preguntaron a propósito de una de sus últimas publicaciones (Para combatir esta era, 2018), sobre el papel de las élites frente al desafío que impone el resurgimiento de los aislacionistas, los euroescépticos y el vacío provocado por una sociedad kitsch, vacía y a la vez sofocada por una democracia de masas, su respuesta fue categórica: las élites (empresariales y políticas) no están interesadas en cambiar la sociedad porque, de lo contrario, perderán su posición dominante de manera inmediata.

Por otro lado, el célebre académico Francis Fukuyama, preocupado por el peligro que entraña el desprecio que las sociedades exhiben por sus élites, entiende que, a pesar de los errores y la distancia que ellas mismas refuerzan frente a la opinión pública, las élites son indispensables para la conducción de la fuerza productiva, el Estado y la innovación. “No le sienta bien a la democracia ese desprecio”, prevé el politólogo.

Sobre las élites se ha escrito y opinado mucho. Pero quizá uno de los recientes intentos por develarlas mejor ha estado en las creadoras manos (y prolífica imaginación) de Bong Joon-ho, director de cine y guionista surcoreano, que, a través de su magistral puesta en escena Parasite (2019), valorada por los medios como “una retorcida comedia donde se afirman el thriller, el drama familiar y la crítica social”, nos muestra una hilarante mecánica de interacción entre dos familias pertenecientes a clases sociales enfrentadas (y necesitadas una de otra), pero que, con sustancial sentido de lo tragicómico, deviene en una penetrante descripción de la empatía disfuncional del rico por el pobre (incluso por el de clase media), los sueños bloqueados de muchos por una trunca movilidad social ascendente y, de manera tangencial, el miedo de una sociedad (surcoreana) ante la amenaza latente de un ataque externo o una guerra declarada.

No es un filme moralista. Retratar a una clase emergente –representada por una familia que roba señal de wi-fi y se granjea algunos billetes en precarios trabajos manuales– dispuesta a alcanzar un estilo de vida opuesto a la indigencia o a la rutina ajustada, valiéndose de elaboradas mañas, es la parte que distiende la mirada del espectador, la parte que entretiene; no obstante, el retrato traspasa estos límites y expone la vulnerabilidad de los logros cuando las bases del progreso son ficticias. Parasite permite que podamos ver más allá de la historia contada. Allí radica su suceso y el mérito de Bong Joon-ho.

Y el tiempo es oportuno para volver la mirada hacia las élites y la nueva clase media. Los casos mediáticos de corrupción empresarial, de su irrupción electoral canalizando sus millonarios recursos para pactar con el político, en un juego de reciprocidades oscuras, afín a intereses mercantilistas, hace que descubramos un trasfondo de prestigios ganados inmoralmente. Políticos y empresarios, confabulados para desentenderse de cualquier propósito que busque el bienestar general. Su objetivo es excluyente. Su apuesta, rentista. Han logrado que la confianza en un modelo familiar o societario de éxito económico, que difunde los valores del sacrificio y el ahorro, ahora se le atisbe con irrefrenable sospecha. ¿Cuántos favores se han cumplido entre el poder y los que hoy ostentan riqueza sobremanera?, se pregunta la gente del común que ve limitado su crecimiento, con servicios públicos deficientes e impuestos en donde se ahogan cada vez más.

Su mundo de burbuja, el de los grupos económicos modernos, aunque de viejas formas, se traduce en la desidia hacia el otro, el que padece con las trabas burocráticas, la inseguridad y la informalidad. Parasite lo exhibe con crudeza: ni la gente que toma el metro en un país desarrollado se salva de la repulsión del poderoso. No es contra la riqueza que se concibe el largometraje, pero lanza una mirada crítica a la brecha creciente entre unos y otros.

En la otra ribera se encuentra una nueva clase media, familiarizada con las ventajas de la tecnología disruptiva y sus aplicaciones, aunque víctima de los efectos de una economía ralentizada, con salarios congelados, rescatada con el empleo flexible, pero sacrificada ante la falta de productividad y vulnerable cuando la automatización acecha.

El progreso no es permanente. Salir de la pobreza no es un destino inmóvil. Todo es dinámico. Lo vemos en el filme: alcanzar un mejor estatus económico puede revertirse al pestañear. Los organismos especializados calculan que cerca de un millón de personas en el Perú corren el riesgo de volver a la pobreza, y, por consiguiente, de seguir dependiendo de los programas asistenciales y a recibir servicios de baja calidad. Mientras el efecto de las inversiones no se traslade hacia el mejoramiento de los servicios públicos y a un mayor acceso a salud, óptima educación, infraestructura competitiva y seguridad de verdad, la frustración será incontenible.

Bong Joon-ho nos sintetiza con arte y técnica la compleja convivencia que existe entre el logro y la frustración, entre el confort y la penuria, entre el salario de directorio y el pago por hora, entre el genio educado y la treta para sobrevivir, entre la indolencia y el resentimiento, entre lo ostentoso y la estrechez, entre la desafectación del generoso y la presteza del parásito.

Un parásito es un ser vivo, nos dice la Real Academia, que utiliza como alimento a otro ser vivo sin llegar a matarlo. Concepto que dibuja perfectamente al parásito mayor, ausente en este imponente drama sin afectar su sugestivo resultado. El aprovechador que acude raudo ante la mínima señal de riqueza para medrar de ella. El promotor de aquellas inicuas asimetrías con sus privilegios y despilfarro: el Estado.

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