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Elisa y el hombre anfibio, la forma del agua

Nadie mezcla fantasía, sueños y terror como el maestro narrador Guillermo Del Toro, ganador del premio al Mejor Director, y ese talento único se extiende a esta historia de romance de monstruos. The Shape Of Water también ganó los Premios de la Academia a la Mejor Película, Diseño de Producción y Banda Sonora Original.

Estados Unidos, alrededor de 1963. Es la Guerra Fría y la carrera militar. La solitaria Elisa (Sally Hawkins) es una empleada de la limpieza que trabaja en un oculto laboratorio dentro de unas instalaciones de alta seguridad del gobierno. Atrapada en una llena de silencio y aislamiento, su vida cambia por completo al descubrir junto con su compañera Zelda (Octavia Spencer) un experimento clasificado como secreto. Se trata de un ser enigmático: un hombre-pez único, una auténtica anomalía natural, que vive encerrado y es víctima de diversos experimentos. Elisa empieza entonces a sentir simpatía por este extraño ser y se establece una fuerte conexión entre ambos. Pero el mundo real no es un lugar seguro para un hombre de estas características.

En un inquietante laboratorio de alta seguridad, durante la Guerra Fría, se produce una conexión insólita entre dos mundos aparentemente alejados. La vida de la solitaria Elisa (Sally Hawkins), que trabaja como limpiadora en el laboratorio, cambia por completo cuando descubre un experimento clasificado como secreto: un hombre anfibio (Doug Jones) que se encuentra ahí recluido.

Como si de un cuento de hadas se tratara: una voz en off nos introduce en la historia de Elisa, chica muda y solitaria –sus únicos amigos son un anciano vecino homosexual y su parlanchina compañera de trabajo en el servicio de limpieza de unos laboratorios secretos del gobierno- que acabará conociendo y entablando algo más que una amistad con un hombre-pez, mitad Mesías acuático, mitad monstruo del océano abisal. En un espacio retro-futurista (con su puntito steam-punk), pues estamos en un pasado (años 60) 100% fantastique –una buena manera de imaginar la forma de la película es retrotraerse a como el cine de los años 40 y 50 solía imaginar el futuro a través de su imaginario fantástico-, la protagonista (con cicatrices en el cuello que recuerdan a unas branquias)

La forma del agua es un cruce sublime entre el fantástico y el romántico; sin necesidad de tener a una joven que siga el canon de la belleza de pasarela –Sally Hawkins, la maravillosa actriz protagonista, ha pasado la barrera de los 40 y si resulta fascinante en la obra es por saber congeniar fragilidad, inocencia, valentía y amor absoluto- y haciendo creíble (y emocionante) una historia de amor en los límites de la realidad.

Pero tampoco es cuestión de llevarse a engaño, pues nada de todo esto tira al filme por tierra en absoluto; sólo reduce sus posibilidades dramáticas a la mínima expresión y hace de él un producto más digerible para el público escrupuloso, que no podría tolerar las inflexiones perturbadoras a las que la trama daba pie, y para los seducidos por los modales más académicos y de menor valentía audiovisual, a los que no les molesta lo más mínimo que el romance sea casi una impostura caprichosa, cándida y mediocre, o que ninguno de sus personajes principales nos encandile, ni la Elisa Esposito de Sally Hawkins, ni el Giles de Richard Jenkins, ni la Zelda Fuller de Octavia Spencer, ni el doctor Bob Hoffstetler de Michael Stuhlbarg, ni siquiera el Richard Strickland de Michael Shannon ni, por supuesto, el hombre anfibio del habitual Doug Jones. En definitiva, La forma del agua se deja ver del mismo modo en que veríamos sin mayores reservas, esperanzas sublimes ni temores de incomodidad una obra carente de las pretensiones emocionales y artísticas de algo digno de ser premiado.

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