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La belleza de lo inefable. El Paraíso de Dante y algunas epifanías en el cine

En La Divina Comedia de Dante, específicamente en el Paraíso, no alcanzan las palabras para dar cuenta de la belleza de lo inefable. El poeta/viajero invita a los lectores a contemplar con los ojos de la mente el hermoso orden del universo, y a gozar en él de la huella de lo divino. Incluso, se lamenta de no poder entregarse plenamente a ese goce porque cumple con el imperativo de transmitir la voz del ser supremo. Cada vez que asciende a un nuevo planeta, hay una intensidad difícil de expresar. Entonces se abandona a una especie de rapto místico. La música celestial es de tal belleza que no puede describirla. Por ello, allí donde el placer es eterno, solo puede expresarlo con un neologismo: “el placer se ensiempra”.

Del mismo modo nos topamos en el cine con momentos que cortan la respiración, que proponen segmentos lumínicos de poesía capaces de dejarnos sin palabras y que incluyen también esa música de las esferas. En Una historia sencilla (1999) David Lynch se corre de su tono habitual y nos sumerge en un viaje terrenal y sensorial, en contacto con una dimensión humana y trascendente. Un hombre deja el ego de lado y atraviesa miles de kilómetros en una cortadora de césped para visitar a su hermano enfermo. Al final, prevalecen las emociones antes que las palabras. Pero hay una escena en particular que deviene como sagrada: padre e hija miran las estrellas en una de esas noches de cielos incontaminados por las luces urbanas. Sus rostros lo dicen todo, el tiempo se detiene y abre un hiato por donde la luz se cuela y confirma el poder fotogénico del cine. Es la misma sensación de Dante, obnubilado ante los movimientos danzantes y circulares de las luces que forman figuras.

En el Paraíso se es gozoso de ver y escuchar y se disfruta aún si no se entiende, ya que las voces profundas transmiten paz y armonía. En De repente, el paraíso (2019), la magnífica película de Elia Suleiman, se abren hiatos en medio de la cotidianeidad y por allí se cuela la mirada, porque al mundo, tal como lo concebimos, le sobran las palabras ¿Qué determina el motor de la mirada? Esa curiosidad aristotélica que se convierte en una esponja. El tema es dónde buscar y dónde escuchar. Un plano nos muestra al director, Elia Suleiman de espaldas frente a un mar azul e inconmensurable. En el plano siguiente un auto con secuestradores parece ser el contrapunto, aunque el ojo curioso sea el mismo. La vida no es una cosa u otra. La vida es aquello que transcurre mientras Suleiman mira.Y mientras se mira, Suleiman parece preguntarse ¿el Paraíso era esto? El cine es sueño para Suleiman y la lógica admite el absurdo como componente principal y deja la puerta abierta siempre a la pesadilla existencial. El corolario es la mejor secuencia de la película cuyo montaje coreográfico musicalizado con Leonard Cohen muestra la persecución policial a una joven disfrazada de ángel. La violencia de la situación y la opresión concluyen en las corridas típicas de slapstick. El discurso político, la frivolidad y la contaminación del poder se cuelan por las pantallas y no demandan más de unos pocos minutos.

Ausente para siempre de Beatriz en vida, se dice que Dante concibió La Divina Comedia para estar con ella. Cuando perdemos al sujeto amado no queda otra que reinventarlo. Mucho de ello hay en Vértigo (1958), la obra maestra de Alfred Hitchcock, en la cual un hombre desesperado intenta restituir la imagen de su mujer fallecida. Dante aprende y vuela con ella, sin dejar de mirarla. La mirada es una experiencia determinante en ese recorrido y expresa un deslumbramiento. Es la visión de algo divino que provoca el amor, el goce y todos los placeres quedan supeditados a este momento. Es similar en Vértigo, allí donde el travelling escenifica la mirada de Scottie (James Stewart) en momentos claves de la trama, aquellos en los que el protagonista intenta aprehender con sus ojos el cuerpo de una mujer que deviene como espectro en vida. Al igual que el personaje de Vértigo, a Dante lo encandila la presencia de Beatrice. Ella es tan hermosa que su sonrisa es inefable.

En el Paraíso hay que dejar el ego de lado y entregarse al amor, lo que nos conecta con lo más alto. Se trata de la celebración de la belleza en su estado puro. En el cine, muchas veces, hay que abandonar el ego del relato, la tiranía de la narración, e incluso las reglas de manual, para dar lugar a lo imprevisto, a la epifanía y también celebrar la belleza. En Historia de Lisboa (1994), Wim Wenders nos regala uno de esos instantes. Un sonidista llega a la capital portuguesa en busca de su amigo director para completar una película, pero no lo encuentra. Perdido en la ciudad, abierto a nuevas experiencias, aprovechando el tiempo para guardar sonidos, descubre otras facetas de la ciudad como de sí mismo. Hay una idea de rescatar en el cine algo de lo que es la vida, en tanto y en cuanto no haya sido mediatizada. Poder hallar algo, poder remarcar algo, es más importante que significar cualquier cosa. Hay películas en la que nada puede descubrirse porque no hay nada que descubrir: todo es perfectamente evidente y unívoco. Hay películas en las que se pueden descubrir constantemente ciertos detalles, que dejan siempre lugar a todas las posibilidades. Hablamos de un cine que pretende situarse más allá del orden del lenguaje, abierto a lo inesperado, en el que la emoción surge de lo imprevisible de ciertos acontecimientos que se plasman en el celuloide más que de su inserción en un orden narrativo. De allí el encanto de algunas escenas que solo hay que vivirlas como tal y no explicarlas. Un ejemplo maravilloso es cuando Philip se topa azarosamente con el grupo Madredeus. Es el rostro de él en un plano y la magia de la música en el otro. No hace falta explicar nada más.

Según Paul Schrader, hay un momento decisivo en el estilo trascendental, donde se neutraliza la austeridad de la puesta en escena para dar lugar a un instante sublime, en donde un llamado explícito a la emoción domina el relato. Hay en Nuestro tiempo (2019) de Carlos Reygadas secuencias que respiran por sí solas, que son capaces de conmover más allá de cualquier ligazón con el mundo real. Lo que vemos es un regreso en auto con The Carpet Crawlers, la hermosa canción de Genesis, en medio de una tormenta emocional como real. Pocos directores pueden evitar la afectación con la cámara debajo de un auto alternando el rostro expectante de la protagonista mientras maneja bajo una lluvia torrencial. Es un momento, entre otros, que prescinden de interpretaciones, que se sostienen por sí mismos y confirman la maestría de este cineasta polémico, pero que entiende el cine como pocos.

Lo trascendente no puede ser conocido a través de la razón y sólo se alcanza con estos momentos. Como en el Paraíso, aparece el lugar de la luz y de la música que embriagan y ambos son de una potencia que paraliza.

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