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Esa vieja fantasía de querer matar al presidente

Estados Unidos tiene una larga tradición en la temática “Presidentes y atentados”: al menos diez intentos conocidos y cuatro de esos que efectivamente terminaron con la vida de los altos mandatarios: Abraham Lincoln, James Garfield, William McKinley y John Kennedy. Si bien la tabla la lidera España con cinco presidentes asesinados en ejercicio, los casos de Estados Unidos parecen ser más relevantes dado que la industria del cine se ha encargado de inmortalizar los episodios con enormes obras. Incluso desde los tiempos de David D. Griffith y su épica The Birth of a Nation de 1915.

Claro que los norteamericanos después del asesinato a Kennedy, allá por 1963, quedaron tan shockeados que el caso sentó precedente y dijeron: este fue el último. Por esta razón es que vemos, a través del cine o de cualquier cobertura que implique actividad de los grandes popes, un despliegue fenomenal cada vez que lo amerita: varias limusinas, autos blindados, escoltas en autos, motos y a pie, francotiradores en los edificios cercanos y demás; cerca de trescientas personas velando por la integridad física de una sola.

In the line of fire es un thriller político como esos típicos de los años 90, donde un miembro del Servicio Secreto cerca del retiro (Clint Eastwood) tiene de compañero a un joven bien calificado pero con poca experiencia (Dylan Mcdermott). El personaje de Eastwood, Frank Horrigan, es un “representante del bien”: un tipo solitario, con códigos, vieja escuela, algo reaccionario y con un pasado que es un secreto a voces pero que aún le quita el sueño. Se mueve en transporte público y a fuerza de métodos algo oxidados se considera vigente incluso para coquetear. Su vida se interrumpe cuando un llamado alerta sobre un caso: alguien planea matar al presidente y los viejos fantasmas aparecen.

El villano, Mitch Leary, también responde a una serie de lugares comunes: un tipo demasiado inteligente que quiere cometer un magnicidio. Desde el anonimato, se divierte con todos pero le va dejando algunas pistas a Horrigan, otro tipo inteligente –y el único capaz– de resolver el enigma que le valga la bendita medalla y la liberación del pecado que lo atormenta: haber sido custodia de JFK en aquel fatídico 22 de noviembre de 1963. Para colmo de males, Leary (también llamado Booth en referencia al asesino de Lincoln, u Oswald para el caso de Kennedy) busca empatizar con el protagonista: «no hay tantas diferencias entre nosotros».

El caso del “representante del mal” es clave, porque John Malkovich interpreta a un asesino frío y minucioso que culpa de todo su plan al sistema estadounidense que lo formó y lo olvidó. Es la reencarnación del mismísimo Coronel Kurtz de M. Brando pero al que no lo atormentó el ejército ni la crudeza de Vietnam sino la CIA. Lo entrenaron para ser el mejor y ahora él lucha contra su propio organismo mentor para evidenciar sus falencias.

Leary fue uno de los mejores en su rango y ahora busca exponer las debilidades de todo el circo que implica la custodia presidencial para cerrar una herida propia, aunque le cueste la vida. También nos recuerda a John Rambo en First blood, primera entrega de la franquicia que en 1982 retrata a un especialista altamente calificado y entrenado para un trabajo que una vez concluido recibe la espalda del propio Estado, luego de ser usado y exprimido. Con el propio S. Stallone como coguionista y Ted Kirchhoff en dirección, se le da vida al personaje de la novela de David Morrell en el que resultó un film extraordinario.

La pregunta que queremos hacernos deja al descubierto un problema fundante: ¿Qué se hace con estas personas altamente entrenadas y calificadas para un objetivo cuando tengan otras intenciones por fuera de las misiones que les asignan?; ¿Cuáles son las consecuencias de esa alta preparación?. Espero no tengamos que hacernos estas mismas preguntas en relación a la inteligencia artificial, aunque el cine ya está haciendo lo propio desde hace algunos años. Resta confiar en que esos guiones aún provengan de seres humanos…

Y hablando de guiones, el escrito por Jeff Maguire tiene un muy buen ritmo y, al margen de lo típico de los caracteres, es una historia que está bien contada. Lo de Malkovich es de lo mejor, le valió unas cuantas nominaciones a premios internacionales aunque curiosamente no haya ganado ninguno interpretando a este villano con habilidad para camuflarse –como veríamos años después con B. Willis en The Jackal, film de M. Caton-Jones de 1997– que quedó en el recuerdo de muchos.

El antagonismo entre las dos figuras centrales está bien y es una de las claves de la disputa. El autor los posiciona en las mismas situaciones pero invirtiendo los roles, y la capacidad de superar un error será importante para el desenlace final: Horrigan demuestra que es humano y tiene revancha, mientras que la obsesión perfeccionista de Leary no se lo permite. Aunque en algún momento la relación se verá afectada por los sentimientos personales, de ambos lados.

Rene Russo, Bill Watts, Fred Dalton Thomson y una pequeña aparición de Tobin Bell completan un numeroso reparto que expone las instancias burocráticas de dos sistemas centrales en Estados Unidos: la seguridad presidencial y el entramado político. Porque el presidente se encuentra en plena campaña para su reelección y a pesar de las advertencias del departamento de seguridad hay actos en estados clave que no pueden esperar. Sumado a esto, se expone cómo un hombre falsificando identidades y haciéndose pasar por empresario y gran contribuyente llega a metros del presidente que tanto cuidan.

Wolfgang Petersen también dirigió otras cosas importantes como The Neverending Story (1984) y Troy (2004) y supo poner en apuros a otro presidente en Air Force One (avión presidencial; 1997) en la que un comando terrorista ruso secuestra al primer mandatario en pleno vuelo.

Con citas a Vertigo (1958) y persecuciones por los techos, In the line of fire es un film bastante clásico en sus formas, con algunos lugares comunes, pero que está bien contado, bien actuado, tiene ritmo y una música –del eterno Ennio Morricone– que es garantía. Además no deja de ser una crítica al propio sistema de seguridad estadounidense por un director extranjero, cosa que nunca le gustó del todo a La Academia. El film será citado por Fincher en Fight Club (1999) durante el plano que toma las manos de la pareja en el edificio. Una suerte de homenaje a una película típica de videoclub –generación Z abstenerse– que está bien hecha y merece más reconocimiento.

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