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La imposibilidad del amor. Dos relatos de Murakami y un par de referencias cinematográficas

En la novela de Paolo Giordano de 2008 llamada La soledad de los números primos se lee la siguiente explicación: “Existen entre los números primos algunos aún más especiales. Son aquellos que los matemáticos llaman primos gemelos, pues entre ellos se interpone siempre un número par (el 11, el 13, el 13, el 17, el 19 o el 41 y el 43). Permanecen próximos, pero sin tocarse.” Si trasladáramos el concepto a una imagen posible de los tantos derroteros a los que conduce el amor en pareja, abarcaríamos gran parte de la literatura y del cine contemporáneo. Si restringimos aún más el mapa, desde Oriente, nos llegan referencias que ponen en escena estos desacoples, esa idea de las barreras (etarias, culturales o sociales) que separan amantes, que frustran por algún motivo sus deseos. Dos maravillosos testimonios los encontramos en dos cuentos y dos películas.

Hombres sin mujeres, de Haruki Murakami, parte de un argumento sencillo: un hombre se entera una noche a través de un llamado telefónico de que una ex novia se ha suicidado. Este hecho hace que se interne en un mar de recuerdos y en su propio inconsciente, solo para percatarse de que hay una imagen de M (la mujer en cuestión) que es imposible de aprehender. A diferencia de los otros relatos, Murakami pone en juego aquí una prosa poética en la que pequeños segmentos intentan establecer una cronología de la relación, mientras que el resto de la escritura se transforma en un mar de significantes que postergan, retrasan y tapan el verdadero significado del amor (imposible). Como es habitual en este volumen de relatos con título homónimo, reaparece la idea del hombre como héroe absurdo e inmóvil, paralizado, que no sabe qué hacer ni cómo reaccionar. El hecho de que sea supuestamente el marido quien le da la noticia por teléfono habilita nuevamente la posibilidad de las relaciones triangulares. El suicidio, la noticia del suicidio, cae con todo el peso de la realidad para el protagonista narrador. De modo tal que habilita la ficción (recuerdo) como una máscara que, por supuesto, como todas las máscaras, cubre algo, puede decir verdades pero también distorsionarlas. En Murakami, la ficción postula una nueva realidad a través del recuerdo y la mujer que se va pasa a ser una imagen manipulada por los hombres para evocar el pasado: “M está en todas partes” dice el narrador, sin embargo, “el núcleo de M siempre me rehúye, como un espejismo” Es decir, la mujer es para Murakami ese significante que se escabulle (en vida o en recuerdos) y eso da lugar al desacople, a la imposibilidad del amor.

Estableciendo relaciones cinematográficas, un cineasta que está muy cerca de Murakami es Wong Kar Wai, quien en el año 2000 hizo una película gloriosa sobre la imposibilidad del amor, Con ánimo de amar, la historia de una pareja que comparte el pasillo de una casa alquilada. Ambos deben soportar las largas ausencias de sus respectivos cónyuges por motivo de trabajo, pero casi por casualidad descubren que las parejas ausentes mantienen un affaire entre ellos. Los propios engañados, poco a poco, serán quienes se enamoren. La historia está ambientada en Hong Kong en 1962. Sus parejas siempre están fuera de campo. Ellos, a pesar de que se atraen, nunca llegarán a ser amantes habituales, sea por convenciones sociales, porque están casados o por que no pueden desprenderse de la situación del engaño. La puesta en escena fortalece la distancia, que está sugerida de diversas maneras. Una son los encuadres, con una cámara que parece espiar todo el tiempo acompañando la timidez de los personajes, a través de superficies curvas o detrás de marcos y puertas. Luego, con la importancia conferida a los objetos, entendiendo la presencia de estos, con sus formas y colores, como sustitutos fetichistas que cubre las ausencias. La secuencia en el café lo muestra muy bien. Hablan de sustitutos para no hablar de sí mismos, de aquello que ya no poseen y de aquello que no se atreven a enfrentar como una nueva experiencia. Los otros son las sombras, los fantasmas de lo real. La música puntúa la soledad mientras caminan perdidos entre pasillos sin tocarse, con el peso de la soledad. Sus tiempos no parecen coincidir y ni siquiera en el orden del juego de las apariencias lograrán sobrevivir al encierro, al hastío y a la soledad. Al igual que en Murakami, se produce un desacople entre personajes en tránsito, desarraigados, que se desplazan sin pertenecer a ningún lado.

En el relato Samsa enamorado, leemos al principio: “Cuando despertó descubrió que se había metamorfoseado en Gregor Samsa”

Se trata de una obvia alusión a Kafka, uno de sus escritores predilectos, y de una posible continuidad a partir del mecanismo de inversión. Nuevamente, la relación entre apariencia y realidad, cuerpo e identidad, es una excusa para dar paso a cuestiones del amor, en este caso con dos personajes muy singulares: un insecto que vuelve a transformase en humano y una cerrajera jorobada. Ambos parecen pertenecer a un mundo paralelo donde el afuera es una amenaza o un lugar que les es ajeno.

En este proceso de “volver al mundo”, la cuestión de sentir el cuerpo como propio se transforma en una experiencia traumática. Murakami vuelve a poner en escena a estos héroes absurdos e inmóviles que intentan no dejar rastro, no ser advertidos y que son perturbados ante la más mínima presencia de un “otro”. Para Samsa bajar una escalera, abrir una puerta, son actos gigantes. De manera tal que todo el aspecto externo es solo una vestimenta que cubre su desnudez, que no es otra que la existencial. El malestar corporal y las mutaciones se corresponden con otra forma de malestar que proviene del exterior.

El encuentro con una cerrajera jorobada no cambia la voluntad de Murakami por continuar invirtiendo los estereotipos en torno a lo masculino y lo femenino. En efecto, el trauma de uno es la superación del otro.Finalmente, cuando ya no es posible el contacto, de nuevo, a la distancia, es una imagen la que perdura y todo queda relegado al plano del deseo aunque parece haber una salida.

Un episodio de Bong Jon-hoo para la película Tokio! de 2008, trabaja sobre esta zona de personajes recluidos a partir de un fenómeno social de aislamiento denominado hikikomori. El tiempo para el protagonista es un eterno presente, una categoría más abstracta que nunca, fundada en una serie de repeticiones. Toda la secuencia inicial justifica visualmente su condición existencial. Es como la película El día de la marmota (Harold Ramis, 1993), pero con alguien que vive la experiencia del eterno retorno por propia voluntad, un héroe absurdo e inmóvil que parece despertar cuando ve a una chica, que es como él. Dice Gérard Imbert en Crisis de valores en el cine posmoderno (Más allá de los límites) 2019: Tal vez sea a través del cuerpo como mejor se expresa el malestar contemporáneo. El cuerpo es el síntoma, la traducción de las huellas del inconsciente en el sujeto, de lo que se le escapa, de lo que huye del control de la mente."

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