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Universal Monster: Edgar Allan Poe en el cine clásico (1)

Fue durante la década de 1930, cuando los Estudios Universal encontraron certezas para el desarrollo del terror como género cinematográfico. En Hollywood, la conformación de un género surge como la confluencia de variables constantes, que provienen tanto del cine como de otros medios; su vida es fluctuante, conoce momentos de esplendor, de decadencia, y nuevas posibilidades. Como sea, el género cinematográfico está siempre en movimiento, o así debiera ser: una vez consolidado, es también el germen de otras propuestas.

Edgar Ulmer y equipo durante el rodaje de The Black Cat (1934)

Para su caracterización general, el “terror Universal” –en pleno auge del cine sonoro– tomó elementos del cine alemán expresionista, de las revistas pulp, de los relatos radiales, del teatro (las películas Drácula y Frankenstein, ambas de 1931, son la versión al cine de puestas teatrales), en una reformulación constante, cuyo declive tendrá correlato en las secuelas, la autoparodia y la comedia. En este ciclo –que puede precisarse entre los rodajes de Drácula (1931, Tod Browning) y La mansión de Drácula (House of Dracula, 1945, Erle C. Kenton)– se distinguen ciertas temáticas (la represión sexual, el desafío a la ley y a la moral, la figura del monstruo como síntoma del malestar, etc.), estéticas (fotografía y decorados neo-expresionistas), formatos (un metraje no mayor a los 70 minutos), y un star system propio, donde Bela Lugosi y Boris Karloff sobresalen como los grandes exponentes. Por supuesto que es fundamental la atención en ciertos realizadores (Tod Browning, James Whale, Karl Freund), guionistas (Garrett Fort, Curt Siodmak), técnicos y especialistas (el maquillador Jack Pierce, por ejemplo) y, principalmente, sus productores: Carl Laemmle, padre e hijo, principales responsables, aun cuando el estudio cambie de manos en 1936 junto con el rumbo de sus películas.

Si una literatura determinada –por americana– nace en Poe, un cine determinado –por hollywoodense– nace en Universal. En este ciclo fílmico, Poe estará presente en la obvia recurrencia a sus textos; pero, sobre todo, es el imaginario y la atmósfera que despiertan su nombre y literatura lo que sobrevolará dichas producciones, ocurridas durante las décadas de 1930 y 1940.

La estela de películas “estrictamente” Poe son cuatro y, curiosamente, Bela Lugosi aparece como el nombre reiterado. En este primer artículo: Murders in the Rue Morgue (1932) y The Black Cat (1934)

El simio francés: El doble asesinato en la calle Morgue (Murders in the Rue Morgue, 1932)

El doble asesinato en la calle Morgue (1932) viene precedida de los éxitos Drácula (1931, Tod Browning) y Frankenstein (1931, James Whale). Casi acunada por ellos. Tanto es así que su realizador, el francés Robert Florey, fue el encargado de filmar las primeras pruebas de Frankenstein, con Lugosi en el rol del monstruo. La filiación con estas películas permite un entramado válido entre el terror/horror y el policial, rasgo del que es artífice, justamente, el famoso cuento de Poe: “Los crímenes de la calle Morgue”. Por otro lado, la familiaridad fílmica la señala también la música elegida para los títulos, donde se escucha el mismo fragmento de “El lago de los cisnes” que ya utilizaran Drácula y La momia (1932, Karl Freund), un leitmotiv musical que cumple un voluntario lazo sígnico.

El film de Florey se ambienta en pleno siglo XIX parisino, y conjuga el ánimo de Poe con los ecos lumínicos y argumentales de El gabinete del Dr. Caligari (1920, Robert Wienne). A diferencia del film alemán, aquí será el Dr. Mirakle (Lugosi) quien se presente en una feria de atracciones, con un gorila enorme que quedará hechizado ante la belleza de Camille (Sidney Fox). Un idilio “extraño”, casi zoofílico; que encuentra complemento en las tretas secretas que Mirakle lleva adelante con su asistente Janos (Noble Johnson). El film no lo señala de manera explícita, pero todo indica la puesta en práctica y experimental en el cruce sexual entre humanos y simios: transfusiones de sangre entre prostitutas y el gorila, el apego de éste por Camille, y su rapto. Pierre Dupin (Leon Waycoff), estudiante de medicina y prometido de la muchacha, finalmente culmina por descubrir a Mirakle y salvar a su novia.

La fotografía de Karl Freund permite la reconstrucción verosímil de una París anestesiada de sombras, de arquitectura expresionista al anochecer, que embriaga de malestar a una historia tan sórdida como brumosa. Es curioso lo que el propio Florey, abocado en su cine posterior al género policial, manifestó: “No llego a comprender la fascinación del público por las historias de crímenes, tan repugnante como, en realidad, son los ‘ambientes gangsteriles’” (en Tavernier, Bertrand; Coursodon, Jean-Pierre: 50 años de cine norteamericano, Madrid, Akal, 2006, p. 541).

Se percibe en su película una mirada cuidadosa, atenta con la mano maestra de Freund. Por ejemplo, los planos secuencias resueltos con travellings que desocultan paulatinamente los decorados y de manera dramática; tal es el caso del laboratorio de Mirakle y la morgue. En el primero, la víctima se encuentra maniatada/crucificada en una gran “X”. Mientras Mirakle practica la transfusión de sangre, la cámara retrocede y abarca la totalidad del decorado, que será también cadalso una vez ella esté exánime: si se atiende a que se trata de una prostituta, nada impide asociarlo con un ahorcamiento. El mismo recurso se utiliza durante la visita de Dupin a la morgue, cuya toma de cámara inicia en el funcionario y sus papeles para descubrir, vía travelling, un decorado mayor, atravesado por camillas con cadáveres, más una (otra) gran cruz que pende sobre su cabeza. La “X” y la cruz encuentran correlato en el crucifijo donde la bella Camille deposita sus rezos. Infructuosos, porque el monstruo, el simio, Mirakle, habrán de irrumpir en la pureza de su habitación: momento que si bien remite a Caligari, también lo hace –con su sombra caminante y profana– con el Nosferatu de Murnau (1922).

Otro hallazgo del film descansa en el montaje alternado. Durante la visita a la feria, las parejas observan el show de las bailarinas, y sus diálogos –si bien confidenciales– semejan réplicas indirectas; otro tanto ocurre en la visita al parque, entre los enamorados, con diálogos plenos de doble sentido y la inmersión “inocente” de una pareja en el lago. Una distinción más respecto de este film notable –que cuenta con John Huston en el guion–: el grito de Camille apiña a los vecinos ante su habitación, todos quietos y retratados por un plano de conjunto: la tensión crece con la deconstrucción del encuadre, a través de cortes por acercamiento hasta culminar en un primer plano; acto seguido: Dupin derriba la puerta.

Al momento de realizar El doble asesinato…, Robert Florey contaba en su haber con dos films curiosos. Uno de ellos, el cortometraje The Life and Death of 9413, a Hollywood Extra (1928), rareza de aspecto vanguardista y mirada crítica sobre los engranajes que Hollywood requiere y descarta (los extras como meros números, y los números como sustento económico). La otra mención destaca en la dirección de la primera de las locuras cinematográficas de los Hnos. Marx: The Cocoanuts (1929).

Un Usher moderno: El gato negro (The Black Cat, 1934)

El derrotero Poe/Universal continúa dos años después, y desde el hacer de otro realizador europeo. En este caso, quizás uno de los más importantes que haya pisado Hollywood; se trata del austríaco Edgar G. Ulmer, y una de sus grandes películas, justamente, es este film.

El gato negro (1934) (Satanás, para el público español) encuentra en Poe lo preciso como para encontrar una deriva estética tan peculiar como personal, que ha hecho de esta película una de las obras mayores del Hollywood clásico (situada por el investigador y crítico Jonathan Rosenbaum como una de las 100 mejores del cine norteamericano). También porque se trata de la primera colaboración entre los dos grandes monstruos de la casa: Lugosi y Karloff componen un dueto que, vista la partida de ajedrez que les tiene como rivales, sintetiza el alma de la película.

Es momento de trasladarnos a Hungría. La pareja recién casada, el tren, el desconocido que visita el camarote, la noche cerrada, la lluvia, el accidente de autobús, la mansión y su anfitrión misterioso. Minimalismo que anuda tantas historias. El desconocido del tren es el Dr. Vitus Werdegast (Lugosi), el anfitrión de la mansión es Hjalmar Poelzig (Karloff). Algo esconden estos “amigos”, un resentimiento cuya develación permitirá, llegado el momento, resolver la partida. En tanto, el matrimonio “feliz” (Davis Manners y Jacqueline Wells) oscila entre espantos, en la procura de permanecer unido. Algo esconde Poelzig –además de a Poe en su apellido–, responsable de una traición militar.

El ingreso en el argumento y su devenir es gradual, de construcción pausada, con Werdegast/Lugosi como guías. El tren inicial cumple la función de traslado de la pareja americana a un contexto extraño, con Werdegast como el Virgilio imprevisto, que introduce la bruma en el compartimento del camarote. Él es quien acaricia, apenas, el cabello de Joan mientras duerme: “Tuve que dejar una mujer, a mi esposa, al ir a la guerra”, dice. Alertas fúnebres se suman a este lamento de ultratumba durante el posterior viaje en autobús y la lluvia nocturna, de un tono similar al carruaje que llevara a Jonathan Harker a la mansión de Drácula. Por recordar el azote de la guerra y la sangre que corría como un río, el chofer pierde el control del vehículo y muere en el accidente. Werdegast nos introduce, entonces, en la mansión de Poelzig, moderna y construida sobre un cementerio.

Un gato negro camina entre los pasillos de este castillo incomparable, de génesis dual y expresionista. Mansión imposible que descansa sobre la muerte, que se erige sobre miles de cadáveres. La construcción sobre la destrucción. Por debajo, anida un pasado reciente, oscuro. Por encima, un modernismo lumínico, de mañana. Expresión arquitectónica –Poelzig es su genio constructor– de un padecer interno. La mansión/castillo de Poelzig contrasta –en apariencia– con cualquiera de los castillos habitados por el cine de la época, pero es de una consonancia perfecta con la tradición gótica.

“¿No somos muertos vivientes?” dice Poelzig a Werdegast. A partir de allí, el juego propuesto, con el ajedrez como disparador, con catacumbas que esconden cadáveres embalsamados e instrumental de tortura. La belleza inmaculada de una muerte suspendida (recordemos al Señor Valdemar de Poe). Sacrificios para los adoradores del mal. Y el amor a una mujer perdida que, Werdegast sabe, le fue usurpada por Poelzig. ¿Es como Werdegast dice? ¿Realmente Poelzig traicionó un fuerte entero para motivar la muerte de Werdegast junto a la de diez mil almas más, tan sólo por el amor de una mujer? Pero los muertos vuelven, y Werdegast regresa. Para ajustar cuentas con ese otro cadáver en pie que es Poelzig, quien despierta de su sueño indefinido como una sombra rígida, así como el vampiro de Murnau (junto a una rubia ¿narcotizada?). La primera imagen entre ambos protagonistas, es perfecta en su simetría: un plano medio los equilibra simbólicamente.

El nudo femenino irá desgranándose entre la mujer perdida, la hija (de Werdegast, ¡pero también hijastra/esposa de Poelzig!), y la recién casada. Esta última, Joan, reaccionará a la droga sanadora de Werdegast a la manera de un alma en trance, las más de las veces en ropa de dormir, consciente luego de su escote ante la mirada profunda de Poelzig. Ella será la víctima a sacrificar por el satanista, o a salvar por el enamorado en pena. Ella, que despierta angustias, alegrías, recuerdos y lascivia: tal como el beso de matrimonio ante Poelzig, que Ulmer resuelve en un mismo plano, con la pareja de fondo, y el detalle del puño de Karloff aferrado a la pierna de una estatuilla femenina.

La destrucción final del castillo/mansión será con fuegos de dinamita, ocultos, a la espera de esta activación, que concluya de una vez por todas con tanto dolor. Por eso, antes que semejar la destrucción habitual de tantas películas parecidas, el desenlace se parece más a un bombardeo bélico, que habrá de devorar hacia sus entrañas de tierra pútrida los restos finales de este gran caserón usheriano.

En el cine de Edgar Ulmer –sostienen Tavernier y Coursodon (2006)– el género es una excusa con la cual ir a la deriva, en un periplo casi aleatorio, alucinado. Motivos que permiten señalar El gato negro como una de las mejores películas que alguna vez hayan surcado el inagotable mundo de Edgar Allan Poe.

Leandro Arteaga

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