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Los tiempos del amor

Lo que se conoce como amor a primera vista es muy difícil de explicar; cualquiera que haya experimentado algo que sienta que cuadre con esa premisa va a saber a qué me refiero. Incluso ahora, leyendo esto, puede que alguien recuerde una vivencia y piense en la imposibilidad de describir ese momento con precisión. Por supuesto que todo esto tiene una explicación científica pero no soy yo la persona adecuada para transmitirla; solo se me ocurre sugerir que si tiene cerca a la persona por la que alguna vez sintió eso que no puede describir, vaya y bésela tratando de recordar lo vivido –consentimiento mediante, por supuesto–. Estas palabras van a seguir estando acá y puede leerlas cuando quiera, aunque mis recomendaciones no sean precisamente esas.

Si besó y volvió le agradezco, lea lo que viene en total tranquilidad porque Medianeras es una película sobre el amor y sus formas imposibles; sobre los desencuentros y los besos que no se dan o que se hacen esperar.

También es una descripción de la pandemia avant la lettre y una película de Buenos Aires, de sus edificios, de sus detalles; de las historias que no se cuentan y de las que no llegan ni a historias. Una película que todo el tiempo pregunta: ¿Se puede estar solo entre tanta gente?

Este largometraje, unos años antes, supo ser un corto de casi media hora al que le fue muy bien en su recorrida festivalera allá por los comienzos de siglo y derivó en esta hora y media que, curiosamente, nació por ideas bien extrañas: las medianeras, un chat de cibercafé y las posibilidades que da el anonimato.

Y a propósito de los disparadores del film, Gustavo Taretto, su director, se preguntaba: «¿Cuáles son los motivos para romper una pared?». Y yo retomo la idea del comienzo y me pongo a pensar si hay ocasiones en las que el amor sabe algo de antemano, como si fuera el narrador de nuestra propia película y tuviera más información que nosotros, los personajes. Porque si esa necesidad de aire y luz, tan vital e imperiosa por cierto, fuese la única excusa, no solo nos sobra la película si no que nos sobran años de vida.

Medianeras es una película gigante compuesta de muchas cosas pequeñas, como si pudiéramos ver los ladrillos de uno de los mil edificios que aparecen en el film y que de alguna manera son testigos y culpables de una historia de amor que increíblemente no se da o tarda en darse o vaya uno a saber qué pasa. Pero como cuando queremos presentar a dos personas que conocemos, acá presenciamos dos historias y no podemos más que anhelar el encuentro entre sus protagonistas. Y este es otro gran acierto del film: Lograr que los espectadores seamos el nexo entre los dos personajes que no se conocen, el tercer lado de este triángulo amoroso que nos tiene como cupidos de pantalla, tirando flechas sin puntería.

Varias cámaras fijas, dos voces en off, una narración en primera persona que pasa de lo general a lo particular y se detiene en los detalles de manera tal que cada visionado implique un descubrimiento. Un film calculado como una obra de arquitectura pensado para que Mariana y Martín, por fin, se miren a los ojos.

Y a propósito de las miradas y las experiencias vividas, suele haber un segundo en el que se cruzan y nadie entiende nada. El tiempo parece detenerse y se desvía la vista solo para certificar que la segunda vez que esos ojos se topen, sea igual que la primera y poder ratificar el suceso: el indescriptible acto que, a veces, contiene epítetos como fuego, cosquilleo, taquicardia y algunas cosas más. La sonrisa suele ser confusa, no sabe si hay lugar para ella, si es este el momento en el que tiene que aparecer: como si una lucha de fuerzas antagónicas se disputara entre las comisuras.

Javier Drolas interpreta a Martín, un diseñador web que está recuperando su vida social ayudado por los casi 6 kg que pesa su mochila de supervivencia u objeto transicional, después de un año encerrado por ataques de pánico que sobrelleva con psiquiatría y psicofármacos mientras trabaja a distancia, compra por internet y pide comida por delivery.

La española Pilar López de Ayala es Mariana, carga con cuatro años de relación a cuestas recientemente tirados a la basura y un título de arquitecta que por el momento la tiene armando vidrieras para una marca de ropa. Sufre claustrofobia y tiene dificultades para relacionarse con sus nuevos pretendientes. Los une todo y no lo saben: La cuadra, nadar, chatear, el insomnio y la falta de luz en su departamento. Los une la valentía de salir al mundo heridos y de hacerlo en Buenos Aires, donde la velocidad te lleva puesto, dónde se te puede caer un perro por la cabeza caminando por Av. Santa Fe; donde se corta la luz en el momento más inoportuno; donde podés desconocer a alguien a pesar de la cercanía y que sea tu media naranja. Donde alguien construyó un edificio que tapa otro solo por venganza, por despecho. Buenos Aires y sus habitantes: todos tan neuróticos, empastillados. Llorando por los rincones, con sus secretos y sus virtudes. Con sus defectos. Radiografía de vivir en una capital medio perdidos con un panorama de la ciudad atravesado por sus principales protagonistas: Los edificios y los desencuentros.

Nada está librado al azar, todo está calculado, dibujado, fotografiado. La era de la comunicación con un YouTube que apenas gateaba y tantos recuerdos que a los de treinta y pico nos pega de manera especial, porque supimos lo quera un corte de luz durante un chat o porque jugamos videojuegos con joysticks cableados. Una película que juntó a Jorge Lanata y Alan Pauls en los créditos; que tuvo una ex pareja y dos intentos de amante fallido por lado. Que tiene flashbacks en cada una de las historias y recursos varios de animación para transformarla en un collage con tintes históricos que por momentos nos hace olvidar que cuando se sufre por amor duele, pero que siempre hay esperanza para que dos personas que están destinadas a encontrarse, finalmente se encuentren.

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