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Perfect Days: el camino del héroe moderno

En 1939, un joven Tolkien tomaba lápiz y papel para escribir a su amigo y compañero de trabajo Lewis, quien curiosamente (a los ojos de la imagen que hoy tenemos de él) se autodenominaba «ateo», un hermoso poema que no sólo encapsularía la contraposición de ambos autores en aquel momento de sus vidas, sino también una cosmovisión eterna, mítica y tradicionalista que, sin importar el paso de los tiempos, permanecería con ardiente fuego y vigencia en los tiempos actuales, pues se opone conceptualmente a un mundo cada vez más secular, acelerado y mecanizado. Aquel poema se titularía «Mitopoeia», firmado por el «Filomito» (amante de los mitos) para el «misomito» (enemigo de los mitos).

En palabras de Lewis, los mitos no eran nada más que «mentiras carentes de valor, aún susurrados en palabras de plata», cosa que movía profundamente a un Tolkien que, a pesar de los horrores que habían inaugurado el siglo XX y que aún persistían, como las dos Grandes Guerras, decidía firmemente creer en la belleza que subyace todas las cosas, que va más allá del oro y la plata, más allá de la técnica y la máquina. Decía Tolkien:

«Miras los árboles y, sin más, los etiquetas como tales
(los árboles son «árboles», y crecen porque «crecen»);
cuando caminas sobre la tierra huellas con paso solemne
una de las tantas esferas insignificantes que pueblan el Espacio:
una estrella es una estrella, una bola de materia
obligada a seguir trayectorias matemáticas
en medio del gélido y regular Sinsentido
donde, en todo momento, los átomos agotan su destino en la muerte.»

Así inicia también nuestro viaje en Perfect Days. Vemos a un hombre de avanzada edad, ya en la última mitad de su vida, que parece encarnar la imagen del filomito: una suerte de lentitud psíquica que equipara el ritmo del mundo real, no ese mundo de coches, trabajos, dinero y vicios, sino el otro que permanece oculto tras el velo de la sociedad. Hirayama vive una vida de infantilidad (que no es sinónimo de inmadurez) que le permite asombrarse como lo hace un recién nacido en su primer viaje a la playa, deslumbrado por la dulce belleza que rodea los árboles, el cantar sosegado del viento, el ruido natural de los pájaros.

Esta cosmovisión se opone, y queda claro en la contraposición del personaje con todo quien se cruza en su camino, con el zeitgeist de un mundo que parece no detenerse por nada, ignorando de plano todo cuanto sucede a su alrededor, pensando quizás que los árboles son simples árboles que crecen porque crecen. Hasta cierto punto, todos vivimos inmerso en una existencia no muy distinta a la de nuestro protagonista: nos levantamos al sonar de los pájaros (si no tenemos tanta suerte, con el gritar de una alarma), salimos al trabajar procurando ser lo tanto más minuciosos y efectivos, tomamos algún café tan pronto tenemos la oportunidad, y regresamos a casa sin pena ni gloria, esperando la infinita repetición en los días por venir. Adoramos, así, un cadáver sin alma; aplicamos, entonces, un ritual sin teología; seguimos una religión sin sacramentos, una vida desprovista de magia, de aventura, convirtiéndonos en simples misomitos, no por maldad, sino por ignorancia y por «des-gracia», pues desconocemos el gran misterio que está más allá de lo evidente.

El mismo poema de Tolkien dice:

«El corazón humano no está hecho de mentiras;
sino que obtiene algo de la sabiduría del único que es Sabio,
que aún lo llama. Aunque hace mucho que se extravió,
no se ha perdido el hombre por completo, ni ha cambiado del todo.
Quizás vive en des-gracia, pero no destronado.»

Y así, en aquel terrible estado de des-gracia, vemos cómo las palabras y los fenómenos antaño divinizados empiezan a perder sentido en la terrible aceleración que vivimos: confundimos amor con deseo, orgullo por inflación del ego, vocación por producción, distracción por dispersión, dinero por ágape, consumo por vida.

Hirayama, a pesar de sus errores pasados y pasiones enterradas, se convierte en el único héroe al que podemos aspirar si queremos con ahínco una vida de sentido, más allá de todo lo positivo que podemos tomar de la tecnologización y el progreso global. Este héroe moderno, si bien al principio evita tangencialmente enfrentarse a todo cuanto yace reprimido en su ser, finalmente decide llenarse de valor y enfrentar su propia biografía y los terrores de un pasado; igual que él, todos huimos, pero inevitablemente llega el momento de abrir los ojos. Con suerte, nuestro corazón nos habrá preparado para entonces, y la certeza de que hay una belleza infinita en la esencia de todas las cosas nos sostendrá, nos dará fuerza, y nos sacará adelante.

Mientras tanto, seamos como Hirayama: mientras las tinieblas dominen todo, seamos hombres y mujeres valientes de espíritu austero; y tejamos en nuestro interior las telas doradas que nos protegerán de ser un «misomito» más en la multitud.

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