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THE END OF TIME: UN PARÉNTESIS EN EL DEVENIR DE LA DESTRUCCIÓN

Spoilers

Ya desde el título, el ensayo documental The End of Time (2012) del realizador canadiense, Peter Mettler, se nos presenta fatalista y enigmático: ¿habla del final de los tiempos de la humanidad en un planeta al borde de la catástrofe ambiental? ¿O quizás del final de la Historia, llevando a su última expresión las desgastadas (y contrariadas) ideas de Fukuyama, dado que evidentemente la caída del Muro de Berlín no terminó con ningún conflicto, sino más bien todo lo contrario? Y quizás el final de la Historia —es decir, el cambio medido en parámetros humanos—, sea efectivamente el final del Tiempo, porque no hay nadie más (en este planeta al menos) que se preocupe por medirlo. Todas estas preguntas de alguna forma se plantean, aunque no resuelven, en este film; cuya reseña oficial presenta como un trabajo “al límite de lo que puede expresarse con facilidad, [en el cual] el realizador Peter Mettler toma el elusivo tema del Tiempo y, una vez más, usa su cámara para filmar lo infilmable” (1). Con este objetivo, Mettler se arroja al mundo y pregunta a las más diversas personas, simplemente: “¿Qué es el tiempo?”

Así, al inicio del film nos lleva a los Alpes suizos; donde, en una caverna muy diferente de la platónica, nos encontramos con un acelerador de partículas donde todo un hormiguero de físicos e ingenieros intenta recrear la colisión del Big Bang. La cámara, que ­—dado que por momentos escuchamos sus pasos y su voz haciendo preguntas­— asumimos que es la mirada del propio Mettler, sigue a estos científicos a lo largo de pasillos laberínticos, mientras que en el audio los escuchamos reflexionar acerca del tiempo. Las respuestas que dan, sin embargo, distan bastante de ser propiamente académicas y las escuchamos desfasadamente y superpuestas unas a otras. En contradicción con el discurso unívoco y a cargo de una voz en off singular y descarnada propia de los documentales tradicionales, las voces subjetivas que Mettler le da a este discurso científico nos transmiten un nuevo mensaje: todo conocimiento es fragmentario, hasta el de la ciencia más dura, y atravesado por los intereses, los miedos y los deseos más humanos. En todo caso, lo que nos cuentan estas personas son reflexiones más bien filosóficas: “en un nivel más profundo, cuando te adentras bajo la superficie, creo que cada uno de nosotros tiene una forma muy diferente de ver las cosas y tendría que tener a alguien más adentro mío para entender realmente cuán extraño es” (2) o “estamos explorando simplemente por el placer de conocer”. Todas frases que podrían hablar también, autorreflexivamente, de la propia película de Mettler.

“El tiempo es ocupar un lugar en el espacio, no podemos diferenciar entre ambos”, dice uno de los físicos y quizás esta sea la razón por la que la película aparece organizada como un relato de viaje. Un elemento no menor en esta composición del film es que las transiciones entre los testimonios se dan a partir de elementos naturales, que conectan paisajes. Y así, siguiendo a una tormenta hasta una isla en Hawai, la voz de Mettler reflexiona: “Si el tiempo es una parte del espacio, entonces, tal vez la pregunta no es cuándo sino dónde estamos. En 1905, cuando tenía veintiséis años, Einstein demostró que el tiempo, el espacio y la materia son una unidad fundamental. El tiempo no es absoluto, es relativo. El tiempo depende del desplazamiento en el espacio. Parado a sólo unos pies, ves un arcoíris distinto del mío. Agua refractando luz, relativa a donde nos encontramos. Cada uno de nosotros ve su propio, único, arcoíris; siente su propio tiempo”.

Estas palabras sirven de introducción al footage filmado en una isla casi completamente abandonada, debido a la constante actividad volcánica que arrasa lentamente el bosque. A las imágenes de carcasas de automóviles oxidándose en medio de la selva, sigue la entrevista al último habitante del lugar, cuya casa fue perdonada momentáneamente por el avance de la lava. Con una calma que no se corresponde con la inminencia de la catástrofe, este hombre cuenta que le agrada el lugar privilegiado que ocupa, habiéndosele permitido presenciar la destrucción circundante. Cuando Mettler le pregunta si se siente “fuera del tiempo”, él responde que sí, que el tiempo transcurre de manera extraña para quien se encuentra por fuera de la sociedad: “algunos días se arrastran y los años pasan volando ¿A dónde va el tiempo? Yo no lo sé.” Se pregunta quien no va a ninguna parte: el habitante de las ruinas. Las impresionantes imágenes del lento resbalar de la lava hacia el mar, mientras arrasa a su paso con la vegetación, se condicen con la paciente resignación del ermitaño. Sin embargo, este fragmento también revela cómo, sobre las extrañas formaciones de la lava solidificada, suaves helechos extienden sus tímidas ramas.

Es la luna, resplandeciente sobre el mar, la que nos lleva de la isla volcánica a una luminosa ciudad de torres de cristal, que finalmente vemos a lo lejos, enmarcada en la ventana de un taller abandonado en las afueras de Detroit. De la ciudad resplandeciente a la ruina en una sola secuencia, como un viaje en el tiempo, pero ¿hacia el pasado o hacia el futuro?

Entonces, la cámara de Mettler pasea por diversos edificios venidos abajo: como una escuela con el piso sembrado de libros, en cuyas portadas se lee con claridad “Más gente y progreso”. Para, finalmente, detenerse en el actual estacionamiento que fuera originalmente la fábrica donde Henry Ford creó el Modelo T. “Aquí mismo” dice la voz de Mettler, “se perfeccionó la línea de ensamblaje que les permitió a los trabajadores poder comprar el auto que construían. Y el tiempo se volvió dinero. Creamos tecnología con la esperanza de que nos permita ganar tiempo, pero, en realidad, solamente lo gasta”. Con estas palabras, Mettler nos recuerda a Walter Benjamin, para quien el avance de la tecnología no implicaba necesariamente una mejora en las condiciones de vida de las personas: “allí donde el mito imagina las máquinas como un poder que conduce la historia hacia adelante, [existe la] evidencia material de que la historia no se ha movido. En realidad, la historia está tan quieta, que junta polvo”. Esta frase nos parece especialmente relevante porque (en este film) materialmente vemos cómo se acumula el polvo sobre las estructuras abandonadas y en esa tierra crece la hierba: ¿qué fue de esa floreciente ciudad industrial? ¿Qué nos dicen estos paisajes sobre este pasado que soñó con un futuro en el que la tecnología nos permitiría ganar tiempo, al menos el de transportarnos de un lugar a otro? Ahora, devenidas ruinas tomadas por la naturaleza, las frenéticas líneas de montaje se encuentran detenidas en la vívida quietud de los bosques y las montañas. Sin embargo, en el film, la máquina que nos lleva de un lugar a otro, en un período de tiempo muy breve ­—ni siquiera dos horas­—, es la cámara de Mettler.

Porque, más allá de su título, The End of Time no se detiene en una melancolía desalentadora, paralizante; por el contrario, pareciera encontrar en el avance de la Naturaleza un nuevo sentido para estas máquinas y edificios devastados. Esta es también la percepción de los habitantes de las ruinas urbanas de Detroit, que reclamaron estos lugares abandonados para sembrar huertas y jardines. Cuando el realizador les pregunta, estas personas hablan de su forma de entender el tiempo como cíclico, de su intención de detener el frenético devenir de la ciudad allá afuera, tras los muros de su jardín. En la historia del paisaje, la naturaleza ajardinada es el reverso opuesto de la potencia sublime de naturaleza salvaje, desatada: pero, aún así, pareciera decirnos Mettler, el tierno helecho crece tras la erupción del volcán.

The End of Time comienza con las imágenes de archivo que muestran a Joe Kittinger cayendo del cielo, tras su ascenso hasta los 102.800 pies de altitud, en 1960. En estas imágenes, se nos aparece el globo de helio elevándose como una aguja de plata, para luego contemplar con cierto pavor cómo la silueta apenas humana de Kittinger se precipita en caída libre hacia un mar de nubes. Hacia el final del filme, Mettler explica que, al no tener puntos de referencia, el piloto describió la sensación de caer a la velocidad del sonido como si el tiempo se hubiera detenido. Eso es lo que buscan, a su modo, las distintas personas que conocemos a lo largo del film: parar el tiempo, salir del tiempo. Experimentarlo de un modo más significativo, darle un sentido, hacer una pausa en la narración: un paréntesis.

¿Y qué es, después de todo, una película como ésta? Sino este paréntesis que busca darle un sentido distinto, una pausa en el frenético devenir de nuestra época, a dos horas de nuestro tiempo.

NOTAS

(1) https://www.petermettler.com/the-end-of-time (La traducción es propia).

(2) Todas las traducciones de los diálogos de la película son propias.

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