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Universal Monster: Edgar Allan Poe en el cine clásico (2)

Spoilers

En el ciclo de películas clásicas de terror de los Estudios Universal, entre Drácula, Frankenstein, La momia y El hombre lobo, el espíritu de Edgar Allan Poe estuvo sobrevolando el asunto. Más allá de las influencias y la atmósfera que este cine en general admite respecto de la literatura de Poe, en concreto fueron cuatro las películas que llevaron a la pantalla algunos de sus cuentos.

En el artículo anterior –“Universal Monster: Edgar Allan Poe en el cine clásico (1)”-, el análisis estuvo dedicado a El doble asesinato en la calle Morgue (Murders in the Rue Morgue, 1932, Robert Florey) y El gato negro (The Black Cat, 1934, Edgar G. Ulmer); ahora toca el turno a El cuervo (The Raven, 1935, Louis Friedlander) y El gato negro (The Black Cat, 1941, Albert Rogell).

Morir en Poe: El cuervo (The Raven, 1935)

De negro, el cabello de lustre oscuro, de un decir de sepulcro, nadie como Lugosi –mímesis del cuervo de Poe– en aspecto y fascinación. Su Dr. Vollin es expresión de un Poe encarnado, que recita poseso sus versos a la vez que esconde en su arsenal de colección una cámara de tortura que recrea los suplicios del péndulo de la muerte. Así se nos presenta el personaje principal de El cuervo (1935), la siguiente película en la línea Poe de Universal, dirigida por Louis Friedlander (luego conocido como Lew Landers).

Con El cuervo hay una estilística que comienza a conocer cierta declinación, sea porque no hubo una respuesta de público positiva, o porque se trata, quizás, de la menos atractiva de las tres películas; en todo caso, con The Black Cat (1934) la vara había quedado demasiado alta. De todas maneras, The Raven se instala de manera justa, como corolario de una época cinematográfica a la que, todavía, le quedaba mucho por hacer. Incluye, además, una nueva colaboración en la historia del dueto legendario compuesto por Lugosi y Boris Karloff.

En su biografía sobre el venerable actor, Javier Cortijo ha señalado que “Lugosi solía preparar su personaje con música. Las danzas de Brahms, Berlioz y, últimamente, la Rhapsody in Blue, de Gerswhin. (…) Con El cuervo utilizó a Bach” (Bela Lugosi. Drácula vampirizado, Madrid, T&B, 1999: 108, 109). Lugosi vuelve a ser el personaje caído, presa de un amor imposible –así como en The Black Cat–, pero con una maldad a flor de piel que no tendrá límite. Casi una mixtura entre el Poelzic y el Werdegast de The Black Cat.

El film de Friedlander –que Tavernier y Coursodon definen como “grotesco”– nos presenta a un Lugosi desalmado, a la manera del médico que esconde un Mr. Hyde que, para hacer posible la posesión femenina, no tendrá problema en deformar rostros y planear asesinatos. La circunstancia –¿el destino?– así lo provoca: a su residencia acude, desesperado, el Juez Thatcher (Samuel S. Hinds); su hija está en peligro de muerte y sólo el doctor posee las habilidades necesarias. Vollin, si bien reacio, luego accede; y quedará, como es de prever, deslumbrado por Jean (Irene Ware). El padre procurará, entonces, mantener distancia con el médico, a quien entiende de una edad demasiado mayor a la de su hija. A partir de aquí, con el ánimo exaltado por su pasión hacia Edgar Poe, Vollin aprovechará la circunstancia más propicia. Que se presentará con la aparición de Bateman (Boris Karloff), truhan que busca en Vollin la cirugía para un rostro nuevo, que le vuelva desconocido. La película dentro de la película quedará, así, entramada desde la atracción que significa este nuevo duelo entre Lugosi y Karloff.

A diferencia de la poética de Ulmer, no habrá miradas de amor contrariado o de dolor melancólico, sino un proceder de acción progresiva, de corte expresionista: si Vollin es un “villano”, ¿por qué no lo es Thatcher? ¿Quién es el monstruo? ¿Bateman, con su rostro desfigurado? ¿O todos los demás, que no tendrán miramiento alguno en dejar morir a Vollin? Habremos de puntualizar en que la mansión de Vollin, acorde con el refugio de todo personaje de misterio, es una casa de juegos, prestidigitados por su anfitrión: puertas secretas y falsas, habitación comandada a distancia, catacumbas de torturas. Accionar el péndulo mortal llena de gracia a Vollin. Morir en él, a raíz de un Bateman redimido (pero con un rostro para siempre monstruoso), es expresión indeleble de su persona: morir en Poe por vivir en Poe.

La dirección fotográfica es muy bella, obra del húngaro Charles Stumar, quien ya participara en The Mummy (1932, Karl Freund) y en Werewolf of London (1935, Stuart Walker).

Apenas el gato: El gato negro (The Black Cat, 1941)

La coda viene dada por otro gato negro, de mismo título. El gato negro (1941), dirigida por Albert Rogell, se construye como un típico whodunit, un “quién lo hizo” en el sentido policial clásico. Los rastros de Poe quedan apenas sugeridos por el gato negro –y otros innumerables gatos– que deambula por esta mansión vieja, cuya dueña se encuentra a punto de morir mientras sus familiares esperan… el testamento.

Rápidamente, la acción vira hacia el campo de la comedia. Contra todo pronóstico, la anciana Henrietta (Cecilia Loftus) se aferra a la vida y se da el gusto de decir el testamento, en voz alta, a cada uno de sus familiares. En este repaso de parentescos, habremos de encontrar nombres que para la gran pantalla importan: Basil Rathbone –distinguible entonces como Sherlock Holmes, y encarnación filial en La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, 1939, Rowland Lee)– y Alan Ladd, con quien Rathbone comparte una misma mujer; es decir: esposa para el primero, madre del segundo y, dado el devenir del asunto, finalmente la responsable de todo cadáver que comienza a aparecer. En este sentido, basta con reparar en el diálogo/trampa inicial, cuando Henrietta lega 100 mil dólares a Myrna (Gladys Cooper) y le dice: “Eres quien menos problemas me ha dado”. También Myrna será la que dé cierta alerta –“A quien sigue un gato negro, muere”– de cara al desenlace. Pero lo que mejor dice es su motivo para el crimen: lograr el dinero suficiente para mantener a su lado al marido.

Tiene su participación destacada Broderick Crawford, en un rol que combina la búsqueda del negocio potencial ante la venta del inmueble, la alergia por los gatos, y la contraparte en un dúo “involuntariamente” cómico, que conforma junto al actor Hugh Herbert (concebidos a la manera de Bud Abbott y Lou Costello; estrellas de la Universal cuya primera película, One Night in the Tropics, es de 1940). Y también, y porque es el nombre más querido, la tarea destacable de Bela Lugosi en el rol de Eduardo, el apocado jardinero cuyas maneras toscas contrastan felizmente con el desarrollo de una película que, de todas maneras, no hace más que concebirse como una especie de epitafio, apenas, para las “películas Poe” dentro del género construido por Universal. La significativa ausencia del fundamental Carl Laemmle en la producción lo corrobora.

Hay, eso sí, momentos notables, como el que supone el ahorcamiento de Abigail (Gale Sondergaard), resuelto desde el reflejo en un espejo (con la cabeza “partida” por la línea superior del marco) luego de que Broderick Crawford rompa la puerta de ingreso, o las telarañas de sombras de las que se visten los pasillos y puertas-trampas del caserón. La fotografía, además, es de Stanley Cortez, quien luego trabajará junto a Orson Welles en Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942).

The Black Cat (1941) podrá ser una de las películas menores de la Universal -lo es- pero así y todo contiene detalles que dicen sobre lo mucho que el cine hacía y podía, aun en tales circunstancias. El cine era entonces un mundo de posibilidades en ejercicio, cuyas películas habrían de conocer un cenit de esplendor. Ese año, también ocurre Pearl Harbour. Y los fantasmas de Poe conocerán otros territorios por explorar; entre ellos, el ciclo de films del productor Val Lewton para RKO, entre sombras felinas y zombies haitianos: ¿cómo no pensar en Poe como en una de sus influencias poéticas?

Leandro Arteaga

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