Si uno va de improviso por la ciudad, no repasará en el póster de “Un actor malo”. Otra mexicana más de mal gusto automatizará tu cabeza; otra actuación con los mismos de siempre: Fiona Palomo (Control Z, ¡Qué despadre!) y Alfonso Dosal (Bandidos, Huesera), pero no.
Quizás nos hemos olvidado de los medios de publicidad tradicionales, porque quedarse con el póster y los prejuicios es quizás quedarse peor que con un mal sabor de boca, es quedarse sin nada de sabor. Estamos acostumbrados a saber más que la intriga.
Si bien, el cine debe dejarnos algo para llevar a casa, la meta realidad de esta película de Jorge Cuchí (50 o dos ballenas se encuentran en la playa, 2020) nos envuelve en papel de regalo la reflexión y sorpresa, en un guion cerrado que suelta y atrapa al espectador en momentos indicados.
Sin adelantarnos a los acontecimientos, la sinopsis va así: En un set de filmación y en una escena de cama, íntima, la actriz Sandra Navarro (interpretada por Fiona Palomo) acusa a su coprotagonista Daniel Zavala (Alfonso Dosal) de haberla violado, ahí frente a todos, sin que nadie se entere.
Con esta premisa, Cuchí pone sobre la mesa y la pantalla un tema recurrente, que pasa desapercibido, las violaciones en los set de filmación durante las escenas íntimas. Sí, así como Marlon Brando hizo con María Scheneider en la escena de la manteca en “El último tango en París”.
La trascendencia de la realidad desconocida para quienes solo somos espectadores y no hacemos vida en y con el cine, desata una serie de sucesos reprochables que fácilmente pueden parecernos verosímiles: el ocultamiento de la verdad, la protección de los intereses de la película, la frialdad de la resolución, el cercano atisbo de impunidad.
Para lograr un filme alejado de lo plano, el director separa a sus personajes principales y los disecciona hasta sumergirlos en su propio llanto, impotencia y desesperación, cuya intención nos hace bascular entre la duda y la búsqueda de la verdad antes de que todo termine por volverse un caos.
Por un momento, y sin comparar, recuerda un poco a la danesa The Hunt (2012), de Thomas Vinterberg, donde la construcción de las realidades penden de un hilo muy delgado y ambiguo que nos hace empatizar (y dudar) de cualquier versión hasta demostrarse lo contrario.
Tanto él como ella, son desglosados a un punto de verdad desde distintas perspectivas y nos va introduciendo, más allá de la búsqueda de la verdad, en un mundo desconocido también para quienes no hemos sufrido violencia sexual y que hace juzgar nuestra postura de verdugos ante el dolor e incomodidad de la víctima, quien, por si fuera poco, debe responder en medio de la incertidumbre y la frialdad de los procesos legales y morales, una y otra vez, sobre su propia responsabilidad haciéndola, en cierta forma, responsable: ¿Por qué no gritaste? ¿Por qué no pediste ayuda?
Poniendo la ficción como un espejo, el director nos muestra los lugares desde los que, a veces, no nos paramos a pensar que por tomar todo a la ligera, le ponemos la carga más pesada, la de culpa, al otro.
Así, la sucesión del guion, nos lleva a una continuidad de eventos y ritmos asincrónicos — vertiginosos y pausados — para al final tomarnos de la mano y llevarnos, como decía el cuentista Julio Ramón Ribeyro, a un final que podamos aceptar, con el que podamos estar de acuerdo o no, pero que podamos aceptar.
Dejar el cine, o las películas, ante lo fortuito, ante la saturación de carteles en las calles, más que a un libro, es la peor de las experiencias porque nos perdemos de todo. Es juzgar sin saber, como la propia esencia de “Un actor malo”: hay cosas que pasan frente a nuestros ojos sin que siquiera podamos saberlas.
¡Comparte lo que piensas!
Sé la primera persona en comenzar una conversación.