La ceremonia y la línea que separa la normalidad de la transgresión

Spoilers

"Estaba convencido de haber hecho una película muy compleja y difícil, en cambio parece que todos la han encontrado simple y lineal", declaró Claude Chabrol, sorprendido por la recepción unánime, de público y crítica, sobre La ceremonia (1995). Fue la película que lo reinstaló en el corazón del cine francés en los años 90 y también aquella que combinaba su mirada sobre la burguesía provinciana con un retrato inquietante y sin concesiones sobre la clase trabajadora. Una "película marxista", se atrevió a bromear el artífice de clásicos como La mujer infiel o La bestia debe morir, ambas de 1969, quien se había forjado un nombre en los años de la nouvelle vague y luego lo consolidó con creces como exégeta de los habitantes de la campiña francesa al ritmo gélido del polar francés.

Pero la sorpresa no es solo la de Chabrol con la recepción de su película, y los premios y celebraciones que originaría, sino también la que él le tiene preparada al espectador. La ceremonia es de las pocas películas de su vasta filmografía que se reserva un final impactante, un golpe de efecto brutal que al mismo tiempo cierra con una coda perfecta que reescribe el final de la novela de Ruth Rendell en la que se inspira. Un juicio de piedra -publicada por primera vez en 1977- fue uno de los mejores policiales de la escritora británica, desprovisto del suspenso en la identidad del criminal y declinado en la forma de su resolución. ¿Serán atrapadas las asesinas de la familia Coverdale?, nos deslizaba Rendell ya desde sus primeros párrafos. Sabemos quiénes son, qué hicieron, pero no sabemos si la policía llegará a dar con ese descubrimiento y cuál será el castigo, si es que lo hay. Rendell dedica el último tercio de su relato, mediante la introducción de un detective, a dar esas respuestas. Las que esperábamos.

Sin embargo, esa no es la tarea de Chabrol. Su decisión es retener la información sobre el enclave principal de la acción hasta el final y propinar sobre el espectador una sorpresa bestial, una matanza febril originada en el rencor de clase, en el soterrado analfabetismo de una empleada doméstica, en la obscena ostentación de los privilegios de una clase con cultura y dinero, y quizás con mala suerte. ¿Podría haberse evitado? Chabrol no nos da certezas ni respiro, y a diferencia de otras películas en las que podemos intuir el crimen -La dulces amigas (1968)- o verlo acontecer -El carnicero (1970)-, La ceremonia es una larga preparación, esa ceremonia de tránsito hacia una muerte inevitable -como lo era la guillotina en los tiempos de María Antonieta, en los que se inspira el título de la película en francés- de la que soñamos con desprendernos hasta lograr olvidarla. Sin embargo, ahí está Chabrol para recordarnos que lo que tiene que pasar, pasará.

La historia es la de un encuentro. El de Sophie (Sandrine Bonnaire) y la familia Lelievre, cuyo nombre -la liebre- ya convierte a sus integrantes en las presas de una cacería que por ahora ignoramos. Sophie se presenta ante su futura empleadora con un ardiente secreto, el de su analfabetismo, custodiado por una tensa ansiedad, el desconocimiento de la hora del día o los horarios de los trenes, el insistente señalamiento del número telefónico de una referencia inventada, todos indicios que la elegante Catherine (Jaqueline Bisset) pasa por alto. Esa primera entrevista es un prodigio de puesta en escena, el cuidado en el ritmo y en los encuadres, una balanza del poder que pasa de una mujer a otra en una disputa que recién comienza. Sophie será contratada como la nueva mucama de los Lelievre, destinada a un cuarto de servicio con un televisor viejo, objeto fascinante para la nueva habitante, ciega a las letras y ávida por las imágenes.

Chabrol nos revela enseguida cuál es el principal miedo de Sophie. Lo es la palabra escrita, y la presencia amenazante de la bibiloteca lo denota en su entrada a la mansión. A partir de allí, cada vez que un Lelievre, desde el severo George (Jean-Pierre Cassel) hasta la progresista Melinda (Virginie Ledoyen), de directivas a Sophie, indague en su vida, ofrezca consejos o resolución, serán las pequeñas notas, los gestos lingüísticos inadvertidos, los detalles letrados los que insistan en ubicarla en su lugar de pertenencia: el de la subordinación. Pero Sophie no está dispuesta a hacer concesiones: su aire rústico arrebata todo signo de cortesía y cordialidad y la convivencia se irá delineando como un amplio campo de batalla.

El personaje que viene a completar el diseño perfecto de la trama es Jeanne (Isabelle Huppert), la empleada del correo. Opuesta y complementaria de Sophie, habla y lee todo lo que la otra calla e ignora, y su gravitación sobre su doble será menos por su condición de dominatriz que por su perfecta armonía con la falta de su némesis. Como dijo Chabrol en una entrevista con The New York Times de 1996, las mujeres juntas se convierten en un “arma peligrosa” donde “Jeanne es la vocal, Sophie la consonante”. El director se divierte mientras sus criaturas persiguen una salida que no encuentran, porque en su lugar está el espejo que les recuerda el límite entre el control de las normas y la pulsión de su transgresión. Un enorme espejo preside el vestíbulo de la sala de los Lelievre, y cada personaje que ingresa se desdobla, revelando -como hará Chabrol en toda su filmografía- que siempre portamos ese costado oscuro e incontrolable. Es allí donde posa su cámara y también allí donde mide la distancia que nos separa de los personajes y los torna opacos e impredecibles.

En el año 1978, el director del famoso díptico que forman El bello Sergio (1958) y Los primos (1959), en los albores de la nueva ola, encontró en Isabelle Huppert la perfecta encarnación de la mujer de esta etapa, la llamada víctima-verdugo, con un rostro indescifrable que hacía imposible de dilucidar el origen de su comportamiento. Con su rostro primero juvenil y pecoso, y luego más maduro y acerado -en Gracias por el chocolate (2000), por ejemplo- Huppert demostró ser el enclave único de la poética chabroliana, aquella que nos recuerda que el mal es inexplicable y contra ello no hay nada que decir. ¿Quién podía imaginar en el rostro de Violette Nozière los rasgos del parricidio? ¿O en Un asunto de mujeres (1988) la decisión de practicar abortos como una forma de supervivencia durante la república de Vichy? Esta idea de que no hay indicios en el mundo para anticipar la verdadera dimensión de lo que nos espera encuentra en La ceremonia su consagración en forma de ritual. Un ritual que apenas entra en nuestra mente como posibilidad intentamos desterrarlo para asegurar la tranquilidad de un mundo que no nos destruya.

Lo que también define a la película de Chabrol es un clima de progresiva inquietud, una tensa agonía que no se sabe a dónde podrá derivar pero se presiente que a nada reparador. La amistad de Sophie y Jeanne se conjura con sus secretos mutuos -el posible asesinato de la hija discapacitada por parte de una, el dejar morir a un padre inválido por parte de la otra- pero también con la confección de un enemigo en común, aquellos que lo tienen todo y lo ostentan con jactancia, sin siquiera comprender la verdadera dimensión de sus privilegios. En ese sentido, Melinda es la mejor representante de una violencia involuntaria, una joven con ideas progresistas que incita a Sophie a no ceder a la opresión de su padre pero que nunca abandona el tono paternalista para con la mujer a la que quiere proteger y en realidad delata. Chabrol es bastante insidioso en la confección de esa corriente de enemistad y además de la escena en la que Melinda arroja un pañuelo sucio sobre el rostro de Jeanne luego de arreglarle el auto, está la insistente alianza fallida con Sophie que termina en un abierto enfrentamiento. Es Sophie la que tiene en claro desde el principio que esa ilusión de igualdad que alimenta Melinda es aún más sofocante que la diferencia manifiesta con la que la trata George.

En el funcionamiento en paralelo de Sophie y Jeanne, la rabia escondida se revela como una furia homicida. Primero las "dulces amigas" se conocen de manera circunstancial en el auto de Catherine, cuando traslada a Sophie de la estación ferroviaria a su nuevo lugar de trabajo y debe distraer las curiosas miradas de Jeanne sobre la identidad de esa nueva moradora. Luego surge una incipiente fraternidad entre ambas, nacida de la necesidad de Sophie de encargar una serie de provisiones al mercado y solo tener una lista escrita. Por último, llega una de las escenas más inquietantes del relato, la que puede entenderse como bisagra entre ese caldo de cultivo del rencor y la ebullición del crimen sangriento. Sophie, tímida y retraída, y Jeanne, verborrágica e insolente, comparten una comida austera, hongos recogidos en el campo fritos con aceite y pan. En esa mesa servida -que contrasta con la opulencia de las ostras de los Lelievre- se sugieren los secretos escondidos de cada una, se tironean las culpas, y todo termina en risotadas y complicidades bajo la frase "no pudieron probar nada". Ya está, nos dice Chabrol, la unión se ha concretado.

Lo que sigue es el camino de la latencia del horror hasta la sangrienta concreción, la iracundia de Jeanne que reverbera en sus actos insidiosos en el Socorro Católico -otra diferencia con el culto sectario que imagina Rendell y que Chabrol convierte bajo el peso del orden moral del mundo- hasta el ingreso furtivo a la casa de los Lelievre de donde Sophie ha sido despedida por su extorsión a la desconcertada Melinda, eslabón fronterizo de esa lucha interminable de clases. La familia culta disfruta de Don Giovanni en el salón de la casa, la ópera como síntesis de gustos burgueses y también como preámbulo de su destino trágico. Las advenedizas ingresan por la cocina, se sirven un chocolate caliente para luego verterlo como símbolo viscoso de su transgresión sobre las sábanas de sus patrones, y juegan con las armas de caza hasta que las cargan y las disparan. Un tiro en la noche, diría el western de John Ford, es el que atraviesa los sonidos armónicos de la composición de Mozart. Un acción imprevista, caprichosa, surgida sin reflexión ni planificación minuciosa, un salto del orden previsto por su delgado límite con la anormalidad.

La coda acentúa la ironía que tanto gusta a Chabrol. El registro de la pieza musical también guarda el crimen, descubierto por la policía tras la fatalidad de una muerte reparadora, sin responsabilidad ni motivación. El mundo encuentra su equilibrio perdido, pero lo que hemos visto ya nunca será olvidado.

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