Según estadísticas oficiales del gobierno de Estados Unidos, existen casi tres millones de veteranos de las distintas guerras en Irak y Afganistán en las que el país participó entre los años 1990 y 2021. Esa cifra no incluye a los numerosos soldados que, una vez en suelo natal, cometieron suicidio como resultado de heridas psicológicas asociadas a la experiencia de guerra. El número de estas muertes ronda los treinta mil, una cifra que cuadruplica las bajas en combate. Según especialistas, esta es una crisis de salud mental que el gobierno nacional elige no atender seriamente. En No dejes rastro, la película dirigida por Debra Granik en 2018, Will (Ben Foster) es uno de estos millones de ciudadanos norteamericanos que, día a día, debe lidiar con las impronunciables secuelas de guerra que asfixian su mente. Lo hace a su manera: viviendo a la intemperie en el medio de un bosque junto a Tom (Thomasin McKenzie), su hija adolescente.

Desde la primera escena de la película somos testigos de la hermosa convivencia con la naturaleza que posee la pareja de protagonistas. Will y Tom, padre e hija, realizan actividades de campamento: dan paseos por un imponente bosque nativo –húmedo y muy verde–, recogen setas para el almuerzo, ajustan los vientos de la lona que protege la carpa que comparten, astillan leña para facilitar el encendido del fuego, etc. Lo hacen con alegría y desenfado, sin embargo es evidente que éstas no son unas vacaciones, y que de la efectividad de sus tareas, es decir del compromiso que inviertan en ellas, depende la calidad de su vida diaria. Su alimentación, su abrigo y, más que nada, su seguridad. Luego de que Tom cocina su cosecha en un sartén de acero, y justo cuando empieza a comer, su padre la interrumpe. Mirándola seriamente a los ojos pronuncia una única palabra: «Simulacro». Acto seguido, sin perder un instante, Will y Tom salen corriendo por el bosque, perdiéndose en direcciones opuestas. Minutos después, inmersos ambos en un espacio verde imposible de identificar, Will regaña a Tom por no haberse escondido lo suficientemente bien: «El color de tus medias te delató», le dice con preocupación.

Leave no trace está basada en una novela publicada en 2009 por el escritor norteamericano Peter Rock: Mi abandono. Narrada en primera persona por el personaje de Tom, es una historia fascinante sobre la vida en los márgenes, fuera del sistema. Mientras leemos el recorrido de sus protagonistas, plagado de dificultades que constantemente se interponen a su proyecto de vida, entendemos que la supervivencia no es sencilla para aquellos que eligen vivir por fuera de los mandatos sociales más básicos, esos preceptos que, en última instancia, parecieran protegernos de nuestro propio juicio crítico. Pero más que nada, la novela es un retrato conmovedor de una hija en el proceso de construir un padre. Tom se mantiene cerca de Will, cumpliendo de manera inversa la noción de “distancia de rescate” creada por la novelista argentina Samantha Schweblin –un concepto que se resume en el cálculo permanente que hace un padre respecto a la distancia variable que lo separa de su hije, y que le permite calcular cuánto tiempo tardaría en salvarle ante cualquier peligro–, para así, principalmente, poder escucharlo con atención: «Padre dice que un auto es un ancla. Dice que las máquinas causan tantos problemas como los que solucionan»; «Padre dice que el terror que nos impide confiar en nosotros mismos es la regularidad. Un gran espíritu que funciona con regularidad simplemente no tiene nada que hacer»; «Padre dice que los helicópteros en la ciudad se usan por el tránsito, para comunicar por radio dónde hay congestionamientos, pero que otra gente en helicópteros va mirando con prismáticos buscando personas como nosotros. Esta es una de las razones por las que Padre usa un pedazo de espejo pegado con cinta en la punta de su gorra, para que refleje si alguien lo mira desde arriba. Cuando se agacha a atarse los cordones, el reflejo te puede pegar en un ojo». Pero si bien en la novela esta escucha precisa de la hija es lo que nos permite conocer a un padre que solo habla de manera indirecta a través de su relato, resulta mucho más interesante la decisión que la película toma respecto a Will: durante las casi dos horas de metraje, y a través de distintas situaciones, Will se mantiene en silencio todo lo que el entorno se lo permite. La actuación de Ben Foster es formidable, sus gestos contenidos y su mirada agobiada transmiten en silencio la carga de desamparo y vulnerabilidad que arrastra a cada instante. También el esfuerzo atroz que hace por conectarse tiernamente con la única persona que le da sentido a su dañada vida. Este tipo de conflictos, tal vez de carácter mínimo si lo comparamos a la norma del cine norteamericano actual, es exactamente el terreno en el que Debra Granik se mueve con maestría.

Winter’s bone (“Lazos de sangre”), el segundo largometraje de ficción de Granik, se estrenó en 2010. Comparte con Leave no trace el hecho de estar basado en una pieza literaria previa, y el de otorgar su protagonismo a una adolescente, la actriz Jennifer Lawrence, quien tenía veinte años cuando saltó a la fama con este rol. Con cuatro nominaciones a los Premios Óscar –Mejor película, Mejor guión adaptado, Mejor actriz principal y Mejor actor secundario– la película tuvo un enorme éxito internacional, y posicionó a Granik como una directora con la capacidad de moverse estéticamente entre el realismo social y los elementos de género del cine negro. El argumento de Winter’s bone es demoledor en su simpleza: una adolescente blanca de clase baja, encargada de sus hermanitos menores y de su madre en estado de depresión clínica, debe impedir que su familia sea desalojada de la precaria cabaña que habitan en la región densamente arbolada de los montes Ozark. La única manera de evitarlo es dar con el paradero de su padre, un ex convicto recientemente liberado y desaparecido. Esta es la misión que Ree (Jennifer Lawrence) debe llevar adelante en un plazo de una semana. Las situaciones que Ree atraviesa, y los siniestros personajes reales con los que se enfrenta, impactaron a cientos de miles de espectadores en todo el mundo. De alguna manera se trataba del regreso triunfante del crudo realismo social del cine norteamericano de la década del setenta; un tipo de cine totalmente fuera de época en el panorama mainstream del siglo xxi. Un cine acostumbrado a contar historias con un tipo distinto de riesgo. En palabras de Granik: «Lo que está en juego no tiene por qué ser el cañón de una pistola apuntando a la cabeza de alguien. Lo que está en juego puede ser cómo evitar que tu temperatura corporal alcance un nivel peligroso si te has mojado, o dónde vas a dormir esa noche Me encantan las historias de personas que tienen esos “riesgos alternativos”. No es la amenaza de un delito grave, son las amenazas de la vida cotidiana de muchos hombres y mujeres desafortunados».
En Leave no trace la amenaza que pende sobre Will es la posibilidad de perder a Tom. Primero por la intervención de los servicios de bienestar infantil, pero más adelante, cuando una nueva vida fuera del bosque se instala como una posibilidad de convivir juntos de manera legal –sin tener que realizar simulacros, ni soportar el frío de los inviernos a la intemperie–, lo que surge como oposición es el deseo de Tom de abandonar la insularidad, de conocer gente y dejarse atravesar por las experiencias positivas de la vida en sociedad. Algo que Will simplemente no puede hacer.

Leave no trace es la versión no hollywoodense –es decir, realista y honesta– de Captain Fantastic (Matt Ross, 2016), la película protagonizada por Viggo Mortensen con la que comparte similitudes argumentales. E incluso supera en su propio terreno a Into the wild (Sean Penn, 2007) esa película que fanatiza a muchos. Porque allí donde Captain Fantastic se vuelve una parodia del espíritu contracultural del movimiento hippie, Leave no trace nos presenta una manera alternativa de vivir dignamente. Allí donde Into the wild romantiza la vida al aire libre –para en el final castigar a su protagonista por su exceso de aventura– Leave no trace nos revela la salud mental que puede hallarse en una vida cercana a la naturaleza. Y mientras Captain Fantastic utiliza resortes narrativos artificiales para potenciar el drama de su protagonista –la posibilidad terrorífica de tener que renunciar a sus hijos–, Leave no trace enfrenta a su protagonista con trabajadores sociales que realmente quieren ayudar.
Pero el drama de Will, irresoluble y total, es el hecho de encontrarse mucho más allá de la capacidad de tolerar el cuidado que los otros quieren brindarle. Inclusive su hija. Y esto no está exagerado, ni sobreactuado. Este es el núcleo de una de las mejores películas norteamericanas del siglo xxi.
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