Porque tus ojos que han penetrado
a través de los míos hasta el fondo de mi corazón,
encienden en mis entrañas un vivísimo fuego
-Marsilio Ficino
En el año de 2012, Byung-Chul Han, filósofo surcoreano que sin embargo escribe en alemán -amén de ser posiblemente el más representativo del pensamiento hípermoderno-, publicó su tercer libro traducido al castellano: La agonía del Eros. Entre sus páginas, Han plantea una premisa sencilla aunque preocupante: en la actualidad, la supervivencia del Eros (entiéndase la relación con el otro: el amor, la fantasía y la pasión en lugar del sexo) se encuentra amenazada por el narcisismo característico de una era de avances tecnológicos.
Aunque el lenguaje filosófico de Han es ameno y sencillo para el público ajeno a la lectura filosófica y el libro apenas consta de cien páginas dependiendo de la edición, puede que para algunos carezca de un dimensión algo más poética, literaria; sugestiva en lugar de explícita. Afortunadamente hace ya medio siglo que la hipótesis de Han había sido puesta a prueba dentro de las artes de las que se disponían in media res de la posmodernidad. Primero en un libro de 1961 del escritor polaco Stanisław Lem y una década después, en una película del director soviético Andréi Tarkovski. Ambas serían conocidas sencillamente como Solaris y se termirarían por figurar en la cumbre del sci-fi posmoderno.
Tanto en aquel entonces como en la actualidad, la misión de semejantes genios –todos ellos simultaneamente literarios, filosóficos y fílmicos- fue la de poner en entredicho la viabilidad del imperativo del amor. En resumidas cuentas, Solaris es la historia de Kris Kelvin (interpretado por el lituano Donatas Banionis), un psicólogo enviado al distante mundo de Solaris con la intención de esclarecer si la ciencia denominada como “solarística”, que lleva más de un siglo desde el descubrimiento mismo del planeta sin presentar ningún avance, merece continuar.

Solaris tiene como cualidad particular el estar abrigado en su totalidad por un océano de plasma que los científicos terrestres conjeturan podría tratarse de una criatura viva y pensante con la que, sin embargo, son incapaces de comunicarse y por lo tanto de entender realmente todas aquellas doctas galimatías que han producido a su alrededor en esa ciencia tan recientemente fundada. En su desesperación, los científicos a bordo de la estación que sobrevuela el planeta bombardean sus aguas con rayos radioactivos en espera de una respuesta. Esta experimentación da resultados traumáticos cuando, de entre las aguas de Solaris, comienzan a emerger los “visitantes”.

En un universo como el de Solaris –o peor todavía: en el nuestro-, la absoluta viabilidad tecnológica es un problema más que una solución para la concreción del conocimiento ya que, para que este se de, primero debemos de aceptar el atopos, el termino griego que Sócrates usaba para lo desconocido, para la otredad y más concretamente, para el “otro que es amado”. En un mundo de narcisismo científico y tecnológico, sin embargo, el otro va desapareciendo producto de una exterioridad que lo afirma al mismo tiempo que lo niega.
Me explico mejor: el Eros requiere de cierta asimetría, del desconocimiento, de lo enfático (la pasión) y de la fundamentación de la diferencia entre lo de afuera (lo fenoménico) y lo de adentro (lo epistémico y lo ontológico). Pero la idea de rescatar al otro es imposible en el universo solarista donde todo esta regido por el vaciamiento del significado de lo desconocido con el fin de estudiarlo para así facultar y producir mejor. En Solaris queda absolutamente claro que en el futuro, la libido se asentará en el nous (el conocimiento) pero también en el narcisismo que los avances, la instantaneidad y la viabilidad producen en nosotros como especie e individuos, igualando al mundo (y a otros mundos) con nosotros mismos.
Esta idea del amor como rendimiento –que es también explorada en otros libros de Han- queda expuesta justo al inicio de la cinta en el momento en que Kris desestima y se burla de las conjeturas del piloto retirado Berton acerca del planeta –este último asume que el dilema solarista no solo amerita seguir siendo estudiado sino que también mayor respeto y consciencia por parte de la especie humana-. Para Kris, la producción de conocimiento, de rendir lo máximo posible y enajenarse de lo que no es procesable da una sensación errónea de plenitud y desarrollo. Y aunque el positivismo de una sociedad del “Yo puedo” parece muy atractivo, lo cierto es que, a facultad de un servidor, no existe un peor amo(r) que uno mismo.

Este condicionamiento de la sensibilidad retro-futurista volverá a golpear a Kelvin de manera exponencial cuando, recién llegado al planeta, se encuentre con que su esposa Hari ha regresado de entre los muertos, extraída de sus memorias por las aguas del planeta. Entonces, la sobriedad del psicólogo rápidamente desaparece y es reemplazada, primero por estupor y luego por la fascinación, la pasión y el romance. Ella es su “visitante” personal y tal como Kris hizo con Berton cuando todavía se encontraba en la Tierra, ahora es él quien es ridiculizado por el astrobiólogo de la estación, Sartorius, quien afirma que se ha alejado del narcisismo tecnocrático y la “verdad” al preferir el consuelo y afecto de este duplicado de su mujer.

En el universo solarista, la ciencia y los avances técnicos, el conocimiento, la transparencia y la verdad (no en cuanto valor sino que medida) son los únicos objetos de exposición humana realmente valiosos y por lo tanto, todo lo demás deriva en mercancía y fetichismo. El conocimiento rígido de los científicos a lo largo de la película (y el libro), el nous y el logos, son esa amenaza contra el amor de la que hablaba Han, todo ello en el orden de una operación contra intuitiva: a mayor consciencia menos conscientes somos (tanto de nosotros mismos como de lo que nos rodea).
Así como, semanas previas a la llegada de Kelvin a la estación, los científicos cometieron el craso error de bombardear las aguas del planeta con rayos-x, una vez más Sartorious se cree capaz de amedrentar a Hari con todos las estrategias y mecanismos del lenguaje científico para finalmente afirmar (con total descaro y desprecio) que ella no es humana sino que un medio-para-un-fin empleado por el planeta que busca comunicarse con ellos (aunque paradójicamente ellos sean quienes no quieren escucharle). Por supuesto, esto dispara una reacción devastadora en el duplicado, demostrando así un comportamiento mucho más loable que el de Sartorius, un “auténtico ser humano”.

Tal parece que un mundo híper-tecnológico e híper-científico como este es también un mundo hipertrofiado, sin amor y sin transparencia de conciencia. ¿Acaso es eso lo que nos espera? ¿Una realidad donde la única garantía que hay es el Yo y el narcisismo de encerrarse en la multiplicidad del conocimiento y lo que este puede hacer por nosotros (como individuos)?
Solaris además presenta otra idea interesante: la desaparición del atopos (o al menos la posibilidad de su desaparición) como un potenciador del Eros. Tras una década sin ella, Kris se aferra a la posibilidad de permanecer al lado de Hari aunque ello implique permanecer para siempre en Solaris (los duplicados, por obvias razones, no pueden abandonar el planeta), incapaz de regresar a su mundo nativo, a la granja de su padre y –con total seguridad- sucumbir a su propia enajenación.

Mientras que en la antigüedad -reflejada en otras películas de Tarkovsky como Andréi Rubliov-, conceptos como la tensión, el dolor o la vulnerabilidad eran protagónicos, en la época tecnológica todos estos están vaciados por el positivismo, prefiriendo la domesticación y la sobria pasividad. Ello explica por qué preferimos la garantía del conocimiento a las implicaciones de un riesgo amoroso. En la película, de hecho, recién llegado a Solaris, Kris se entera de que su amigo entre los científicos locales, el doctor Gibarian, se ha suicidado, incapaz de sobrellevar la presencia de sus “visitantes”.
Mientras tanto, Sartorius se ha encerrado en su laboratorio en búsqueda de las claves lingüísticas que le permitan negar su propia humanidad y las de las apariciones y Snaut (el ingeniero) se comporta erráticamente, deliberadamente negando la importancia de lo ocurrido, quizás por auténtico pavor a las consecuencias. Solamente Kelvin, quien recordemos era el encargado de legitimar el final de la “solarística”, termina abierto de par en par al erotismo que implica el reencuentro con su pareja aunque bien ello pueda implicar recuerdos amargos los cuales el director captura perfectamente en tomas dilatadas y en primerísimos planos llenos de música incidental.

Lo relevante del asunto es que, a pesar de todos sus avances tecnológicos, el mundo que nos plantean tanto el escritor polaco como el director soviético son de una comodidad e inacción espeluznantes: adredemente se busca la no-trascendencia sencillamente porque preferimos ello a reconocer al atopos. El Eros ha perdido su presencia en la vida humana y en su lugar la deidad que hemos acogido es la sobriedad, el rendimiento y un avance que paradójicamente va hacia atrás. En una vuelta de tuerca hegeliana, los científicos de Solaris que parecían tener una respuesta y nomenclaturas para cualquier contingencia no solo son incapaces explicar cualquier fenómeno que ocurre en el planeta sino que, sin la libertad de ser explotados por otros, jamás podrán desarrollar su verdadero potencial.
Sin amor, la vida pierde su condición de vivacidad (se trata de nuda vida en lugar de buena vida), algo que se comprueba al contrastar la imaginería de la cinta: constantes proyecciones de agua (primero en la granja del padre de Kelvin y después en el océano de Solaris) en contra de monumentos y estructuras brutalistas (la ciudad que recorre Berton al principio de la cinta y la propia estación de Solaris). A todo ello, el padre Kelvin (interpretado por Nikolai Grinko) responde con un diálogo brutal: “Es peligroso enviar a gente como tú [Kelvin] al espacio. Todo allá arriba es muy frágil. ¡Demasiado frágil! De alguna forma la Tierra se ha adaptado a personas como tú, aunque a costa de un gran sacrificio”.

Prácticamente se implica un rechazo al dataísmo, a la racionalización y al cálculo de la ciencia, la política, la ética y las prioridades humanas –de hecho, Tarkovsky, a diferencia de Lem en la novela, hace un gran esfuerzo por evitar cualquier jerga científica que no sea vital para el storytelling, dejando todos los significados a los significantes de su característica poesía visual- puesto que las expectativas científicas y humanísticas nunca se verán cumplidas si continuamos racionalizando al otro, desnudándole de la fantasía fundamental del conocimiento. Ese es el narcisismo que hace que veamos todo en términos de materia de la que debemos apropiarnos (justo como trataron de hacer con Solaris). Somos un objeto de apropiación, sí, pero solo para que otro nos ame.

Bibliografía:
- Barthes, R. (2011). Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI Argentina.
- Han, B. (2012). La agonía del Eros. Barcelona, España: Herder Editorial.
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