Cuando David Cronenberg cumplió setenta años escribió un hermoso texto como prólogo a una reedición de La Metamorfosis de Franz Kafka. Comienza así: “«Hace poco me desperté una mañana y descubrí que era un hombre de setenta años. ¿Es esto diferente de lo que le ocurre a Gregor Samsa en La Metamorfosis?” En varias oportunidades, el escritor ha sido citado como referencia en sus películas. Hoy es un lugar común vincular el insecto de uno con los del otro. Pero, más allá de las conceptualizaciones que se puedan hacer sobre las películas de Cronenberg en torno a sus imágenes inquietantes y cómo dan cuenta de la famosa dualidad cuerpo/mente, aquí, en su escritura, asoma directamente la cuestión de la muerte y la conciencia terrible sobre la peor de las mutaciones: la vejez, el inevitable deterioro del ser humano. «¿Cómo puede un hombre morir cuando su mente es absolutamente aguda y clara?» se preguntó el director en reiteradas oportunidades. La respuesta está en sus películas: abrazar la realidad del cuerpo es abrazar la condición de mortal. Esa es la peor de las pesadillas. La tragedia no es un punto de llegada, más bien de partida, está en nuestro ADN. Los monstruos no son los otros, están en nosotros mismos. Tal vez, una de las vueltas de tuerca más notables que el canadiense nos ha legado con respecto al terror es que nos repele nuestra propia condición de monstruos y por eso la proyectamos en otros (y esto incluye grupos étnicos y sociales).
De modo tal que cuando vemos las transformaciones de sus protagonistas, no podemos obviar la certeza de lo vulnerable que es el lazo entre la mente y el cuerpo. Y en ese desajuste entre lo biológico y lo psicológico se funda gran parte de su estética. Por eso es un gran humanista (no en el sentido renacentista de la palabra), por su frontalidad para expresar con perplejidad disimulada una terrible verdad: no somos especiales ni estamos en un lugar privilegiado en el universo; somos criaturas mutando, combinándonos con otras, absorbiendo la información del medio ambiente, creando nuevas formas de sexualidad. Esto no es ni bueno ni malo. Es horripilantemente bello.

Toda su filmografía ha representado un muestrario de imágenes e ideas concebidas a partir de lo anterior, y puede que muchos estómagos poco sensibles a ciertas perturbaciones de la carne y de los cuerpos se abstengan ante ellas. No obstante, hay pequeñas gemas escondidas que pueden acercarnos desde un lugar más amable y diferente, aunque el planteo sea similar. El cortometraje Camera (2000) dura seis minutos y fue realizado para el programa especial de Preludios en celebración del 25 aniversario del Festival Internacional de Cine de Toronto. Mientras un veterano actor se lamenta del estado del cine y de la interpretación cinematográfica, un grupo de niños pequeños introducen a escondidas una cámara Panavision en el apartamento donde reside el hombre, dispuestos a hacer una película con ella.
Más allá de las diferencias en el tratamiento formal con otras películas, el cortometraje habla de la muerte, del envejecimiento y de nuestra vulnerabilidad frente a ello, la tragedia de la pérdida. Cuando la enfermedad le toca a uno lo difícil es la aceptación y la dificultad para adaptarse. Todos estamos enfermos de finitud. Para Cronenberg siempre ha sido una obsesión determinar el lazo entre lo físico y lo espiritual, interrogarse acerca de quiénes y qué somos. De allí que películas como La mosca (1986) puedan ser consideradas terror metafísico. En el fondo, la preocupación continúa siendo la muerte, y acaso haya algo autobiográfico al respecto. “El miedo a la muerte me perturba. La muerte es la base de todo el terror y para mí supone algo bien específico. Es muy física” ha declarado en más de una oportunidad el director canadiense. Uno de los interrogantes que sobrevuelan en La mosca es ¿por qué no interpretar el proceso de envejecimiento y muerte como una transformación? Una de las respuestas posibles es hacer las paces con la enfermedad. No obstante, la mutación corporal debe ser entendida en un contexto más amplio, que atraviesa la identidad. Esto supone un linaje, una tradición familiar y la sensación constante de ser extranjero en su propia tierra, lo que lo homologa una vez más con Kafka. En el libro Cronenberg por Cronenberg leemos su experiencia en los suburbios de Toronto como inmigrante: “Mis padres inventaron su propia clase media. También su propia versión de ser judíos.” No es casual entonces la obsesión por Kafka. Tampoco la pasión por los insectos, si nos ponemos en un marco psicoanalítico: “No sé si Kafka tenía dotes sociales; era triplemente extraterrestre. Un judío germano hablante en una ciudad checa. Todo en él estaba equivocado.”
El actor que nos habla en Camera es un paria pero en un sentido cinematográfico, un sujeto que ha sido desplazado progresivamente del medio por su edad, justamente por las mutaciones del cuerpo según pasan los años. Si la tecnología y lo orgánico forman parte de un eje vertebral del cine de Cronenberg, el cine como dispositivo también es una tecnología que impacta sobre la imagen del cuerpo y se vincula con la muerte. Sobre todo cuando las luces de la fama comienzan a declinar. El sistema de estrellas fue un método de explotación consistente en elevar a los actores y actrices a la categoría de arquetipos, considerando como una unidad el trabajo y la vida privada de quienes aparecen en las pantallas y que tuvo, si bien nació en el cine silente, su apogeo en el período del cine clásico. Este sistema fue el responsable de que la gente comenzara a ir al cine en busca de una estrella. La trabajada imagen de un actor o actriz en una película se imponía a cualquiera de sus atributos restantes, no a partir de cualidades actorales sino de la encarnación de una figura mítica. De modo tal que el alegato de este anciano actor frente a cámara es, en principio, la expresión de resignación, de pérdida, de ausencia.

Sin embargo, a diferencia de varios de sus largometrajes, se abre una puerta de salvación. Quienes manejan la cámara ahora son niños, como si redescubrieran un lenguaje extraviado y rescataran la apagada fotogenia de quien supo ser, acaso, una estrella de cine. Mientras el protagonista habló a cámara, el registro tenía que ver con lo documental en tanto testimonio crudo, directo. Luego, hacia el final, la película empieza, la magia parece activarse una vez más y la imagen del cuerpo (fabricada nuevamente a base de maquillaje, pose y capturada por la cámara) adquiere un nuevo status. Lo curioso es que Cronenberg, más allá de las obsesiones frecuentes, se permite introducir un aspecto lúdico con la presencia de esos niños, quienes parecen (re)descubrir una tecnología obsoleta. Hace muchos años el escritor argentino Enrique Anderson Imbert concibió un escenario similar en un breve cuento llamado La Cassette. En el año 2132, en un aula cibernética, un niño llamado Blas es educado con rigor para potenciar su especie. En medio de una penitencia, jugando con una cassette, reinventa el libro. Su historia continúa lo que siglos antes Blas Pascal haría con la geometría de Euclides. En Camera, David Cronenberg es consciente de que el cine es un arte mediatizado por la tecnología y condicionado por lo económico. Esto impacta decisivamente en su naturaleza. Sin embargo, si el fílmico es una especie en extinción (al igual que los cuerpos que habitan las pantallas), serán necesarios muchos niños y nuevas generaciones para que lo evoquen, lo recuerden y lo rescaten.
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