Es noviembre del 2003, tengo veinte años y estoy en una sala del Showcase Belgrano –un cine al que nunca iba, que extraño– viendo Kill Bill de Quentin Tarantino. Estoy disfrutando enormemente, más aún teniendo en cuenta que Jackie Brown, la anterior de Tarantino, no me gustó –aún hoy me desorienta escuchar y leer a críticos que insisten con que esa es su mejor película… que ridiculez–. Pero de repente, sentado en la butaca, me doy cuenta de algo tremendo: la película no va a terminar, es decir, no hay tiempo suficiente para que la historia concluya. Nunca usé reloj, y en esos años los teléfonos celulares no eran electrodomésticos de uso indispensable, entonces no recuerdo bien cómo fue que lo noté. Probablemente percibí que la intensidad de la película había comenzado a decrecer –en una película como Kill Bill, esto es algo que se siente con los músculos del cuerpo, no que se interpreta con el cerebro–, y que el personaje de La Novia (Uma Thurman) estaba lejísimos de su objetivo central. «Quedan quince minutos como mucho, no hay forma de matar a Bill», recuerdo pensar desconcertado. Por un momento me invade el miedo al considerar la opción de que Tarantino imite esa mala práctica que Stephen King, el maestro indiscutido de la literatura de terror de fines del siglo xx, aplicó en varias novelas menores: luego de seducirnos con una trama compleja y una galería de personajes cuyo destino final nos preocupa, un relato construido durante quinientas, ochocientas o mil trescientas páginas, finalmente termina resolviendo la historia en ochenta páginas o menos, a las apuradas, sin respetar sus propios tiempos como escritor ni la lógica interna de la narración. Felizmente, este no es el caso de Kill Bill. O no tan felizmente, porque lo que me viene a la memoria ahora, a pocos minutos de que la película concluya, es esta novedosa y anticlimática idea de que lo que estoy presenciando es tan solo la primera parte de la historia, el “Volumen 1”. Recuerdo como si fuera ayer la frustración que sentí cuando los créditos comenzaron a rodar y el público aplaudió a rabiar –una práctica extraña y conmovedora esa de aplaudir una película sabiendo que sus creadores están a miles de kilómetros de la sala; quizás lo que se aplaude no es la película en sí, o no solo eso, sino la maravilla de asistir al espectáculo cinematográfico, una ceremonia centenaria que en la actualidad pareciera tener los días contados–; la tristeza de entender que no quedaba otra opción más que irme a mi casa a esperar quién sabe cuánto para poder descubrir si La Novia conseguiría completar su venganza o no.

A más de veinte años de esa tarde agridulce, la práctica de dividir las películas en distintas partes, imponiendo una espera de años entre el estreno de cada una de ellas, es algo común en la industria de Hollywood. Algo que como público toleramos sin protestar. Pero si me explayé en este racconto cinéfilo fue porque la ansiedad que me generó la espera del estreno de Kill Bill Vol. 2 (2004) es equivalente únicamente a la que me produjo Duna: parte dos (Dennis Villeneuve, 2024). No sentí lo mismo con Harry Potter and the Deadly Hallows: Part 1 (2010) –como dije, crecí leyendo a King, no a J.K. Rowling–, ni con Crepúsculo: Amanecer - Parte 1 (2011) –la cual nunca consideré ver, porque al crecer leyendo a King… bueno, se entiende–, y ni siquiera con It: Chapter One (2017), porque para esa altura la saturación de adaptaciones de la obra de King impedían creer que la película pudiera ser buena –y también porque el recuerdo traumático del visionado en VHS del telefilme de 1990, me impedía exponerme otra vez a ese payaso del demonio–. Dicho esto, la primera reacción ante Duna: parte dos fue corroborar que la larga espera había valido la pena. Con el diario del lunes, es decir, afirmando el nivel de la descomunal película de ciencia ficción creada por Villeneuve, me animo a decir que incluso hubiera tolerado un par de años más de espera (que es, supuestamente, lo que va a tardar en llegar la tercera y última entrega de la saga).

Duna: parte dos dura 166 minutos, y al menos su primera hora y media cubre el entrenamiento fremen de su protagonista: la transformación de “Paul Atreides” (Timothée Chalamet) en “Muad’Dib Usul”, es decir el paso previo a su conversión en “Lisan -al Gaib”, que a fin de cuentas es una variante de lo que otros llaman “Kwisatz Haderach”. Y una de los logros de Villeneuve es que todo este trabalenguas tenga sentido. Duna: parte dos es clara a pesar de la complejidad de su trama, ya que Villeneuve posee un don para la dirección propio de cineastas de la categoría de Steven Spielberg y George Miller, directores que articulan sus historias mediante recursos audiovisuales que se sostienen por sí mismos. Villeneuve cuenta su historia con imágenes en movimiento y un uso brillante del diseño sonoro, las herramientas básicas (y también las más nobles) de la puesta en escena cinematográfica. Por supuesto que para que la película pueda ser considerada una fiel adaptación de la obra literaria de Frank Herbert –el autor original del universo de Duna–, Villeneuve debe lidiar con toda la rica mitología desarrollada en la novela. La división política de la galaxia, el rol comercial que tiene la inquietante “especia” producida en Arrakis, la caracterización precisa de las Grandes Casas involucradas en la historia –puntualmente los Atreides y sus archienemigos, los Harkonnen–, la insidiosa participación velada de las damas Bene Gesserit en todos los asuntos de la trama, y un largo etcétera. Toda esta confusión alucinada es articulada por Villeneuve y sus colaboradores en una potente historia acerca de las luchas de poder en las sociedades militarizadas, el rol de la religión como opio de los pueblos –y al mismo tiempo como combustible para la revolución–, y el difícil camino de autoconocimiento que requiere la realización de cualquier destino personal.

Duna, en su conjunto, es todo esto y más. Porque si bien atiende temáticas de alto concepto, también lidia con conflictos humanos de la vida cotidiana, vulgares incluso. Por ejemplo, la creciente tensión entre la Dama Jessica (Rebecca Ferguson) y Chani (Zendaya); es decir, entre la mamá y la novia de Paul. Está relación problemática entre suegra y nuera surge del desacuerdo respecto a las decisiones que Paul debe tomar para asegurar el bien común del grupo. La escena de Chani metiéndole fichas a Paul sobre su mamá, justo después de tener sexo, roza lo patético. Sensación que se olvida rápidamente, mediante la yuxtaposición de alguna de las elaboradas escenas de acción que tiene la película: la escena en que Paul y Chani tumban una de esas gigantescas cosechadoras de especia, la escena en el Coliseo triangular de Giedi Prime en la que Feyd-Rautha (Austin Butler) se enfrenta a tres prisioneros Atreides, la escena en la que Paul aprende a montar un gigante gusano del desierto –«Muad’Dib ha hecho las paces con Shai-Hulud», dice en tono reverencial uno de los mejores personajes de la historia, Stilgar (Javier Bardem)–.

Pero si se trata de elegir un solo momento que permita entender la magnitud de Dennis Villeneuve como director, alguien que en pocos años se ha alzado con la corona indiscutida de Rey del Cine Fantástico de Alto Presupuesto –destronando a Guillermo del Toro y Peter Jackson–, mi elección recae sobre la secuencia final. Luego de que las fuerzas fremen al mando de Paul toman la ciudad de Arraken, rematando el destronamiento de los Harkonnen con el degüello del Barón (Stellan Skarsgard), la victoria parecía asegurada. Sin embargo, en pos de alzarse con el control cosmopolítico total, Paul desafía al Emperador (Christopher Walken) a un duelo cuerpo a cuerpo. Pero como la nobleza de Muad’Dib no conoce límites –motivo este por el cual el Emperador declara haber decidido eliminar su estirpe–, Paul permite que el joven y sanguinario Feyd-Rautha ocupe el rol del anciano monarca. Es así entonces que el destino final de nuestro héroe en esta saga maratónica que supo conservar nuestro interés durante años, se resuelve mediante una pelea de cuchilleros. Que una producción de esta magnitud termine con algo tan pequeño, tan terrenal, evidencia la inteligencia de Villeneuve como director, y a su vez la universalidad de Dune.
«Ya el primer golpe, / ya el duro hierro que me raja el pecho, / el íntimo cuchillo en la garganta», escribió Jorge Luis Borges en “Poema conjetural”. Tal vez la Princesa Irulan utilice estos versos como epílogo de su crónica de los hechos. No estaría mal.
¡Comparte lo que piensas!
Sé la primera persona en comenzar una conversación.