
He estado pensando en K-Pax últimamente, ese enigmático relato que me dejó con más preguntas que respuestas. La película, dirigida por Iain Softley, es una de esas raras gemas que te obligan a reflexionar. Lo sé porque, como espectador, he viajado con Prot (Kevin Spacey), el misterioso hombre que dice venir de otro planeta, y con el Dr. Mark Powell (Jeff Bridges), el psiquiatra determinado a encontrar la verdad en medio del delirio. Ambos personajes, opuestos en tantos aspectos, comparten más de lo que parece a simple vista. Y ese, me temo, es el primer truco que nos juega K-Pax: nos invita a buscar la certeza en un lugar donde lo tangible se desvanece.
Recuerdo la primera vez que vi la película.
Prot apareció con su extraño humor, diciendo que su planeta estaba a mil años luz de nosotros, y pensé que el tipo debía estar loco. Claro, ¿cómo no? Un hombre que habla de mundos lejanos, viajes de luz y física cuántica como si fuera lo más normal del mundo. La ironía no me escapó: en una institución mental, Prot era el único que parecía cuerdo. En realidad, ¿no es eso un comentario sobre nuestra propia locura cotidiana? De alguna manera, K-Pax parece lanzarnos una pregunta entre risas: ¿quién está realmente loco aquí?


Entonces, están los flashbacks.
Recuerdo que a medida que la película avanzaba, una serie de recuerdos inquietantes comenzaban a asomarse: fragmentos del pasado de Prot —o de Robert Porter, dependiendo de cómo elijas interpretar las cosas—. Un niño que llora, una tragedia en una vida terrenal... de repente, el viaje interplanetario parece menos ciencia ficción y más metáfora. Tal vez, K-Pax no sea un planeta, sino una escapatoria del dolor humano. ¿Es Prot un extraterrestre o un hombre que ha perdido todo? Cada recuerdo que surge parece inclinar la balanza hacia lo terrenal, pero nunca del todo.
El clímax emocional llegó como un golpe inesperado.
La revelación de los traumas de Prot—o Porter—es un punto de inflexión. De pronto, todo lo que pensé que sabía se tambaleaba. Justo cuando el Dr. Powell parecía estar cerca de desentrañar la verdad, me di cuenta de algo: la verdad no importa. O, al menos, no la verdad en la que esperaba creer. Como en tantos otros momentos de la película, K-Pax me dejó varado entre dos realidades. ¿Qué prefiero, la verdad dura y dolorosa de un hombre quebrado, o la esperanza fantástica de un visitante estelar? ¿Y es tan diferente una opción de la otra?


Pero, como la luz de K-Pax, el misterio sigue orbitando.
Prot se va. ¿Escapa hacia otro planeta o simplemente se retira hacia el interior de su propia mente, más allá del alcance humano? La metáfora de la luz, el símbolo central que aparece constantemente, resume todo: luz como viaje, como revelación, pero también como ilusión. Tal vez no se trata de si Prot es real o no, sino de cómo su presencia afecta a los demás. Los pacientes del hospital cambian, incluso el mismo Dr. Powell cambia. K-Pax se convierte, así, en una especie de metáfora viviente sobre la fe en lo invisible. Creemos en lo que necesitamos creer. Nos aferramos a lo que nos da paz, aunque nunca lo podamos ver.
Y es en este punto que la ironía de todo me golpea.
Como espectador, he estado buscando respuestas, pero K-Pax nunca pretendió dármelas. En cambio, me ofreció un espejo. El final abierto no es una trampa narrativa, es una lección. Me recuerda que, al igual que el Dr. Powell, puedo pasar toda una vida buscando la verdad detrás de Prot, pero quizá lo único que realmente importe es la manera en que este enigma me cambió. ¿No es eso lo que hace la mejor ficción? Me hace cuestionar, me transforma, incluso si nunca llego a una conclusión definitiva.

Entonces, aquí estoy, preguntándome si algún día regresaré a K-Pax. Si lo hago, sé que me llevará al mismo lugar: entre la verdad y la fantasía, entre el dolor humano y la esperanza alienígena.
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