«Nunca me he considerado un director de películas de ciencia ficción», dice Piotr Szulkin, en una entrevista para la revista “Film comment”. Y luego amplía: «Mis películas son socio-psicológicas, tal vez incluso sociales. Siempre existe la oportunidad de hacer una película valiosa en cualquier género, por supuesto, pero hoy en día, dado que la preocupación principal es vender productos, eso es muy raro. No hago ciencia ficción, sino que tomo prestado cosas de su estética». La entrevista es del año 2015, pocos años antes del fallecimiento de Szulkin, pero esta declaración parece sacada de otra época. En la actualidad, renombrados directores suelen manifestar orgullo cuando sus obras son consideradas películas “de género” –esa fue la reacción de Christopher Nolan al momento de estrenar Interstellar en 2014–; esos mismos géneros que durante décadas fueron menospreciados por historiadores y críticos de cine. Pero en el caso de Szulkin, es necesario ver sus películas para entender su postura. Una oportunidad que nos acerca la plataforma de streaming Mubi, mediante la programación de un ciclo titulado “Apocalipsis ya: cuatro parábolas sci-fi de Piotr Szulkin”, el cual contiene todas las películas que conforman la llamada “Tetralogía apocalíptica”: Golem (1979), La guerra de los mundos: el próximo siglo (1981), O-bi, o-ba: el fin de la civilización (1984) y Ga-Ga: gloria a los héroes (1985).

Szulkin es polaco y su tetralogía fue hecha en su país, durante los años de la República Popular de Polonia, es decir, durante el período de dominio soviético impuesto tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su adaptación de 1981 de la famosa novela de H.G. Wells, estrenada en los meses previos a la declaración de la ley marcial en Polonia –un período entre diciembre del 81 y julio del 83 en el que se restringieron radicalmente las libertades de los ciudadanos–, fue considerada un ataque directo al régimen autoritario y consecuentemente retirada de la competencia oficial del Festival de Cannes. Pero no solo está película sino la tetralogía completa se lee fácilmente como una alegoría acerca del totalitarismo soviético de la Polonia comunista, definida por «la ansiedad nuclear y la desconfianza generalizada hacia las estructuras monolíticas del poder».

Es evidente en estas películas que Szulkin utiliza el género para articular una lúcida crítica sobre la sociedad polaca de la década del ochenta. De ahí quizás su rechazo a ser considerado tan solo “un director de películas de ciencia ficción” –en las antípodas de este recaudo podríamos ubicar la famosa declaración de principios de Ford: «Mi nombre es John Ford y hago westerns»–. Sin embargo, esta noción utilitaria no conduce a la realización de panfletos torpes y educativos, por el contrario, es innegable que esta serie de películas forman parte de la tradición del buen cine de ciencia ficción, es decir, aquel que se mide por la potencia de sus ideas y no por la espectacularidad de sus efectos especiales. La tetralogía está llena de ideas cinematográficas. Ideas respecto al diseño de decorados, al uso de la luz artificial, a la creación de personajes, etc. En Golem Szulkin configura el mundo del futuro utilizando las calles y edificios corrientes de cualquier ciudad polaca de fines de los setenta. Algunos llaman a esto “retrofuturismo”; yo prefiero titularlo “futurismo con nada”, dado que detrás de esta idea de diseño suele haber condiciones de producción prohibitivas. Pero lo interesante es que funciona muy bien, y grandes películas de ciencia ficción, desde Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) a The american astronaut (Cory McAbee, 2001), fueron hechas bajo este concepto. En el cine futurista de Szulkin no hay naves espaciales ni trajes de astronauta “state of the art”, sino edificios derruidos y personajes vestidos con ropa común y corriente. Todos los elementos del diseño de arte nos recuerdan la decadencia en que se encuentra la sociedad luego del cataclismo nuclear, evento que funciona como prólogo de las distintas historias –las cuales pueden leerse como versiones complementarias de una única gran historia–, pero también, la vida gris y austera de los países detrás de la cortina de hierro. Respecto al uso de la luz artificial, son muchas las escenas donde vemos fuentes de luz dentro de los encuadres, principalmente tubos fluorescentes y grandes reflectores blancos, las cuales crean una atmósfera fría e irreal, un estado sensorial propio de un mundo distópico. Pero sin dudas lo más interesante de la tetralogía son los personajes que la habitan. Tanto el Pernat (Marek Walczewski) de Golem, como el Iron Idem (Roman Wilhelmi) de La guerra de los mundos, o el Soft (Jerzy Stuhr) de O-bi, o-ba, son una parte fundamental del mundo de estas historias. Principalmente porque no son, a la manera de los “héroes” del cine norteamericano, idealizadas figuras de rebeldía dispuestas a subvertir el orden totalitario, sino que ellos también ocupan un rol dentro de los mecanismos de poder deshumanizantes. Ellos forman parte de eso que está mal, y si bien adquieren cierta conciencia del estado de las cosas, es evidente que no tienen la fuerza suficiente para derrotar a los mecanismos de control y vigilancia que gobiernan sus vidas. Y si bien es una mirada pesimista, no deja de ser una caracterización original dentro del panorama del cine de ciencia ficción del siglo xxi. Las sagas de Los juegos del hambre o Maze runner remiten demasiado a historias de superación extraídas de los discursos del coaching motivacional, ese virus estupidizante que se expande por las redes sociales.

Golem es una adaptación de la novela de 1915 de Gustav Meyrink, inspirada a su vez en la leyenda judía acerca de la creación de un ser creado a partir de arcilla. Pero en este caso, no es un rito cabalista lo que le da vida, sino un experimento hecho por médicos a las órdenes de las autoridades del régimen –«¡Los médicos matan gente!», dice uno de los personajes aterrado por la revelación–. Y el objetivo de esta transformación que ha sufrido el personaje de Pernat, la cual inteligentemente Szulkin elige no mostrar, refiere a la preocupación de los científicos sobre el “individualismo” en la sociedad. Pero más allá de los eventos de la trama, lo que es notorio es la influencia, reconocida o no, que esta película tuvo en las décadas posteriores a su realización. La idea del doble, o doppelganger, se desarrolla en Golem de una manera muy similar a como la trata Brandon Cronenberg en Infinity Pool (2023). También podemos conectarla con El vengador del futuro (Paul Verhoeven, 1990) respecto al uso que hace Szulkin de la publicidad televisiva como instrumento de manipulación social. Y es una agradable sorpresa encontrar en el film ese icónico plano de American psycho (Mary Harron, 2000), aquel en el que Patrick Bateman se quita del rostro una mascarilla transparente revelando así su verdadero rostro… el cual es exactamente idéntico al oculto. Los ejemplos siguen –Delicatessen (Jeunet y Caro, 1991), Hombre mirando al sudeste (Eliseo Subiela, 1986)–, dando la pauta del valor del film.

Polonia es un país que le ha dado al cine una gran cantidad de directores admirables. Sus nombres son difíciles de escribir y pronunciar: Andrzej Wajda, Andrzej Zulawski, Jerzy Skolimowski, Roman Polanski, y, en la actualidad, Pawel Pawlikowski. A pesar de que solemos confundirlos sus obras son profundamente individuales, demostrando que la era de uniformidad soviética no pudo con ellos. A estos nombres podemos sumar ahora el de Piotr Szulkin, un director que tematiza cuestiones existenciales de la experiencia humana respecto a la identidad y el sentido de la vida –¿quiénes somos? ¿para qué estamos en este mundo?–, sin caer en la solemnidad ni el aburrimiento. Es decir, como suele permitirlo la ciencia ficción. Perdón, quise decir las películas “socio-psicológicas”.
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