
La gran comilona reúne a cuatro figuras icónicas del cine europeo: Michel Piccoli, Marcello Mastroianni, Philippe Noiret y Ugo Tognazzi. Estos actores dan vida a un grupo de hombres de la clase alta francesa (Mastroianni está doblado al francés) que, tras una vida de éxitos profesionales y privilegios económicos, se encuentran vacíos, despojados de motivaciones, al borde de un abismo existencial más cercano al bostezo que al llanto. En respuesta a esta apatía, deciden recluirse en una antigua villa y entregarse a un festín que combina el exceso culinario y la indulgencia hedonista.
Esta especie de bacanal final actúa como su último acto: una ceremonia decadente en la que buscan evadir el hastío a través de una entrega radical al placer, la gula y el nihilismo absoluto. La villa se convierte en el escenario de una autodestrucción planeada, una sátira sobre el consumo desmedido de una clase social que parece haber perdido la capacidad de hallar propósito o satisfacción genuina.

La visceralidad y el nihilismo de esta propuesta generaron una ola de polémica en el Festival de Cannes de 1973. En esa primera proyección, se cuenta que Ingrid Bergman, presidenta del jurado, mostró una visible incomodidad que llegó al punto del malestar físico. La audiencia, desconcertada, asistió después a una rueda de prensa donde Ferreri tuvo que defender su filme ante una batería de cuestionamientos y críticas. El director, conocido por su inclinación a la provocación, mantuvo una postura intransigente, reafirmando que la película pretendía incomodar y confrontar, más que ofrecer respuestas o consuelo. Al final, aunque el filme fue ignorado por el jurado para la Palma de Oro, obtuvo el premio de la FIPRESCI, la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica.

La obra de Ferreri se inscribe en una serie de películas escandalosas europeas que florecieron en el clima de los años setenta. En 1972, Bernardo Bertolucci retrató a otro hombre cansado de la vida en El último tango en París; le siguieron El portero de noche (que reseñé hace unas semanas), Las 120 jornadas de Sodoma y Calígula.
La gran comilona inicia de manera notablemente más alegre que las obras mencionadas: los amigos reciben una abundante entrega de alimentos y comienzan a preparar los primeros platos. La tienda gourmet parisina Fauchon proporcionó al filme delicias valoradas en 200,000 euros. Como no puede faltar el sexo en este paraíso, invitan espontáneamente a tres trabajadoras sexuales y a la maestra de la escuela vecina.
Ferreri se apoya en gran medida en la presencia de sus actores y en la improvisación. Piccoli y sus compañeros aparecen con sus verdaderos nombres, conversan de forma natural y comparten chistes. Esta interacción genera un ambiente festivo que contrasta con la reputación de película escandalosa. Es evidente que Ferreri no busca satisfacer a un público sediento de sensaciones; la primera mitad de la película resulta sorprendentemente suave.

El filme expone la vacuidad evidente en la vida de estos hombres y su afición al autocompasión. Convertidos en ricos y célebres por sus profesiones, se quejan del vacío espiritual que los rodea, sin notar que ellos mismos contribuyen a él, atrapados en la acumulación de cosas y en una incesante, absurda voracidad. Michel, por ejemplo, parece establecer una relación más profunda con un producto que promociona en su programa de televisión que con su propia hija, quien lo mira con un desdén palpable. Ugo, con su devoción a la comida y su preparación, refleja la misma superficialidad que Marcello con las mujeres, a quienes ya ni percibe y solo acumula en escapadas sexuales.
Dentro de este grupo destaca Philippe, interpretado por Philippe Noiret. Como juez, él mantiene una relación igualmente distante con sus casos, similar a la indiferencia de Ugo hacia la comida o la de Marcello hacia las mujeres. Solo las curvas de su niñera o la presencia de Andréa logran provocar en Philippe una leve reacción, una mezcla de celos y afecto. Sin embargo, su impulso desmedido hacia la comida parece superar cualquier otra necesidad o deseo.

Al lanzarse al buffet con la misma devoción, los cuatro hombres pierden sus rasgos individuales. Por supuesto, el refugio en la villa puede interpretarse como una huida del mundo exterior. En este santuario hedonista, los representantes de la burguesía pueden despojarse de la máscara de la civilidad, y el filme observa con ironía a estos cuatro hombres que vuelven a ser como niños. Sin embargo, Ferreri subrayó en su momento que no había realizado un filme psicológico, sino uno fisiológico.
A los detractores de La gran comilona no les incomodaron tanto sus críticas sociales, sino los efectos físicos de un consumo sin freno: el desequilibrio interno de los protagonistas se literaliza en la segunda mitad del filme con flatulencias impactantes por su volumen y duración, mientras los restos de comida, ya digeridos, reaparecen en una explosión de vómitos y el estallido de un inodoro, una visión que fue intolerable para muchos espectadores en 1973.

La sutileza no es precisamente el fuerte de Marco Ferreri, pero su rechazo a edulcorar las escenas crea una película efectiva y sin ambigüedades. Cuando el personaje de Piccoli, hinchado y postrado, es alimentado sin descanso con cucharadas de puré de papas, el filme cambia de tono. La glotonería de estos hombres mayores espanta hasta a las prostitutas más curtidas, y para el espectador, el juego de excesos pierde pronto su encanto inicial.
El elemento radical de la película reside en la negativa de Ferreri a justificar las acciones de sus personajes. Sin un preludio claro, el humor de esta farsa queda desplazado, dejando solo un fatalismo triste, especialmente trágico, pues la película sugiere que hay innumerables salidas posibles. Sin embargo, en lugar de enfrentar el vacío de sus vidas, estos hombres prefieren consumirse hasta la muerte, una crítica que repica hoy con fuerza en una era de "fast food", "fast fashion" y maratones de contenido.

Por eso vale observar el rol de la maestra, interpretada por Andréa Ferréol, quien cede a todos los deseos de los hombres. Andréa permanece hasta el final, incluso cuando se aproxima la muerte, acompañando a los protagonistas hasta las últimas consecuencias. A pesar de entregarse a los placeres de la carne y la gula, ella no se deja absorber completamente; su personaje es el más complejo y enigmático de la película, y su postura nunca es resuelta por completo.
Aunque La gran comilona es claramente hija de su tiempo, es también un alegato contra un consumismo capaz de destruir la cohesión social. La tragicomedia de Ferreri nos confronta con seres sin valores que intentan llenar su vacío interno con excesos cada vez mayores, un proceso que los conduce inevitablemente a la destrucción.
Junto al director de fotografía Mario Vulpiani, Ferreri logra composiciones visuales que resaltan los diálogos, ya de por sí intensos y cargados de alusiones barrocas. Las opulentas y bizarras orgías culinarias evocan los bodegones del Barroco, que recordaban la transitoriedad de lo terrenal. No obstante, esta conciencia de la inevitable mortalidad, de la inutilidad espiritual del consumismo y del acopio de bienes o aventuras sexuales, no genera una sabiduría profunda; solo provoca una huida confusa hacia actividades "trascendentes", como la restauración de un viejo Bugatti o el narcisismo de la gimnasia.

Ferreri, maestro del escándalo, confesó alguna vez que quiso titular su obra "Comer, follar, cagar, morir"—un resumen crudo que sintetiza el macabro espíritu de esta sátira, donde no hay nada detrás más que el vacío existencial del que son presas sus protagonistas. Más de cincuenta años después de su debut infame, La gran comilona no solo sobrevive como un hito extravagante del cine de los setentas, sino que continúa escarbando en las capas más incómodas de nuestra naturaleza consumista.

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